domingo, 26 de marzo de 2023

Del fracaso de la democracia - 4

Bien, queridos amigos, tal como dejamos dicho la nota anterior, discutiremos en esta las diferencias de la democracia griega con la moderna democracia. Como nos dice Sabine, si bien los problemas de aquella no dejaban de tener analogías en el presente, no fueron nunca idénticos a los problemas modernos, y el aparato ético que se valoraba y criticaba la vida política difería mucho del que hoy prevalece.

Existe la obvia diferencia entre la democracia directa de la ciudad-estado y la democracia representativa actual. Hay que reconocer, sin embargo, que la democracia directa en países con enormes extensiones y millones de habitantes, no es una opción sencilla ni fácil de implementar. En cambio, en la ciudad-estado, con poca extensión y escasa cantidad de habitantes, si lo era.

Acrópolis de Atenas

Pero, lo que más impacta, a mi modo de ver, es el grado de participación que tenía el ciudadano de la ciudad-estado en el manejo de la cosa pública. Desde los demos, el Consejo y los tribunales, el ciudadano podía ser elegido miembro activo de la conducción de su ciudad-estado.

Esto contrasta, tremendamente con la indiferencia indolente del ciudadano de nuestra democracia que cree que su participación en el manejo de la cosa pública consiste en votar cada cuatro años… ¡Y ya!

Y aquí está el quid de la cuestión, la democracia pretende ser el gobierno del pueblo y esto, difícilmente, se logrará con una participación esporádica, cada cuatro años.

Por supuesto que, habrá muchos que me dirán: “Martín, a mi no me gusta involucrarme en política”. El punto está en que verlo así es encarar mal el tema: ¡No se trata de un gusto, se trata de una obligación!

Vivir en una sociedad implica tener que atender los problemas comunes, es decir, los que afectan a todos. No hacerlo sería similar a casarse y no preocuparse por el sostén y el buen funcionamiento de la familia.

Es más, esta desidia lleva a que aparezca una muy peligrosa grieta entre los que participan y los que no. Los primeros, sintiéndose los únicos responsables de la cosa pública, terminan por considerarla como propia. De allí vienen los conocidos problemas de corrupción. En cuanto a los segundos, a los que no se preocupan, terminan por desentenderse del tema y dejan las manos libres a los primeros para que hagan lo que deseen con lo que es de todos.

¡Participación, queridos amigos!

Participación es la clave para que un sistema democrático funcione. No es la única, pero es la clave.

¿Y cómo puede lograrse el tal objetivo?

Con todos los defectos que pueda tener, creo que la educación es fundamental para ello. La Educación Democrática, me refiero.

¿Y por qué?

Porque, en la compleja sociedad moderna es difícil estar al tanto de los derechos y las obligaciones de un ciudadano que contribuyan a que el sistema funcione. Se necesita una preparación, una educación en la vida de una sociedad democrática.

Así las cosas, voy a recordar lo que ya escribí en la nota De conductores y conducidos, del 31 de enero de 2022.

Mi propuesta, se basa, ¡Dónde sí no!, en la antigüedad clásica. Platón dedicó atención a escribir sobre los juegos infantiles, ya que pensaba que tenían una gran importancia para moldear la personalidad y el desarrollo del talento individual. Recomendó, por ejemplo, que un niño que en el futuro tuviese que ser campesino o albañil practicase con juguetes relacionados con su actividad como adulto. Por su parte, Aristóteles recomendaba que los niños, en sus juegos, "imitasen las actividades serias de la vida futura".

 Con esto en mente, propongo que, tanto en la escuela primaria como en la secundaria, se haga vivir al formando en un ambiente que emule la realidad que vivirá como adulto en la sociedad.

Yendo a lo concreto, al ingresar a la escuela primaria, el formando ingresa a una comunidad que, en todo, se parece a la sociedad en la que se desenvolverá de adulto. Por ejemplo, hay asuntos de justicia que tratar: Un niño golpeó a otro, le respondió mal a una maestra, se comportó mal en clase, etc. Todo esto podría pasar por tribunales “internos”, compuestos por los alumnos más “veteranos” de la escuela secundaria, donde algunos ejercerían de jueces, otros de fiscales y otros de defensores. Para lo cual es necesario estudiar el reglamento de conducta del establecimiento que se usará en la toma de decisiones. En el caso de los “abogados” litigantes, deberán conocer de Oratoria, Reglamentos, Jurisprudencia, etc. Es decir, no se trata de dar opiniones personales, sino argumentos fundamentados. Obviamente, algunos formandos se sentirán más atraídos que otros por el área Judicial y de ellos se nutrirá el sistema. Serán, probablemente, los que el día de mañana estudiarán Abogacía. El Rector del establecimiento podría representar la figura de Suprema Corte de Justicia, encargado de fallar en última instancia sobre los temas en litigio.

Desde luego que no se llega a ser juez apenas entrando al primer año de la primaria. Se debe recorrer un camino de perfeccionamiento y formación para ello. Una buena forma es que los menores trabajen, por ejemplo, en los “bufetes” de los mayores, ordenando, preparando información y todo tipo de tarea interna que favorezca el desempeño de los “abogados” mayores, familiarizándose así de las tareas que cumplirán más adelante.

Habrá, seguramente, otros, que quizás más adelante serán ingenieros, que dispondrán de un predio de la escuela donde poder aprender las tareas del oficio: Preparar adobe, hormigón, instalaciones eléctricas, etc. Siguiendo desde luego el mismo esquema de ascenso escalonado: Serán “obreros” primero, luego “capataces”, luego “maestro mayor de obra”, etc., a medida que van creciendo en edad y conocimientos. Es de hacer notar que un formando con inclinación hacia la ingeniería formará parte de un jurado alguna vez (menos que quien sienta inclinación por ello), como forma de cumplir con su obligación de hacerse cargo de la “cosa pública”. Así también, un formando con inclinaciones jurídicas, alguna vez trabajará con madera o construirá un gallinero, por ejemplo.

Es de resaltar, también, que los adultos cumplen en este esquema una función de disparadores del aprendizaje y de supervisión, pero el contacto directo con los formandos lo tienen los alumnos que, por edad y conocimientos están en condiciones de guiarlos. Esto estimula, sin duda, la responsabilidad, dado que se tiene “personas a cargo”.

Habrá quienes se interesen por el porqué y el cómo de las cosas y ellos serán llevados desde temprano a los laboratorios de Física y Química donde se les mostrarán experiencias que les hagan alcanzar en ese objetivo. Son los que aportarán, en un juicio, por ejemplo, las razones, los por qué, las causas.

Y así, por supuesto, con todas las asignaturas que el formando necesita recorrer en su formación. Sin embargo, es interesante detenerse en algunos aspectos que hacen a la gestión de la comunidad escolar del establecimiento. ¿Qué Organismo tomará las decisiones que hacen al alumnado? Por ejemplo, si se va a organizar una salida de verano, un baile para recaudar fondos, si se le va a pedir a algún conferencista que diserte sobre algún tema particular, si se va a legislar sobre los modos y conductas dentro del establecimiento permitiendo algunos y censurando otros, etc.

Tomando el modelo de los atenienses, que contaban con el Consejo de los 500, encargado de marcar el rumbo de Atenas y que se componía de 500 atenienses adultos y libres, elegidos por sorteo, se podría replicar en la escuela dicho sistema y elegir el Consejo de los 30, por ejemplo, entre los alumnos de tercero a quinto año, con una duración de un semestre en el cargo y reemplazo de un tercio de los miembros al cabo de dicho plazo.

En otras palabras, se trata de cambiar el paradigma de una escuela empacadora de conocimientos por otra donde estos son adquiridos por el formando viviendo las situaciones de donde se desprenden. Se pretende, no solo mejorar la enseñanza de todas las materias, pero también (y especialmente) la de la Instrucción Cívica o, mejor aún, Instrucción Republicana. Se pretende que el formando crezca haciéndose cargo de los problemas de la comunidad en que vive (la escuela, inicialmente), para que luego no encuentre ajeno el manejo de la Rēs pūblica. El ejercicio de la vida republicana en la escuela, dará al formando una familiaridad y un conocimiento de sus derechos y obligaciones que le permitirá, de adulto, moverse como pez en el agua en el manejo de la Rēs pūblica. 

Esto, desde luego, es un cambio profundo que debe comenzar, seguramente por preparar a directivos, docentes y padres para impulsarlo y llevarlo a cabo. Sin embargo, lo importante no es si es profundo o no, sino si es útil o no.

Ahora bien, en alguna de las notas anteriores, de cuyo nombre no puedo acordarme, he planteado que, cómo puede ser que para adquirir una licencia de conducir haya que hacer un curso, rendir un examen de manejo y completar análisis clínicos y, en cambio, para ser diputado o senador (o presidente, ministro, etc.) de la nación no haya ningún tipo de requerimientos. Es más, para ser ciudadano solo hace falta cumplir una cierta cantidad de años.

¡No, queridos amigos! Eso no funciona.

¿Cómo? Que, ¿qué propongo yo?

Pues, que para acceder a la condición de ciudadano de un país se deba obtener una “licencia de ciudadano” y, no solo eso, sino que con una periodicidad de, digamos, cinco años. Y, para ello, habría que obtener análisis sicológicos y rendir un examen en el que, el aspirante, es colocado en una situación real de una sociedad y debe resolverla con el objetivo de obtener el mayor bien público. Desde luego que, al igual que los cursos de manejo, deberán estar disponibles para el aspirante cursos de ciudadanía para cursar antes de rendir el examen.

No me cabe duda, estimados amigos, que se trata de un cambio profundo. Sin embargo, creo que sus beneficios superan largamente las dificultades de su implementación.


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domingo, 19 de marzo de 2023

Del fracaso de la democracia - 3

 

En el crepúsculo del siglo XIX, en 1880, nacía George Holland Sabine (1880–1961), un profesor de filosofía estadounidense. Suele citarse como George H. Sabine o simplemente Sabine.

Estudió en la Universidad Cornell. Llegó a decano de la Graduate School y vicepresidente de Cornell.

Su fama se debe principalmente a su libro A History of Political Theory (Historia de la teoría política), considerada una obra de referencia en ciencias políticas, donde trata el desarrollo de las ideas en dicha ciencia, desde Platón a los fascismos.

Pues bien, me interesa compartir con todos ustedes un extracto de dicho libro, en el que Sabine nos muestra cómo funcionaba la democracia griega de las ciudades-estado. En la nota de la semana que viene aportaré los conceptos que me merecen la comparación de dicha democracia con la actual.

Por lo pronto, entonces, los dejo en la compañía de G.H. Sabine.

 

George H. Sabine

 CIUDAD-ESTADO

La mayor parte de los ideales políticos modernos – como, por ejemplo, la justicia, la libertad, el régimen constitucional y el respeto al derecho- o, al menos, sus definiciones, comenzaron con la reflexión de los pensadores griegos sobre las instituciones de la ciudad-estado. Pero en la larga historia del pensamiento político el significado de tales términos se ha modificado de modos muy diversos y hay que entenderlo siempre a la luz de las instituciones que habían de realizar esos ideales y de la sociedad en la que operaban esas instituciones. La ciudad-estado griega era tan diferente de las comunidades políticas que viven los hombres modernos, que pintar su vida social y política requiere un no pequeño esfuerzo de imaginación. Los filósofos griegos reflexionaban sobre las prácticas políticas muy diferentes de cualesquiera que hayan prevalecido de modo general en el mundo moderno y de todo el clima de opinión en el que realizaron su trabajo era diferente del nuestro. Aunque sus problemas no dejaban de tener analogías en el presente, no fueron nunca idénticos a los problemas modernos, y el aparato ético que se valoraba y criticaba la vida política difería mucho del que hoy prevalece. Para comprender de modo adecuado y exacto lo que significaban sus teorías, es necesario darse cuenta en primer lugar, aunque sea en líneas muy generales, del tipo institucionales que tenían a la vista y de lo que para el público al que se dirigían comportaba la ciudadanía –de hecho y como idea-. A este propósito, es especialmente importante el gobierno de Atenas, en parte porque es el mejor conocido, pero sobre todo porque fue objeto de especial preocupación para el más grande de los filósofos griegos.

CLASES SOCIALES

Comparada con los estados modernos, la antigua ciudad-estado era extremadamente pequeña, tanto en área como en población. Así, por ejemplo, todo el territorio de Ática no era sino un poco mayor de los dos tercios del área de Rhode Island y, por lo que respectaba a la población, Atenas era comparable a una ciudad como Denver o Rochester. Los datos numéricos son inseguros en grado sumo, pero podemos tomar como aproximadamente correcta una cifra algo superior a trescientos mil habitantes. Tal organización de un pequeño territorio dominado por una sola ciudad era típica de la ciudad-estado.

Esta población estaba dividida en tres clases principales, que era política y jurídicamente distintas. En el grado más bajo de la escala social se encontraban los esclavos, pues la esclavitud era una institución universal en el mundo antiguo. Acaso una tercera parte de los habitantes de Atenas eran esclavos. En consecuencia, la institución de la esclavitud era tan característica de la economía de la ciudad-estado como la del asalariado lo es del estado moderno. Es cierto que los esclavos no contaban políticamente en la ciudad-estado. En la política griega se da por supuesta su existencia, del mismo modo que en la Edad Media se da por descontado que hay una jerarquía feudal y que se da hoy la relación de patrono y obrero. A veces se lamentaba se suerte y a veces se defendía la institución (aunque no sus abusos). Pero el número relativamente grande de esclavos –y, sobre todo, la exageración de ese número- ha dado lugar a un mito que conduce a graves equivocaciones. Se trata de la idea que los ciudadanos de la ciudad-estado formaban una clase ociosa y de que su filosofía política era, en consecuencia, la filosofía de una clase exenta de todo tipo de trabajo lucrativo.

Esto es casi por completo una ilusión. La clase ociosa de Atenas difícilmente pudo ser mayor de lo que es la de una ciudad norteamericana de igual tamaño, ya que los griegos no eran ricos y vivían con un margen económico muy estrecho. Si tenían más ocio que los modernos, ello se debía a que se lo tomaban –su maquinaria económica no estaba ajustada de modo tan preciso como la nuestra-, cosa que les condenaba a un nivel de consumo inferior. La simplicidad y sencillez de la vida griega sería una carga pesada para el norteamericano moderno. Indudablemente, la gran mayoría de los ciudadanos atenienses tuvo que estar compuesta por comerciantes, artesanos o agricultores que vivían del producto de sus ocupaciones. No tenían otro modo de vida. En consecuencia, como ocurre en la mayor parte de los hombres de las comunidades modernas, sus actividades políticas tenían que desarrollarse en el tiempo que pudieran distraer de sus ocupaciones habituales. Es cierto que Aristóteles lamentaba este hecho y consideraba deseable que todo el trabajo manual lo realizasen los esclavos para que los ciudadanos pudieran tener el ocio que les permitiera dedicarse a la política. Pero piénsese lo que se quería acerca de la conveniencia de este ideal, no hay duda de que Aristóteles no estaba describiendo la realidad existente, sino proponiendo un cambio para la mejora política. La teoría política griega idealizó a veces una clase ociosa, y es posible que en los estados aristocráticos la clase gobernante estuviera compuesta por terratenientes y nobles, pero es totalmente falso imaginar que en una ciudad como Atenas el ciudadano-tipo fuera un hombre cuyas manos no se manchaban con el trabajo.

Dejando aparte a los esclavos, el segundo grupo importante en una ciudad griega se componía de los extranjeros residentes o metecos. En una ciudad comercial como Atenas, el número de tales personas pudo llegar a ser grande y muchas de ellas no serán transeúntes. Pero no había forma de naturalización legal y la residencia durante varias generaciones no convertía a los metecos en ciudadanos, a menos que ingresaran en esta categoría por inadvertencia o connivencia de quienes la integraban. El meteco, como el esclavo, no tomaba parte en la vida política de la ciudad, aunque era hombre libre y su exclusión no implicaba una discriminación social con él.

Finalmente, encontramos el cuerpo de ciudadanos, o sea quienes eran miembros de la polis y tenían derecho a tomar parte en su vida política. Este era un privilegio que se obtenía por nacimiento, pues el griego seguía siendo ciudadano de la polis a la que pertenecían su padres. Además, a lo que daba derecho la ciudadanía era a ser miembro de la ciudad-estado, es decir, un mínimo de participación en la actividad política o en los asuntos políticos. Este mínimo podía no ser más que el privilegio de asistir a la asamblea de la ciudad, cosa que podía tener mayor o menor importancia, según el grado de democracia que prevaleciese en aquella, o podía comprender también la capacidad de ser designado para una serie de mayor o menor cargos públicos. Así, por ejemplo, Aristóteles, teniendo presente sin duda la práctica de Atenas, considera que el mejor criterio para determinar la ciudadanía es la capacidad de actuar como jurado. El que un hombre pudiera ser designado para muchos cargos, o sólo para unos pocos, era cosa que dependía también del grado de democracia existente en la ciudad. Pero, lo que hay que resaltar es que, para un griego la ciudadanía significaba siempre esa participación, cualquiera fuese su grado. En consecuencia, la idea era mucho más íntima y menos jurídica que la idea moderna de ciudadanía. La noción moderna del ciudadano, como persona a quien se le garantiza jurídicamente ciertos derechos, la habría entendido mejor los romanos que los griegos, ya que el termino latino ius implica esta posición de derechos privados. Sin embargo, los griegos no consideraban su ciudadanía como algo poseído, sino como algo compartido, en forma análoga a lo que representa el ser miembro de una familia. Significaba que el problema, tal como lo concebían los griegos, no era conseguir para el hombre unos derechos, sino asegurarle el lugar que le correspondía. Dicho en forma ligeramente distinta, significaba que, a los ojos de los pensadores griegos, el problema político consistía en descubrir el lugar que debía ocupar cada especie o clase de hombres en una sociedad sana constituida de tal modo que pudiesen desarrollarse en ellas todas las formas significativas de trabajo social.

INSTITUCIONES POLÍTICAS

Las instituciones mediante las cuales intentaba resolver sus asuntos políticos este cuerpo de ciudadanos-miembros, pueden verse tomando el ejemplo de Atenas, que representan el tipo mejor conocido de la constitución democrática (La constitución de Clístenes, cuyas reformas se adoptaron en el año 507 a. C. Se hicieron de tiempo en tiempo algunos cambios menores, encaminados, sobre todo, aumentar el número de magistrados escogidos mediante elección y sorteo y también el número de servicios pagados, instrumentos ambos del gobierno popular, pero las reformas de Clístenes dejaron establecida la constitución de Atenas en la forma que existió durante el periodo de máximo poder de la ciudad y tal como perduró. Hubo una breve reacción oligárquica a fines de la guerra del Peloponeso, pero en el año 403 fueron restauradas las antiguas formas). Todo el cuerpo de ciudadanos varones formaban la asamblea o ecclesia, reunión a la que todo ciudadano tenía derecho a asistir desde que llegaba a la edad de vente años. La asamblea se reunía regularmente diez veces al año y había, demás, periodos extraordinarios de sesiones si la convocaba el consejo. Los actos de esta asamblea correspondían –en el mayor grado en que correspondía a las nuestras cualquiera de las instituciones del sistema- a las modernas leyes en las que encarna toda la autoridad pública del cuerpo político. Sin embargo, esto no quiere decir que en la asamblea se formulase la política ni se discutiesen efectivamente las medias adoptadas ni que se sucediera así. La democracia directa regida por todo el pueblo reunido es más bien un mito político que una forma de gobierno. Además, todas las formas griegas de gobierno (con excepción de la dictadura extrajurídica) tanto aristocráticas como democráticas comprendían algún tipo de asamblea del pueblo, aunque su participación en el gobierno fuese en realidad pequeña.

Por consiguiente, lo que es interesante en el gobierno ateniense no es la asamblea de todo el pueblo sino los medios políticos ideales para hacer que los magistrados y funcionarios fuesen responsables ante el cuerpo ciudadano y estuviesen sometidos a su control. El instrumento mediante el cual se conseguía esto era una especie de representación, aunque difería en aspectos muy importantes de las ideas modernas acerca de la representación. A lo que se aspiraba era a seleccionar un cuerpo suficientemente amplio para formar una especie de corte transversal o muestra de todo el cuerpo de ciudadanos, al cual se permitía que, en un caso dado o durante un breve periodo, actuase en nombre del pueblo. Los plazos de ejercicio de los cargos eran breves; por lo general, había una disposición contraria a la reelección; de este modo se encontraba abierto el camino para que otros ciudadanos interviniesen por un turno en la dirección de los asuntos políticos. Con arreglo a esta política los cargos de magistrados no eran desempeñados, por regla general, por ciudadanos individualmente considerados, sino por grupos de diez ciudadanos, escogidos de modo que cada uno de ellos fuese miembro de una de las tribus en que estaban divididos los ciudadanos. Sin embargo, la mayor parte de los magistrados tenían poco poder. Los dos cuerpos que formaban la clave de control popular en Atenas era el Consejo de los Quinientos y los tribunales con sus grandes jurados populares.

El modo de elección de estos cuerpos gobernantes explica el sentido en que podía decirse que representaban a todo el pueblo. Para fines de gobierno local, los atenienses se dividían en unos cien demos, o podríamos decir barrios, parroquias o distritos. Estos demos eran las unidades de gobierno local pero, en un aspecto, no eran estrictamente comparables a las unidades del gobierno local; la pertenencia a ellos era hereditaria, y aunque un ateniense se trasládese de una localidad a otra seguía siendo miembro del mismo demos. En consecuencia, aunque el demos era una localidad, el sistema no era puramente de representación local. Sin embargo, los demos tenían un cierto grado de autonomía local y ciertas obligaciones de policía de importancia bastante escasa. Además, eran la puerta por la que los atenienses entraban a la ciudadanía, ya que tenía el registro de sus miembros y todo mozo ateniense era inscripto en el a la edad de dieciocho años. Pero su función de verdadera importancia era la de presentar candidatos para los diversos cuerpos en los que se desarrollaba el gobierno central. El sistema era una combinación de elección y sorteo. Los demos elegían candidatos en número aproximadamente proporcionado a su tamaño, y la suerte designaba quienes de los incluidos en esta lista habían de desempeñar los cargos. Para la mentalidad griega, este modo de nombrar para los cargos públicos por sorteo era la forma de gobierno característicamente democrática, ya que igualaba las posibilidades de que todos tenían de desempeñarlos.

Había, sin embrago, un importante cuerpo de funcionarios atenienses que quedaba fuera de este sistema de designación por sorteo y que tenía una independencia mucho mayor que los otros. Se trataba de los diez generales escogidos por elección directa y que eran, además, reelegibles en sucesivas elecciones. En teoría, los generales eran, desde luego, meros oficiales militares, pero tenían, sobre todo en la época imperial, no solo poderes importantes en las partes extranjeras del imperio ateniense, sino también una gran influencia en las decisiones del consejo y la asamblea. En consecuencia, el cargo no era en realidad militar sino en ciertos casos un puesto político de la más alta importancia. Pericles actuó año tras año como líder de la política ateniense gracias a su cargo de general y su posición con respecto al consejo y a la asamblea se parecía mucho más a la del primer ministro de un gobierno moderno que a la de un simple comandante de tropas. Pero su poder se basaba en el hecho de llevar tras sí a la asamblea; de no haber conseguido su adhesión, ello le habría eliminado tan completamente como una votación adversa elimina hoy a un ministro responsable.

Como se ha dicho arriba, los cuerpos gobernantes verdaderamente esenciales de Atenas era el Consejo de los Quinientos y los tribunales, que tenían jurados muy numerosos. Era característico de todas las formas de ciudad-estado griega la existencia de un consejo, pero en los estados aristocráticos, como Esparta, el consejo era un senado de ancianos, elegidos de por vida y sin responsabilidades ante la asamblea. La pertenecía a tal consejo de ordinario prerrogativa de una clase gobernante aristocrática y, en consecuencia, la institución algo totalmente distinto del consejo de elección popular ateniense. El consejo Areópago era lo que quedaba de un senado aristocrático al que la democracia cada vez más vigorosa había ido recortando sus poderes. En sustancia, el Consejo de los Quinientos era un comité ejecutivo y directivo de la asamblea.

La terea efectiva del gobierno se centraba en realidad en este comité. Pero quinientos era el número todavía demasiado grande para la tramitación de los asuntos y se le reducía a un tamaño más apropiado a su función mediante el artificio favorito de la rotación de los cargos. Cada una de las diez tribus en las que estaban divididos los atenienses, daba cincuenta de los miembros del consejo y los cincuenta miembros de cada tribu actuaban durante la décima parte del plazo anual de ejercicio de cargo. Ese comité de cincuenta, junto con un consejero por cada una de las nueve tribus a las que no tocaban en aquel momento de pertenecer a él, tenía el control real y tramitaba los asuntos en nombre de todo el consejo. Se escogía por sorteo, entre los cincuenta, un presidente por cada día y a ningún ateniense podía corresponderle este honor más de un día en toda su vida. El consejo estaba encargado del importantísimo deber proponer a la consideración de la asamblea general de ciudadanos –que solo actuaba en asuntos que le presentaba al consejo- las medidas que consideraban oportunas. En la mejor época de la constitución ateniense el grupo que formulaba afectivamente las medidas era más bien el consejo que la asamblea. En época posterior, el consejo parece haberse limitado más bien a cumplir la obligación de redactar proyectos para ser debatidos en la asamblea. Además de estos deberes legislativos, el consejo era órgano ejecutivo central del gobierno. Las embajadas extranjeras solo tenían acceso al pueblo por medio del consejo. Los magistrados estaban en gran parte sometidos a su control. El consejo podía encarcelar a los ciudadanos e incluso, actuando como tribunal, condenarlos a muerte o consignar a los delincuentes a uno de los tribunales ordinarios. Tenían un control absoluto de la hacienda, la administración de la propiedad pública y los impuestos. La flota y sus arsenales estaban también sometidos s su control directo y había una multitud de comisiones y cuerpos o funcionarios administrativos adscriptos, de modo o más o menos inmediato, a sus órdenes.

Sin embargo, los grandes poderes del consejo dependían siempre de la buena voluntad de la asamblea. Decidía esta sobre los asuntos que le presentaba el consejo, promulgando las medidas legislativas, modificándolas o rechazándolas, según le parecía oportuno. Podía referirse al consejo una propuesta que tuviera su origen en la asamblea y podía aquel presentar a la asamblea una propuesta, sin recomendación. Normalmente, todas las cuestiones importantes, tales como las declaraciones de guerras, la conclusión de la paz, la formación de alianzas, la votación de los impuestos o de las medidas legislativas generales, iban a la asamblea para recibir su aprobación, pero, al menos en los mejores días de la política ateniense, no se consideraba, al parecer, que el consejo fuese un mero órgano de redacción. En cualquier caso, los decretos se aprobaban en el nombre del consejo y el pueblo.

Los miembros de los tribunales, o jurados, eran nombrados por los demos designándose una lista de seis mil ciudadanos cada año, a los que se destinaba por sorteo a los distintos tribunales y casos. Todo ciudadano ateniense de treinta años de edad podía ser designado para el desempeño de esta obligación. El tribunal era muy numeroso, pues pocas veces contaba menos de 201 miembros, por lo general tenían 501, y a veces era mucho mayor. Estos ciudadanos eran jueces y jurados, porque el tribunal ateniense carecía del aparato que acompañaba a un sistema jurídico técnicamente desarrollado. Las partes litigantes estaban obligadas a defender personalmente sus posiciones. El tribunal se limitaba a votar: primero, sobre la cuestión de la culpabilidad, y luego, si el veredicto había sido de culpabilidad, sobre la pena que había de imponerse, después de que cada una de las partes hubiera propuesto el castigo que considerase justo. La decisión de un tribunal tenía valor de cosa juzgada, porque no había sistema de apelación. Esto era perfectamente lógico, ya que la teoría de los tribunales atenienses era que el tribunal actuaba y decidía en nombre de todo el pueblo. El tribunal no era solo un órgano judicial; se concebía que, para la cuestión de que se tratase, era liberalmente el pueblo ateniense. En consecuencia, una decisión dictada por un tribunal no era de ningún modo obligatoria para cualquier otro. En realidad, los tribunales estaban coordinados en algunos aspectos con la asamblea. Tanto la asamblea como el tribunal del pueblo. De ahí que se utilizase los tribunales para asegurar el control sobre los funcionarios y sobre la misma ley

El control de los tribunales sobre los magistrados se conseguía de tres modos principales. En primer lugar, tenían un poder de examen entes de que un candidato pudiese ocupar un cargo. Podía entablarse una acción basándose en que un candidato no era persona apta para desempeñar el cargo y el tribunal podía descalificarlo. Este proceso hacía que la elección de magistrado por sorteo fuese cuestión de azar en menor grado de lo que parece a primera vista. En segundo lugar, se podía hacer que un funcionario se sometiera, al concluir el término de su mandato, a una revisión de todos los actos por él realizados y esta revisión se ventilaba también ante un tribunal. Por último, había también una auditoria especial de cuentas y una revisión del manejo de los dineros públicos hecho por todo magistrado, al final del mando de este. El magistrado ateniense, que no era reelegible y que estaba sujeto antes y después de su gestión a un examen por un tribunal compuesto de 500 o más conciudadanos elegidos por sorteo, tenía poca independencia de acción. Por lo que hace a los generales, el hecho de que se reelección les permitiese eludir la revisión explica, sin duda, en gran parte, porque fueron los más independientes de los funcionarios atenienses.

El control de los tribunales no se detenía en modo alguno en los magistrados. Se extendía a la propia ley, lo que podía darles un verdadero poder legislativo y, en casos particulares, elevarlos a una posición coordinada con la propia asamblea. En efecto, los tribunales podían juzgar no solo a un hombre, sino a una ley. De este modo una decisión del consejo o de la asamblea podía ser impugnada mediante una forma especial de acción en la que se alegaba que aquella era contraria a la norma fundamental. Cualquier ciudadano podía presentar esa queja y entonces se suspendía la entrada en vigor de la ley en cuestión hasta que decidía un tribunal. Se juzgaba la ley exactamente igual que a una persona, y una decisión adversa del tribunal la anulaba. En la práctica no había, al parecer, límites al fundamento de tal acción; bastaba con la mera alegación de que la ley de que se tratase era inconveniente. También es obvio que los atenienses consideraban el jurado como idéntico, para la finalidad del caso y en toda ocasión, a todo el pueblo.

 

Bien, Hasta aquí lo que quería compartir con ustedes. Los dejo que vayan macerando este material y la semana próxima, lo discutimos.

¡Hasta entonces!


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domingo, 12 de marzo de 2023

Gábor

Bien, queridos amigos, ya en dos ocasiones anteriores los he deleitado, ¡espero!, con dos cuentos de mi autoría. Son ellos Novissima verba, el 29 de noviembre de 2021 y Mizuki, el 3 de enero de 2022. Sin embargo, los publiqué, no tanto para exhibir mi producción literaria sino porque eran pertinentes a los temas que estaba tratando en las notas vecinas a ellos.

No es ese el caso del presente cuento que sí tiene la intención de exhibir mi producción literaria. Tiene, para mí, la llamativa característica de ser el primero que escribí y espero que no defraude sus expectativas de ustedes.

¡Que lo disfruten y hasta la próxima!

GÁBOR

La anciana ni siquiera supo que moría.

Las poderosas manos de Gábor torcieron bruscamente su frágil cuello hasta que oyó un débil chasquido, como el de un leño al crepitar sobre el fuego. Rápidamente, el jorobado sacó una bolsa que traía consigo y, sin mucho miramiento, metió el cuerpo de la anciana en su interior. Ató el extremo con una cuerda, se echó la bolsa al hombro y se alejó caminando para perderse en las sombras de la noche.

Con oscura determinación evitó las pocas granjas que encontró en el camino y lentamente enfiló sus pasos hacia la “montaña maldita”. Nadie se atrevía a acercarse a esos parajes, pero él siguió avanzando con cautela y precaución. Ya entrada la noche y al doblar un amplio recodo del camino se enfrentó con la gélida e imponente presencia de un enorme castillo.

Sin titubear, se dirigió, no a la entrada principal, sino a una solitaria pérgola hacia un costado del castillo. Las mudas gárgolas de piedra observaban quedamente su quehacer. Dejó la bolsa en el piso y se acercó al muro; buscó entre la enredadera que lo cubría hasta que dio con lo que buscaba. Presionó sobre una piedra determinada y, obedeciendo a su mandato, un pasadizo secreto se abrió frente a él. Recogió su macabra carga y prestamente desapareció por la abertura.

Ya en el interior, se dirigió directamente hacia el subsuelo, donde estaban la capilla y las mazmorras del castillo. La mortecina luz de las antorchas multiplicaba las sombras generando siniestros efectos sobre los pétreos muros. Parecía como que aún se oyeran ecos de desgarradores alaridos de dolor, de inútiles súplicas, de antiguos ayes.

Impasible, Gábor siguió su camino y enfiló hacia la capilla. Una vez adentro fue hasta el ábside, detrás del altar, y, tirando de una enorme argolla de bronce, levantó una pesada losa de granito. Con la bolsa al hombro bajó por unas estrechas escaleras de piedra y llegó hasta una espaciosa sala dominada por un impresionante sarcófago de mármol blanco con guardas de oro y una inscripción que rezaba:


Vlad Tepes
   1431 – 1476   

  Dejó la bolsa en el suelo y, con esfuerzo, corrió la pesada tapa que lo cubría. En el interior se hallaba una urna de oro que abrió rápidamente. Las cenizas de Vlad Tepes quedaron a la vista de Gábor.

Delicadamente las esparció por el fondo del sarcófago y una vez hecho esto, se volvió hacia la bolsa que contenía el cadáver de la vieja. Con presteza lo sacó del interior, desgarró sus vestiduras hasta dejarlo completamente desnudo y, con una agilidad impensada en su condición, ató sus piernas con una soga y allí metió un gancho de hierro que pendía de una roldana sobre el sarcófago. Luego tiro de la soga hasta que el cadáver quedó colgando, cabeza abajo, sobre las cenizas de Vlad Tepes. Amarró la soga a un gancho en la pared y descolgó de ella la espada curva de su amo. Con un movimiento experto abrió un profundo tajo en el cadáver de la anciana como si se tratara de un pan de manteca. Luego, con respeto, casi religiosamente, Gábor se apartó y dejó que las gotas pardo rojizas de sangre que comenzaban a manar del cadáver cayeran al interior del sarcófago.

La sucia argamasa se había consumado y la seca y huesuda mano del Conde Drácula asomó por borde del sarcófago...


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domingo, 5 de marzo de 2023

El Evangelio de Judas

 El 25 de julio de 306, estimados amigos, Flavio Valerio Constantino (272 - 337) fue proclamado emperador romano por sus tropas y gobernó exitosamente un próspero Imperio romano hasta su muerte. Se le conoce también como Constantino I, Constantino el Grande o, en la Iglesia ortodoxa, las Iglesias ortodoxas orientales y la Iglesia católica bizantina griega, como San Constantino.

Constantino

Constantino pasó a la Historia por ser el primer emperador romano que autorizó el culto cristiano. Los historiadores cristianos desde Lactancio se decantan por un Constantino que adopta el cristianismo como sustituto del paganismo oficial romano. El historiador y filósofo Voltaire, no obstante, aseguró que «Constantino no era cristiano» y «no sabía qué partido tomar ni a quién perseguir».

Después de estudiar el incremento del número de cristianos entre los siglos I a III, se ha sugerido que el edicto de Milán, con el cual detuvo la persecución de los cristianos y dio libertad de culto en el Imperio romano, no fue la causa del triunfo del cristianismo, sino una respuesta astuta de Constantino frente al crecimiento exponencial del número de cristianos en el Imperio, que habría pasado de aproximadamente 40.000 (0,07 % de la población del Imperio) en el año 150 a casi 6.300.000 (10,5 %) en el año 300.

Muchos historiadores actuales rechazan la conversión de Constantino al cristianismo y consideran, más bien, que se trató de una hábil maniobra política con la cual se legalizaba la situación de gran cantidad de ciudadanos romanos y se adquiría el status de líder muy popular.

De hecho, Constantino no sería bautizado hasta hallarse en su lecho de muerte y, hasta el final de sus días mantuvo su adoración a los dioses romanos tanto como al dios cristiano.

Constantino es conocido también por haber refundado la ciudad de Bizancio (actual Estambul, en Turquía), llamándola «Nueva Roma» o Constantinopla (Constantini-polis; la ciudad de Constantino).

Sin embargo, como buen político que era, Constantino consideró oportuno establecer claramente cual debía ser el credo en el que debían creer los cristianos y no dejar que la doctrina cristiana creciera anárquicamente. Así pues, convocó al Concilio de Nicea en 325, que produjo la declaración de la creencia cristiana conocida como el Credo de Nicea. No sería raro que los obispos allí reunidos recibieran precisas instrucciones de Constantino respecto de qué debían mantener y qué debían rechazar pues, en aquellas primeras épocas, había una gran diversidad entre lo que creía un grupo de cristianos (y en que escritos se basaban) y lo que creía otro.

Fue en este concilio donde la ortodoxia cristiana fijó cuáles eran los evangelios “aprobados” y cuáles no. Y es importante notar que había varios más.

Y así llegamos, queridos amigos, al nudo de esta nota.

¿De qué se trata?

Pues, se trata de una nota aparecida, hace unos cuatro años, en la revista National Geographic que versa sobre… ¡El Evangelio de Judas!, que, obviamente, fue uno de los que el concilio no aprobó.

Los dejó, pues, con la mencionada nota con la seguridad de atrapará su poderosa atención de ustedes (para usar la forma antigua).

 

 

  Con un leve temblor parkinsoniano en las manos, el profesor Rodolphe Kasser cogió el antiguo texto y empezó a leer en voz clara y resonante: «pe-di-a-kan-aus ente pla-nei». Las extrañas palabras eran copto, la lengua hablada en Egipto en los albores del cristianismo. Nadie había vuelto a oírlas desde que la primitiva Iglesia cristiana prohibió a sus adeptos la lectura de aquel documento.

  De algún modo este ejemplar sobrevivió, oculto durante siglos en el desierto egipcio. Finalmente fue descubierto a fines del siglo XX, para luego desvanecerse en el submundo de los traficantes de antigüedades, uno de los cuales lo abandonó durante dieciséis años en la cámara acorazada de un banco de Hicksville, en Nueva York. Cuando llegó a manos de Kasser, el papiro (una especie de papel hecho con plantas acuáticas secas) se estaba desintegrando, y su mensaje estaba a punto de perderse para siempre.

 

El cristianismo no sería el mismo sin su traidor, Judas Iscariote. Según los textos bíblicos lo vendió por 30 monedas de plata. Así lo plasmó Fra Angelico a principios del siglo XV.  

El erudito de 78 años, uno de los expertos en copto más acreditados del mundo, terminó la lectura y depositó con cuidado la hoja sobre la mesa. «Es una lengua preciosa, ¿verdad? Egipcio escrito en caracteres griegos.» Sonrió. «Es un pasaje en el que Jesús explica a los discípulos que están yendo por el mal camino». Kasser está entusiasmado con el texto, y con razón. La línea inicial de la primera página reza: «Crónica secreta de la revelación hecha por Jesús en conversación con Judas Iscariote...». Después de casi 2.000 años, el hombre más odiado de la historia vuelve a aparecer.

  Todo el mundo recuerda la historia del amigo dilecto de Jesús, uno de los doce apóstoles, que lo vendió por 30 monedas de plata, señalándolo con un beso. Después, enloquecido por el remordimiento, se ahorcó. Judas es el símbolo de la traición por excelencia. En los mataderos llaman «judas» a la cabra que conduce a los animales al degolladero. En Alemania, el registro civil puede impedir que los padres pongan el nombre de Judas a sus hijos. Los guías de la antigua iglesia de la Virgen María, conocida como la «iglesia colgante», en el barrio copto de El Cairo, señalan una columna negra que destaca entre la columnata blanca del templo: Judas, desde luego. El cristianismo no sería el mismo sin su traidor.

Una exposición llevada a cabo en la National Geographic Society de Washington mostraba todos los pormenores de la historia del Evangelio de Judas, uno de los descubrimientos religiosos más importantes de los últimos años.  

 Hay un trasfondo siniestro en las representaciones tradicionales de Judas. A medida que el cristianismo se distanciaba de sus orígenes como secta judía, los pensadores cristianos fueron encontrando cada vez más conveniente culpar al pueblo judío del arresto y la ejecución de Cristo, y presentar a Judas como el arquetipo de judío. Los cuatro Evangelios, por ejemplo, son indulgentes con Poncio Pilatos, el procurador romano de Judea, pero condenan a Judas y a los sumos sacerdotes judíos.

La «crónica secreta» nos presenta un Judas muy distinto. En esta versión, es un héroe. A diferencia de los otros discípulos, comprende verdaderamente el mensaje de Cristo. Al entregar a Jesús a las autoridades de Roma, no hace más que cumplir el mandato de su líder, plenamente consciente del destino que le espera. Jesús le advierte: «Te maldecirán».

Esta afirmación resulta suficientemente sorprendente como para levantar sospechas de fraude, algo habitual en las supuestas antigüedades bíblicas. Por ejemplo, una urna vacía de piedra caliza que, según se dijo, había contenido los huesos de Santiago, hermano de Jesús, atrajo gran cantidad de público cuando fue expuesta en 2002, pero pronto se descubrió que se trataba de una ingeniosa falsificación. 

Esta pintura mural de Leonardo da Vinci nombrada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1980 muestra a los 12 apóstoles en la Última Cena. Entre ellos se encuentra el amigo dilecto de Jesús, Judas Iscariote, que según los textos bíblicos lo vendió por 30 monedas de plata, señalándolo con un beso. Más tarde, enloquecido por el remordimiento, se ahorcó.  

Un Evangelio de Judas resulta mucho más tentador que una caja vacía, pero hasta el momento todas las pruebas realizadas confirman su antigüedad. National Geographic Society, que contribuye a financiar la restauración y la traducción del manuscrito, ha encargado a un importante laboratorio de datación por carbono 14 de la Universidad de Arizona el análisis del códice que contiene el evangelio. El análisis de cinco muestras distintas del papiro y la cubierta de cuero fijan la fecha del códice en algún momento entre los años 220 y 340 d.C. La tinta parece ser una antigua receta: una combinación de sulfato ferroso, tanino, goma arábiga y agua, mezclada con tinta de negro de humo. Además, según los expertos en copto, el evangelio contiene giros reveladores que indican que fue traducido del griego, el idioma original de la mayoría de los textos cristianos escritos durante los siglos I y II. «Todos coincidimos en situar esta copia en el siglo IV», asegura un experto. 

Otra confirmación nos llega del pasado. Hacia el año 180 d.C., Ireneo, obispo de Lyon en la Galia romana, escribió un tratado titulado Contra las herejías. El libro era un ataque feroz a todos aquellos cuyos puntos de vista sobre Jesús y su mensaje se apartaban de la ortodoxia de la Iglesia. Entre los blancos de sus críticas había un grupo que veneraba a Judas, «el traidor», y que había producido una «historia falsa», que «llaman el Evangelio de Judas». Al parecer, varios decenios antes de que se escribiera el manuscrito que Kasser tiene en sus manos, el colérico obispo ya tenía noticias del texto original griego.

Ireneo tenía un montón de herejías contra las cuales luchar. En los primeros siglos del cristianismo, lo que para nosotros es la Iglesia, que funcionaba con una jerarquía de sacerdotes y obispos, era sólo uno de los numerosos grupos inspirados en Jesús. El experto en la Biblia Marvin Meyer, de la Universidad Chapman, que ha colaborado con Kasser en la traducción del evangelio, resume aquella situación como «el cristianismo en busca de su estilo». 

En el año 313, el emperador Constantino legalizó el cristianismo con el Edicto de Milán, pero solo aceptaba a la Iglesia organizada. Aquellos herejes, cristianos que no aceptaban las doctrinas oficiales, no contaban con ningún apoyo, eran penalizados y finalmente se les prohibió que siguieran reuniéndose.  

  Seguidores de un cristianismo primitivo

Muchos de esos grupos eran gnósticos, seguidores de la misma línea del cristianismo primitivo recogido en el Evangelio de Judas.

«Gnosis significa “conocimiento” en griego –explica Meyer–. Los gnósticos creían en un principio supremo de bondad, entendida como una mente divina, más allá del universo físico. El ser humano posee una chispa de ese poder divino, pero está aislado de la divinidad por el mundo material que le rodea». Para los gnósticos, un mundo defectuoso, obra de un creador inferior y no del Dios supremo.

Mientras que los cristianos como Ireneo sostenían que sólo Jesús, el hijo de Dios, era a la vez humano y divino, los gnósticos creían que la gente corriente podía estar conectada con Dios. La salvación se alcanzaba despertando la esencia divina del espíritu humano y conectándola con Dios. Para eso se precisaba la guía de un maestro, y tal era, según los gnósticos, la función de Cristo. Aquellos que interiorizaban su mensaje podían ser tan divinos como el propio Cristo.

De ahí la hostilidad de Ireneo. «Esos grupos eran místicos –dice Meyer–. Los místicos siempre han desatado las iras de la religión institucionalizada. Oyen la voz de Dios en su interior y no necesitan sacerdotes intermediarios».

Ireneo comenzó su libro al regresar de un viaje y encontrarse a sus fieles soliviantados por un predicador gnóstico llamado Marcos, que animaba a sus iniciados a demostrar su contacto directo con la divinidad mediante profecías.


 El Evangelio de Judas

El documento fue descubierto a fines del siglo XX, pero luego pasó muchos años vagando entre traficantes de antigüedades.

 Hasta hace pocas décadas, tales doctrinas se conocían básicamente a través de las críticas hechas por líderes ortodoxos como Ireneo. Pero en 1945, cerca de la localidad egipcia de Nag Hammadi, unos campesinos hallaron dentro de una tinaja de barro un conjunto de textos gnósticos que llevaban siglos perdidos. Entre ellos había más de una docena de versiones inéditas de las enseñanzas de Cristo, incluidos los Evangelios de Tomás y de Felipe, y el Evangelio de la Verdad. Ahora tenemos el Evangelio de Judas.

En el pasado, algunas de estas versiones pudieron haber tenido mayor circulación que los cuatro Evangelios más conocidos. «La mayoría de los manuscritos o fragmentos del siglo II que hemos hallado son copia de otros libros cristianos», afirma Bart Ehrman, profesor de estudios religiosos de la Universidad de Carolina del Norte. Una faceta del cristianismo primitivo oculta desde hace tiempo está emergiendo.

La idea de que existan «evangelios» que contradigan a los cuatro canónicos del Nuevo Testamento resulta muy inquietante para algunos, como pude comprobar cuando comí con Meyer en un restaurante de Washington, D.C. «Es apasionante –exclamó–. El manuscrito explica por qué Jesús distinguió a Judas como el mejor de sus discípulos. Los otros no lo entendieron».

El restaurante se había vaciado y estábamos solos, perdidos en el siglo II, cuando el maître le entregó dubitativamente una nota a Meyer. El texto rezaba: «Dios habló a través de un libro». Al parecer, alguien sentado cerca de nuestra mesa había interpretado que Meyer ponía en tela de juicio que la Biblia fuera la palabra de Dios.

De hecho, no está claro si los autores de los evangelios –ni siquiera los de los cuatro más conocidos– presenciaron los sucesos que narran. Craig Evans, estudioso bíblico del Acadia Divinity College, de confesión evangélica, opina que los Evangelios canónicos acabaron por eclipsar a los otros. «Los primeros grupos de cristianos por lo general eran pobres. Sólo tenían medios para encargar la copia de unos pocos libros, de modo que sus miembros dirían “yo quiero el Evangelio del apóstol Juan”, y así sucesivamente –argumenta–. Los Evangelios canónicos son los que ellos mismos consideraban más auténticos». O quizá las alternativas fueron sencillamente derrotadas en la batalla del pensamiento cristiano.

El Evangelio de Judas es un vívido reflejo de la lucha librada hace mucho tiempo entre los gnósticos y la Iglesia jerárquica. Ya al inicio del texto, Jesús se ríe de sus discípulos por rezar a «vuestro dios», refiriéndose al dios demiurgo que creó el mundo. Compara a sus discípulos con un sacerdote del templo (casi con certeza una referencia a la ortodoxia de la Iglesia), a quien tilda de «maestro de falsedades» y acusa de «sembrar árboles infructíferos, en mi nombre, de manera vergonzosa». Exhorta a los discípulos a mirarlo y comprender quién es él realmente, pero ellos vuelven la vista.

El pasaje clave viene cuando Jesús le dice a Judas: «Tú sacrificarás el cuerpo en el que vivo». Esto significa, en pocas palabras, que Judas va a matar a Jesús y que así le hará un favor. «El hombre en el que vive no es Jesús en absoluto –dice Meyer–. Por fin podrá deshacerse de su cuerpo, de su parte material, liberando así al Cristo verdadero, al ser divino que existe en su interior».

El hecho de que la tarea le sea confiada a Judas es un signo de su estatus especial. «Levanta los ojos y mira la nube con luz en su interior y las estrellas que la rodean –le insta Jesús–. La estrella que indica el camino es tu estrella». Al final, Judas tiene una revelación e ingresa en una «nube luminosa». La gente en la tierra oye una voz que sale de la nube, aunque puede que nunca sepamos lo que dice, a causa de un desgarro en el papiro.

El evangelio termina bruscamente, con una breve nota en la que se cuenta que Judas «recibió algo de dinero» y entregó a Jesús a los soldados que habían ido a arrestarlo.

Para Craig Evans, este relato es una invención sin sentido escrita hace mucho tiempo. «No hay nada en el Evangelio de Judas que nos diga algo históricamente verosímil», afirma.

Pero otros estudiosos lo consideran una nueva e importante aportación al estudio del pensamiento de los primeros cristianos. «Esto cambia la historia del cristianismo en sus inicios –asegura Elaine Pagels, catedrática de religión en la Universidad de Princeton–. Nosotros no buscamos en los Evangelios información histórica, sino los fundamentos de la fe cristiana».

«Es un hallazgo muy importante –conviene Bart Ehrman–. Muchos se sentirán molestos».

Un texto que tumbaría a un cura

El padre Ruwais Antony es uno de ellos. Desde hace 27 años el venerable monje vive en el monasterio de San Antonio, un refugio aislado en el desierto oriental de Egipto. En una visita al lugar le pregunté qué la parecía la idea de que Judas hubiese entregado a Jesús actuando a petición suya, y que por lo tanto fuese un hombre bueno. Ruwais se sintió tan turbado ante esa idea que casi perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse en la puerta. Después, sacudió la cabeza con disgusto, murmurando: «Nada recomendable».

  Antes, el padre Ruwais me había llevado a la iglesia de los Apóstoles. Bajo nuestros pies se hallaban las celdas originales, sepultadas durante mucho tiempo y excavadas recientemente. Aquellas celdas habían sido construidas por el mismísimo San Antonio cuando fundó la comunidad a principios del siglo IV.

Pocos años después de aquel acontecimiento, un escriba anónimo cogió su cálamo de junco y una hoja de papiro y empezó a copiar: «Crónica secreta...». El amanuense no pudo estar muy lejos, ya que el área donde supuestamente fue hallado el códice se encuentra a 65 kilómetros al oeste. Puede que hasta fuera un monje, pues se sabe de algunos monjes que veneraban los textos gnósticos y los conservaban en sus bibliotecas.

Sin embargo, a finales del siglo IV no era muy prudente poseer ese tipo de libros. En el año 313, el emperador Constantino había legalizado el cristianismo, pero su tolerancia sólo incluía a la Iglesia organizada, sobre la cual hizo llover riquezas y privilegios, por no mencionar las exenciones de impuestos. Los herejes, cristianos que no aceptaban las doctrinas oficiales, no contaban con ningún apoyo, eran penalizados y finalmente se les prohibió que siguieran reuniéndose.

Ireneo ya había señalado los cuatro Evangelios de San Mateo, San Lucas, San Marcos y San Juan como los únicos que los cristianos debían leer, y su lista acabó por convertirse en política oficial de la Iglesia. En el año 367, Atanasio, influyente obispo de Alejandría y gran admirador de Ireneo, emitió una orden que debía ser acatada por todos los cristianos de Egipto en la que enumeraba 27 textos, entre ellos los cuatro Evangelios actuales, como los únicos libros del Nuevo Testamento que podían considerarse sagrados. La lista se mantiene hasta hoy.

No podemos saber cuántos libros se perdieron mientras la Biblia cobraba forma, pero sabemos que algunos fueron ocultados. Los libros hallados en Nag Hammadi fueron escondidos en el interior de una sólida tinaja, alta hasta la cintura, tal vez por monjes del cercano monasterio de San Pacomio. Uno de ellos habría podido esconder el Evangelio de Judas, que apareció junto con otros tres textos gnósticos.

Los documentos sobrevivieron durante siglos de guerras y catástrofes. Nadie los leyó hasta mayo de 1983, cuando Stephen Emmel, que realizaba en Roma su trabajo de posgrado, recibió la llamada de un colega pidiéndole que viajara a Suiza para analizar unos documentos coptos que una misteriosa fuente había puesto en venta. En Ginebra, Emmel y otros dos expertos fueron conducidos hasta la habitación de un hotel donde se reunieron con otros dos hombres: un egipcio que no hablaba inglés y un griego que hacía de intérprete.

«Nos concedieron una media hora para estudiar el contenido de lo que resultaron ser tres cajas de zapatos, en cuyo interior había unos papiros en-vueltos en papel de periódico –recuerda Emmel–. No nos permitieron hacer fotografías ni tomar notas». El papiro estaba empezando a desintegrarse, por lo que no se atrevió a tocarlo con las manos. Arrodillado junto a la cama, levantó cautelosamente algunas hojas con unas pinzas y entrevió el nombre de Judas. Supuso erróneamente que sería una referencia a Judas Tadeo, otro de los apóstoles, pero aun así comprendió que estaba ante una obra totalmente inédita y de gran importancia.

Uno de los colegas de Emmel pasó al cuarto de baño para negociar un trato. Emmel no estaba autorizado a ofrecer más de 50.000 dólares (42.000 euros de hoy), pero los traficantes pedían 3 millones (2,5 millones de euros), ni un centavo menos. «Era impensable pagar tanto dinero», dice Emmel, hoy profesor en la Universidad de Münster, Alemania. Emmel recuerda con pesar el «hermoso» papiro y lamenta lo mucho que se ha deteriorado desde entonces. Mientras las dos partes de la negociación almorzaban, él se escabulló y anotó frenéticamente todo lo que pudo recordar. Ésa fue la última vez que un estudioso vio el documento en 17 años.

Según los actuales propietarios del Evangelio de Judas, el egipcio de aquel hotel de Ginebra era un comerciante de antigüedades de El Cairo llamado Hanna que había comprado el manuscrito a un traficante local, que a su vez se ganaba la vida localizando piezas de ese tipo. No se sabe exactamente cómo ni dónde encontró la colección el traficante. Ahora está muerto, y sus familiares del distrito de Maghagha, a 150 kilómetros al sur de El Cairo, son extrañamente reticentes a revelar el sitio del hallazgo.

Poco después de que Hanna adquiriera el manuscrito y antes de poder sacarlo del país, toda su mercancía fue objeto de un robo. Según la versión de Hanna, los objetos robados fueron sacados ilegalmente del país y acabaron en manos de otro anticuario. Posteriormente, Hanna logró recuperar parte del botín, incluido el evangelio.

En el pasado, pocos se habrían preguntado cómo salió de su país de origen una valiosa antigüedad. Pero hoy, los países ricos en patrimonio tienen una actitud más proteccionista: prohíben la propiedad privada de piezas antiguas y controlan rigurosamente su exportación. Los compradores respetables, como son los museos, intentan asegurarse de que la procedencia de una pieza sea legítima, estableciendo que no ha sido robada ni exportada ilegalmente.

A principios de los años ochenta, cuando se produjo el robo de la colección de Hanna, ya era ilegal en Egipto poseer antigüedades sin registrar o exportarlas sin permiso oficial. No están claros los efectos de esas leyes sobre el códice, como tampoco lo está su procedencia.

Aun así, Hanna estaba decidido a sacarle el mayor beneficio posible. Los expertos en Ginebra le confirmaron que era valioso, de modo que el comerciante viajó a Nueva York en busca de un comprador con dinero de verdad. La incursión no dio los frutos esperados, por lo que el egipcio regresó a El Cairo. Pero antes de partir de Nueva York alquiló una caja de caudales en una sucursal del Citibank en Hicksville, Long Island, donde depositó el códice y otros papiros antiguos. Allí permanecieron, intactos y enmoheciendo, mientras Hanna hacía varias tentativas de venta. El precio siempre era demasiado alto.

Finalmente, en abril de 2000, cerró un trato. La compradora fue Frieda Nussberger-Tchacos, una griega nacida en Egipto que triunfó en el negocio de antigüedades tras cursar estudios de egiptología en París. Ella no está dispuesta a revelar lo que pagó, pero admite que la rumoreada cifra de 300.000 dólares (250.000 euros de hoy) «no es la correcta, pero se le acerca». Pensando que la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Manuscritos de la Universidad de Yale podía estar interesada, dejó su mercancía en manos de uno de los expertos de la biblioteca, el profesor Robert Babcock.

Al cabo de unos días, cuando salía de Manhattan para coger un avión de regreso a su casa de Zurich, el profesor la llamó al móvil. Sus noticias eran explosivas, pero lo que mejor recuerda Frieda Tchacos es su exaltación: «Me decía: “Es un material increíble; creo que se trata del Evangelio de Judas Iscariote”, pero yo sólo oía la emoción que vibraba en su voz». Únicamente más tarde, durante las largas horas de vuelo a través del Atlántico, Tchacos comenzó a asimilar que verdaderamente era la propietaria del legendario Evangelio de Judas.

Los griegos creen en el destino, o moira, y durante los meses siguientes Frieda Tchacos comenzó a sentir que su moira se había entrelazado de un modo fatídico con Judas, «como una maldición». La Biblioteca Beinecke retuvo el documento durante cinco meses, pero al final declinó comprarlo, pese al entusiasmo del profesor Babcock, sobre todo por abrigar dudas acerca de su procedencia. Así pues, Tchacos renunció a Yale y a otras prestigiosas universidades y decidió poner rumbo a Akron, Ohio, para entrevistarse con Bruce Ferrini, un ex cantante de ópera dedicado a la venta de manuscritos antiguos.

Si el rechazo de Yale había sido descorazonador para la anticuaria, el viaje a Akron resultó ser una auténtica pesadilla. «Mi vuelo desde el aeropuerto Kennedy fue cancelado y tuve que viajar desde LaGuardia en una avioneta. Tenía el material cuidadosamente guardado en cajas negras, pero no me dejaron subirlo conmigo a la cabina». Judas viajó a Ohio en la bodega. A cambio del manuscrito de Judas y otros documentos, Ferrini entregó a Tchacos un contrato de compraventa con una de sus empresas llamada Nemo, y dos cheques posdatados de 1,25 millones de dólares (un millón de euros) cada uno.

Ferrini no ha respondido a las numerosas llamadas telefónicas realizadas por National Geographic para conocer su versión de los hechos, pero algunas personas que vieron el manuscrito de Judas cuando estaba en su poder aseguran que cambió el orden de las páginas. «Quería que pareciera más completo», señala el experto en copto Gregor Wurst, que está ayudando a restaurarlo. Se estaban desprendiendo más fragmentos.

Tchacos empezó a dudar del trato a los pocos días de volver a casa. Su recelo aumentó cuando un amigo llamado Mario Roberty le recordó que nemo significa en latín «nadie».

Roberty, un ingenioso abogado suizo, conoce el mundo de los anticuarios y dirige una fundación dedicada al arte antiguo. Según dice, quedó «fascinado» por la historia de Tchacos y se ofreció gustoso a ayudarla a recuperar el manuscrito de Judas.

Los sustanciosos talones de Ferrini vencían a comienzos de 2001. Para presionarlo a devolver el códice, Roberty se alió con un crack del sector de las antigüedades, un ex marchante llamado Michel van Rijn que dirige desde Londres un influyente portal web desde el cual fustiga sin compasión a sus numerosos enemigos en el mundo de los anticuarios. Informado por Roberty, Van Rijn reveló la noticia de la existencia del evangelio y añadió que se encontraba «en las garras del comerciante de manuscritos Bruce P. Ferrini», quien estaba atravesando «graves problemas financieros». Después, con absoluta crudeza, advertía a los posibles compradores: «Si lo compran, si lo tocan... ¡se las verán con la justicia!».

Recuperación del códice de Judas

Para Roberty, reclutar a Van Rijn «fue decisivo». En febrero de 2001, Tchacos recuperó el códice de Judas y lo llevó a Suiza, donde cinco meses más tarde se reunió con Kasser.

En ese momento, declara Tchacos, Judas pasó de ser una maldición a una bendición. Mientras Kasser comenzaba a descifrar laboriosamente el significado de los fragmentos del códice, Roberty ideó una ingeniosa solución al problema de la procedencia: vender los derechos de difusión y traducción del material, prometiendo a la vez el retorno del documento original a Egipto. La fundación de Roberty, que actualmente controla el manuscrito, ha firmado un acuerdo con National Geographic Society.

Liberada de las preocupaciones de marketing, Tchacos ha empezado a hablar un poco como los místicos. «Todo está predestinado –murmura–. Yo estaba predestinada por Judas a rehabilitar su nombre».

A orillas del lago Ginebra, en la planta de arriba de un edificio anónimo, un especialista deposita con sumo esmero un diminuto fragmento del papiro en el lugar que le corresponde, y parte de una antigua frase se recupera.

Judas, renacido, está a punto de salir a la luz.


Bien, y ahora, antes de despedirme, ¡La buena nueva!:

                                           ¡¡¡NUEVO NÚMERO!!!

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Conjeturas, hipótesis, teorías.

La especulación o conjetura, es una forma filosófica de pensar para ganar conocimiento yendo más allá de la experiencia o práctica tradicion...