En el crepúsculo del siglo XIX, en 1880, nacía George
Holland Sabine (1880–1961), un profesor de filosofía estadounidense.
Suele citarse como George H. Sabine o simplemente Sabine.
Estudió en la Universidad
Cornell.
Llegó a decano de la Graduate School y vicepresidente de
Cornell.
Su fama se debe principalmente a su libro A History of Political Theory (Historia
de la teoría política),
considerada una obra de referencia en ciencias políticas, donde trata el
desarrollo de las ideas en dicha ciencia, desde Platón a los fascismos.
Pues bien, me interesa compartir con todos ustedes
un extracto de dicho libro, en el que Sabine nos muestra cómo funcionaba la
democracia griega de las ciudades-estado. En la nota de la semana que viene
aportaré los conceptos que me merecen la comparación de dicha democracia con la
actual.
Por lo pronto, entonces, los dejo en la compañía
de G.H. Sabine.
La mayor parte de los ideales políticos modernos –
como, por ejemplo, la justicia, la libertad, el régimen constitucional y el
respeto al derecho- o, al menos, sus definiciones, comenzaron con la reflexión
de los pensadores griegos sobre las instituciones de la ciudad-estado. Pero en
la larga historia del pensamiento político el significado de tales términos se
ha modificado de modos muy diversos y hay que entenderlo siempre a la luz de
las instituciones que habían de realizar esos ideales y de la sociedad en la
que operaban esas instituciones. La ciudad-estado griega era tan diferente de
las comunidades políticas que viven los hombres modernos, que pintar su vida
social y política requiere un no pequeño esfuerzo de imaginación. Los filósofos
griegos reflexionaban sobre las prácticas políticas muy diferentes de
cualesquiera que hayan prevalecido de modo general en el mundo moderno y de
todo el clima de opinión en el que realizaron su trabajo era diferente del
nuestro. Aunque sus problemas no dejaban de tener analogías en el presente, no
fueron nunca idénticos a los problemas modernos, y el aparato ético que se
valoraba y criticaba la vida política difería mucho del que hoy prevalece. Para
comprender de modo adecuado y exacto lo que significaban sus teorías, es
necesario darse cuenta en primer lugar, aunque sea en líneas muy generales, del
tipo institucionales que tenían a la vista y de lo que para el público al que
se dirigían comportaba la ciudadanía –de hecho y como idea-. A este propósito,
es especialmente importante el gobierno de Atenas, en parte porque es el mejor
conocido, pero sobre todo porque fue objeto de especial preocupación para el
más grande de los filósofos griegos.
CLASES SOCIALES
Comparada con los estados modernos, la antigua
ciudad-estado era extremadamente pequeña, tanto en área como en población. Así,
por ejemplo, todo el territorio de Ática no era sino un poco mayor de los dos
tercios del área de Rhode Island y, por lo que respectaba a la población,
Atenas era comparable a una ciudad como Denver o Rochester. Los datos numéricos
son inseguros en grado sumo, pero podemos tomar como aproximadamente correcta
una cifra algo superior a trescientos mil habitantes. Tal organización de un
pequeño territorio dominado por una sola ciudad era típica de la ciudad-estado.
Esta población estaba dividida en tres clases
principales, que era política y jurídicamente distintas. En el grado más bajo
de la escala social se encontraban los esclavos, pues la esclavitud era una
institución universal en el mundo antiguo. Acaso una tercera parte de los
habitantes de Atenas eran esclavos. En consecuencia, la institución de la
esclavitud era tan característica de la economía de la ciudad-estado como la
del asalariado lo es del estado moderno. Es cierto que los esclavos no contaban
políticamente en la ciudad-estado. En la política griega se da por supuesta su
existencia, del mismo modo que en la Edad Media se da por descontado que hay
una jerarquía feudal y que se da hoy la relación de patrono y obrero. A veces
se lamentaba se suerte y a veces se defendía la institución (aunque no sus
abusos). Pero el número relativamente grande de esclavos –y, sobre todo, la
exageración de ese número- ha dado lugar a un mito que conduce a graves
equivocaciones. Se trata de la idea que los ciudadanos de la ciudad-estado
formaban una clase ociosa y de que su filosofía política era, en consecuencia,
la filosofía de una clase exenta de todo tipo de trabajo lucrativo.
Esto es casi por completo una ilusión. La clase
ociosa de Atenas difícilmente pudo ser mayor de lo que es la de una ciudad
norteamericana de igual tamaño, ya que los griegos no eran ricos y vivían con
un margen económico muy estrecho. Si tenían más ocio que los modernos, ello se
debía a que se lo tomaban –su maquinaria económica no estaba ajustada de modo
tan preciso como la nuestra-, cosa que les condenaba a un nivel de consumo
inferior. La simplicidad y sencillez de la vida griega sería una carga pesada
para el norteamericano moderno. Indudablemente, la gran mayoría de los
ciudadanos atenienses tuvo que estar compuesta por comerciantes, artesanos o
agricultores que vivían del producto de sus ocupaciones. No tenían otro modo de
vida. En consecuencia, como ocurre en la mayor parte de los hombres de las
comunidades modernas, sus actividades políticas tenían que desarrollarse en el
tiempo que pudieran distraer de sus ocupaciones habituales. Es cierto que
Aristóteles lamentaba este hecho y consideraba deseable que todo el trabajo
manual lo realizasen los esclavos para que los ciudadanos pudieran tener el
ocio que les permitiera dedicarse a la política. Pero piénsese lo que se quería
acerca de la conveniencia de este ideal, no hay duda de que Aristóteles no
estaba describiendo la realidad existente, sino proponiendo un cambio para la
mejora política. La teoría política griega idealizó a veces una clase ociosa, y
es posible que en los estados aristocráticos la clase gobernante estuviera
compuesta por terratenientes y nobles, pero es totalmente falso imaginar que en
una ciudad como Atenas el ciudadano-tipo fuera un hombre cuyas manos no se
manchaban con el trabajo.
Dejando aparte a los esclavos, el segundo grupo
importante en una ciudad griega se componía de los extranjeros residentes o
metecos. En una ciudad comercial como Atenas, el número de tales personas pudo
llegar a ser grande y muchas de ellas no serán transeúntes. Pero no había forma
de naturalización legal y la residencia durante varias generaciones no
convertía a los metecos en ciudadanos, a menos que ingresaran en esta categoría
por inadvertencia o connivencia de quienes la integraban. El meteco, como el esclavo,
no tomaba parte en la vida política de la ciudad, aunque era hombre libre y su
exclusión no implicaba una discriminación social con él.
Finalmente, encontramos el cuerpo de ciudadanos, o
sea quienes eran miembros de la polis y tenían derecho a tomar parte en
su vida política. Este era un privilegio que se obtenía por nacimiento, pues el
griego seguía siendo ciudadano de la polis a la que pertenecían su
padres. Además, a lo que daba derecho la ciudadanía era a ser miembro de la
ciudad-estado, es decir, un mínimo de participación en la actividad política o
en los asuntos políticos. Este mínimo podía no ser más que el privilegio de
asistir a la asamblea de la ciudad, cosa que podía tener mayor o menor
importancia, según el grado de democracia que prevaleciese en aquella, o podía
comprender también la capacidad de ser designado para una serie de mayor o
menor cargos públicos. Así, por ejemplo, Aristóteles, teniendo presente sin
duda la práctica de Atenas, considera que el mejor criterio para determinar la
ciudadanía es la capacidad de actuar como jurado. El que un hombre pudiera ser
designado para muchos cargos, o sólo para unos pocos, era cosa que dependía
también del grado de democracia existente en la ciudad. Pero, lo que hay que resaltar
es que, para un griego la ciudadanía significaba siempre esa participación,
cualquiera fuese su grado. En consecuencia, la idea era mucho más íntima y
menos jurídica que la idea moderna de ciudadanía. La noción moderna del
ciudadano, como persona a quien se le garantiza jurídicamente ciertos derechos,
la habría entendido mejor los romanos que los griegos, ya que el termino latino
ius implica esta posición de derechos privados. Sin embargo, los griegos
no consideraban su ciudadanía como algo poseído, sino como algo compartido, en
forma análoga a lo que representa el ser miembro de una familia. Significaba
que el problema, tal como lo concebían los griegos, no era conseguir para el
hombre unos derechos, sino asegurarle el lugar que le correspondía. Dicho en
forma ligeramente distinta, significaba que, a los ojos de los pensadores
griegos, el problema político consistía en descubrir el lugar que debía ocupar
cada especie o clase de hombres en una sociedad sana constituida de tal modo
que pudiesen desarrollarse en ellas todas las formas significativas de trabajo
social.
INSTITUCIONES POLÍTICAS
Las
instituciones mediante las cuales intentaba resolver sus asuntos políticos este
cuerpo de ciudadanos-miembros, pueden verse tomando el ejemplo de Atenas, que
representan el tipo mejor conocido de la constitución democrática (La
constitución de Clístenes, cuyas reformas se adoptaron en el año 507 a. C. Se
hicieron de tiempo en tiempo algunos cambios menores, encaminados, sobre todo,
aumentar el número de magistrados escogidos mediante elección y sorteo y
también el número de servicios pagados, instrumentos ambos del gobierno popular,
pero las reformas de Clístenes dejaron establecida la constitución de Atenas en
la forma que existió durante el periodo de máximo poder de la ciudad y tal como
perduró. Hubo una breve reacción oligárquica a fines de la guerra del
Peloponeso, pero en el año 403 fueron restauradas las antiguas formas). Todo
el cuerpo de ciudadanos varones formaban la asamblea o ecclesia, reunión a la
que todo ciudadano tenía derecho a asistir desde que llegaba a la edad de vente
años. La asamblea se reunía regularmente diez veces al año y había, demás,
periodos extraordinarios de sesiones si la convocaba el consejo. Los actos de
esta asamblea correspondían –en el mayor grado en que correspondía a las
nuestras cualquiera de las instituciones del sistema- a las modernas leyes en
las que encarna toda la autoridad pública del cuerpo político. Sin embargo,
esto no quiere decir que en la asamblea se formulase la política ni se
discutiesen efectivamente las medias adoptadas ni que se sucediera así. La
democracia directa regida por todo el pueblo reunido es más bien un mito
político que una forma de gobierno. Además, todas las formas griegas de
gobierno (con excepción de la dictadura extrajurídica) tanto aristocráticas
como democráticas comprendían algún tipo de asamblea del pueblo, aunque su
participación en el gobierno fuese en realidad pequeña.
Por consiguiente, lo que es interesante en el
gobierno ateniense no es la asamblea de todo el pueblo sino los medios
políticos ideales para hacer que los magistrados y funcionarios fuesen
responsables ante el cuerpo ciudadano y estuviesen sometidos a su control. El
instrumento mediante el cual se conseguía esto era una especie de
representación, aunque difería en aspectos muy importantes de las ideas
modernas acerca de la representación. A lo que se aspiraba era a seleccionar un
cuerpo suficientemente amplio para formar una especie de corte transversal o
muestra de todo el cuerpo de ciudadanos, al cual se permitía que, en un caso
dado o durante un breve periodo, actuase en nombre del pueblo. Los plazos de ejercicio
de los cargos eran breves; por lo general, había una disposición contraria a la
reelección; de este modo se encontraba abierto el camino para que otros
ciudadanos interviniesen por un turno en la dirección de los asuntos políticos.
Con arreglo a esta política los cargos de magistrados no eran desempeñados, por
regla general, por ciudadanos individualmente considerados, sino por grupos de
diez ciudadanos, escogidos de modo que cada uno de ellos fuese miembro de una de
las tribus en que estaban divididos los ciudadanos. Sin embargo, la mayor parte
de los magistrados tenían poco poder. Los dos cuerpos que formaban la clave de
control popular en Atenas era el Consejo de los Quinientos y los tribunales con
sus grandes jurados populares.
El modo de elección de estos cuerpos gobernantes
explica el sentido en que podía decirse que representaban a todo el pueblo.
Para fines de gobierno local, los atenienses se dividían en unos cien demos,
o podríamos decir barrios, parroquias o distritos. Estos demos eran
las unidades de gobierno local pero, en un aspecto, no eran estrictamente
comparables a las unidades del gobierno local; la pertenencia a ellos era
hereditaria, y aunque un ateniense se trasládese de una localidad a otra seguía
siendo miembro del mismo demos. En consecuencia, aunque el demos era
una localidad, el sistema no era puramente de representación local. Sin
embargo, los demos tenían un cierto grado de autonomía local y ciertas
obligaciones de policía de importancia bastante escasa. Además, eran la puerta
por la que los atenienses entraban a la ciudadanía, ya que tenía el registro de
sus miembros y todo mozo ateniense era inscripto en el a la edad de dieciocho
años. Pero su función de verdadera importancia era la de presentar candidatos
para los diversos cuerpos en los que se desarrollaba el gobierno central. El
sistema era una combinación de elección y sorteo. Los demos elegían
candidatos en número aproximadamente proporcionado a su tamaño, y la suerte
designaba quienes de los incluidos en esta lista habían de desempeñar los
cargos. Para la mentalidad griega, este modo de nombrar para los cargos
públicos por sorteo era la forma de gobierno característicamente democrática,
ya que igualaba las posibilidades de que todos tenían de desempeñarlos.
Había, sin embrago, un importante cuerpo de
funcionarios atenienses que quedaba fuera de este sistema de designación por
sorteo y que tenía una independencia mucho mayor que los otros. Se trataba de
los diez generales escogidos por elección directa y que eran, además,
reelegibles en sucesivas elecciones. En teoría, los generales eran, desde
luego, meros oficiales militares, pero tenían, sobre todo en la época imperial,
no solo poderes importantes en las partes extranjeras del imperio ateniense,
sino también una gran influencia en las decisiones del consejo y la asamblea.
En consecuencia, el cargo no era en realidad militar sino en ciertos casos un
puesto político de la más alta importancia. Pericles actuó año tras año como
líder de la política ateniense gracias a su cargo de general y su posición con
respecto al consejo y a la asamblea se parecía mucho más a la del primer
ministro de un gobierno moderno que a la de un simple comandante de tropas.
Pero su poder se basaba en el hecho de llevar tras sí a la asamblea; de no
haber conseguido su adhesión, ello le habría eliminado tan completamente como
una votación adversa elimina hoy a un ministro responsable.
Como se ha dicho arriba, los cuerpos gobernantes
verdaderamente esenciales de Atenas era el Consejo de los Quinientos y los
tribunales, que tenían jurados muy numerosos. Era característico de todas las
formas de ciudad-estado griega la existencia de un consejo, pero en los estados
aristocráticos, como Esparta, el consejo era un senado de ancianos, elegidos de
por vida y sin responsabilidades ante la asamblea. La pertenecía a tal consejo
de ordinario prerrogativa de una clase gobernante aristocrática y, en
consecuencia, la institución algo totalmente distinto del consejo de elección
popular ateniense. El consejo Areópago era lo que quedaba de un senado
aristocrático al que la democracia cada vez más vigorosa había ido recortando
sus poderes. En sustancia, el Consejo de los Quinientos era un comité ejecutivo
y directivo de la asamblea.
La terea efectiva del gobierno se centraba en
realidad en este comité. Pero quinientos era el número todavía demasiado grande
para la tramitación de los asuntos y se le reducía a un tamaño más apropiado a
su función mediante el artificio favorito de la rotación de los cargos. Cada
una de las diez tribus en las que estaban divididos los atenienses, daba
cincuenta de los miembros del consejo y los cincuenta miembros de cada tribu
actuaban durante la décima parte del plazo anual de ejercicio de cargo. Ese
comité de cincuenta, junto con un consejero por cada una de las nueve tribus a
las que no tocaban en aquel momento de pertenecer a él, tenía el control real y
tramitaba los asuntos en nombre de todo el consejo. Se escogía por sorteo,
entre los cincuenta, un presidente por cada día y a ningún ateniense podía
corresponderle este honor más de un día en toda su vida. El consejo estaba
encargado del importantísimo deber proponer a la consideración de la asamblea
general de ciudadanos –que solo actuaba en asuntos que le presentaba al
consejo- las medidas que consideraban oportunas. En la mejor época de la
constitución ateniense el grupo que formulaba afectivamente las medidas era más
bien el consejo que la asamblea. En época posterior, el consejo parece haberse
limitado más bien a cumplir la obligación de redactar proyectos para ser
debatidos en la asamblea. Además de estos deberes legislativos, el consejo era
órgano ejecutivo central del gobierno. Las embajadas extranjeras solo tenían
acceso al pueblo por medio del consejo. Los magistrados estaban en gran parte
sometidos a su control. El consejo podía encarcelar a los ciudadanos e incluso,
actuando como tribunal, condenarlos a muerte o consignar a los delincuentes a
uno de los tribunales ordinarios. Tenían un control absoluto de la hacienda, la
administración de la propiedad pública y los impuestos. La flota y sus
arsenales estaban también sometidos s su control directo y había una multitud
de comisiones y cuerpos o funcionarios administrativos adscriptos, de modo o
más o menos inmediato, a sus órdenes.
Sin embargo, los grandes poderes del consejo
dependían siempre de la buena voluntad de la asamblea. Decidía esta sobre los
asuntos que le presentaba el consejo, promulgando las medidas legislativas,
modificándolas o rechazándolas, según le parecía oportuno. Podía referirse al
consejo una propuesta que tuviera su origen en la asamblea y podía aquel
presentar a la asamblea una propuesta, sin recomendación. Normalmente, todas
las cuestiones importantes, tales como las declaraciones de guerras, la
conclusión de la paz, la formación de alianzas, la votación de los impuestos o
de las medidas legislativas generales, iban a la asamblea para recibir su
aprobación, pero, al menos en los mejores días de la política ateniense, no se
consideraba, al parecer, que el consejo fuese un mero órgano de redacción. En
cualquier caso, los decretos se aprobaban en el nombre del consejo y el pueblo.
Los miembros de los tribunales, o jurados, eran
nombrados por los demos designándose una lista de seis mil ciudadanos
cada año, a los que se destinaba por sorteo a los distintos tribunales y casos.
Todo ciudadano ateniense de treinta años de edad podía ser designado para el
desempeño de esta obligación. El tribunal era muy numeroso, pues pocas veces
contaba menos de 201 miembros, por lo general tenían 501, y a veces era mucho
mayor. Estos ciudadanos eran jueces y jurados, porque el tribunal ateniense
carecía del aparato que acompañaba a un sistema jurídico técnicamente
desarrollado. Las partes litigantes estaban obligadas a defender personalmente
sus posiciones. El tribunal se limitaba a votar: primero, sobre la cuestión de
la culpabilidad, y luego, si el veredicto había sido de culpabilidad, sobre la
pena que había de imponerse, después de que cada una de las partes hubiera
propuesto el castigo que considerase justo. La decisión de un tribunal tenía
valor de cosa juzgada, porque no había sistema de apelación. Esto era
perfectamente lógico, ya que la teoría de los tribunales atenienses era que el
tribunal actuaba y decidía en nombre de todo el pueblo. El tribunal no era solo
un órgano judicial; se concebía que, para la cuestión de que se tratase, era
liberalmente el pueblo ateniense. En consecuencia, una decisión dictada por un
tribunal no era de ningún modo obligatoria para cualquier otro. En realidad,
los tribunales estaban coordinados en algunos aspectos con la asamblea. Tanto
la asamblea como el tribunal del pueblo. De ahí que se utilizase los tribunales
para asegurar el control sobre los funcionarios y sobre la misma ley
El control de los tribunales sobre los magistrados
se conseguía de tres modos principales. En primer lugar, tenían un poder de
examen entes de que un candidato pudiese ocupar un cargo. Podía entablarse una
acción basándose en que un candidato no era persona apta para desempeñar el
cargo y el tribunal podía descalificarlo. Este proceso hacía que la elección de
magistrado por sorteo fuese cuestión de azar en menor grado de lo que parece a
primera vista. En segundo lugar, se podía hacer que un funcionario se
sometiera, al concluir el término de su mandato, a una revisión de todos los
actos por él realizados y esta revisión se ventilaba también ante un tribunal.
Por último, había también una auditoria especial de cuentas y una revisión del
manejo de los dineros públicos hecho por todo magistrado, al final del mando de
este. El magistrado ateniense, que no era reelegible y que estaba sujeto antes
y después de su gestión a un examen por un tribunal compuesto de 500 o más
conciudadanos elegidos por sorteo, tenía poca independencia de acción. Por lo
que hace a los generales, el hecho de que se reelección les permitiese eludir
la revisión explica, sin duda, en gran parte, porque fueron los más
independientes de los funcionarios atenienses.
El control de los tribunales no se detenía en modo
alguno en los magistrados. Se extendía a la propia ley, lo que podía darles un
verdadero poder legislativo y, en casos particulares, elevarlos a una posición
coordinada con la propia asamblea. En efecto, los tribunales podían juzgar no
solo a un hombre, sino a una ley. De este modo una decisión del consejo o de la
asamblea podía ser impugnada mediante una forma especial de acción en la que se
alegaba que aquella era contraria a la norma fundamental. Cualquier ciudadano
podía presentar esa queja y entonces se suspendía la entrada en vigor de la ley
en cuestión hasta que decidía un tribunal. Se juzgaba la ley exactamente igual
que a una persona, y una decisión adversa del tribunal la anulaba. En la
práctica no había, al parecer, límites al fundamento de tal acción; bastaba con
la mera alegación de que la ley de que se tratase era inconveniente. También es
obvio que los atenienses consideraban el jurado como idéntico, para la
finalidad del caso y en toda ocasión, a todo el pueblo.
Bien, Hasta aquí lo que quería compartir con
ustedes. Los dejo que vayan macerando este material y la semana próxima, lo
discutimos.
¡Hasta entonces!
La dirección electrónica desde donde podrán bajar el nuevo número del Boletín de Novedades en la Ciencia y en la Tecnología, el 158.
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Recuerden que, la manera de operar es copiando el enlace y pegándolo en la ranura de direcciones, luego Enter.
El número 158 del Boletín trae artículos muy interesantes, como:
AGRICULTURA - Siempre nos quedarán las arañas
ASTRONOMÍA - Seis galaxias con una masa imposible para su época
BIOLOGÍA - Desvelando secretos del gusano al que le puede volver a crecer cualquier parte de su cuerpo
BIOLOGÍA - La técnica del bebé con tres padres podría crear bebés con riesgo de enfermedad grave
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NEUROLOGÍA - Expertos de Harvard alertan sobre las devastadoras consecuencias de no dormir lo suficiente
...y muchos más. ¡Disfrútenlo y hasta la próxima!
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