domingo, 19 de marzo de 2023

Del fracaso de la democracia - 3

 

En el crepúsculo del siglo XIX, en 1880, nacía George Holland Sabine (1880–1961), un profesor de filosofía estadounidense. Suele citarse como George H. Sabine o simplemente Sabine.

Estudió en la Universidad Cornell. Llegó a decano de la Graduate School y vicepresidente de Cornell.

Su fama se debe principalmente a su libro A History of Political Theory (Historia de la teoría política), considerada una obra de referencia en ciencias políticas, donde trata el desarrollo de las ideas en dicha ciencia, desde Platón a los fascismos.

Pues bien, me interesa compartir con todos ustedes un extracto de dicho libro, en el que Sabine nos muestra cómo funcionaba la democracia griega de las ciudades-estado. En la nota de la semana que viene aportaré los conceptos que me merecen la comparación de dicha democracia con la actual.

Por lo pronto, entonces, los dejo en la compañía de G.H. Sabine.

 

George H. Sabine

 CIUDAD-ESTADO

La mayor parte de los ideales políticos modernos – como, por ejemplo, la justicia, la libertad, el régimen constitucional y el respeto al derecho- o, al menos, sus definiciones, comenzaron con la reflexión de los pensadores griegos sobre las instituciones de la ciudad-estado. Pero en la larga historia del pensamiento político el significado de tales términos se ha modificado de modos muy diversos y hay que entenderlo siempre a la luz de las instituciones que habían de realizar esos ideales y de la sociedad en la que operaban esas instituciones. La ciudad-estado griega era tan diferente de las comunidades políticas que viven los hombres modernos, que pintar su vida social y política requiere un no pequeño esfuerzo de imaginación. Los filósofos griegos reflexionaban sobre las prácticas políticas muy diferentes de cualesquiera que hayan prevalecido de modo general en el mundo moderno y de todo el clima de opinión en el que realizaron su trabajo era diferente del nuestro. Aunque sus problemas no dejaban de tener analogías en el presente, no fueron nunca idénticos a los problemas modernos, y el aparato ético que se valoraba y criticaba la vida política difería mucho del que hoy prevalece. Para comprender de modo adecuado y exacto lo que significaban sus teorías, es necesario darse cuenta en primer lugar, aunque sea en líneas muy generales, del tipo institucionales que tenían a la vista y de lo que para el público al que se dirigían comportaba la ciudadanía –de hecho y como idea-. A este propósito, es especialmente importante el gobierno de Atenas, en parte porque es el mejor conocido, pero sobre todo porque fue objeto de especial preocupación para el más grande de los filósofos griegos.

CLASES SOCIALES

Comparada con los estados modernos, la antigua ciudad-estado era extremadamente pequeña, tanto en área como en población. Así, por ejemplo, todo el territorio de Ática no era sino un poco mayor de los dos tercios del área de Rhode Island y, por lo que respectaba a la población, Atenas era comparable a una ciudad como Denver o Rochester. Los datos numéricos son inseguros en grado sumo, pero podemos tomar como aproximadamente correcta una cifra algo superior a trescientos mil habitantes. Tal organización de un pequeño territorio dominado por una sola ciudad era típica de la ciudad-estado.

Esta población estaba dividida en tres clases principales, que era política y jurídicamente distintas. En el grado más bajo de la escala social se encontraban los esclavos, pues la esclavitud era una institución universal en el mundo antiguo. Acaso una tercera parte de los habitantes de Atenas eran esclavos. En consecuencia, la institución de la esclavitud era tan característica de la economía de la ciudad-estado como la del asalariado lo es del estado moderno. Es cierto que los esclavos no contaban políticamente en la ciudad-estado. En la política griega se da por supuesta su existencia, del mismo modo que en la Edad Media se da por descontado que hay una jerarquía feudal y que se da hoy la relación de patrono y obrero. A veces se lamentaba se suerte y a veces se defendía la institución (aunque no sus abusos). Pero el número relativamente grande de esclavos –y, sobre todo, la exageración de ese número- ha dado lugar a un mito que conduce a graves equivocaciones. Se trata de la idea que los ciudadanos de la ciudad-estado formaban una clase ociosa y de que su filosofía política era, en consecuencia, la filosofía de una clase exenta de todo tipo de trabajo lucrativo.

Esto es casi por completo una ilusión. La clase ociosa de Atenas difícilmente pudo ser mayor de lo que es la de una ciudad norteamericana de igual tamaño, ya que los griegos no eran ricos y vivían con un margen económico muy estrecho. Si tenían más ocio que los modernos, ello se debía a que se lo tomaban –su maquinaria económica no estaba ajustada de modo tan preciso como la nuestra-, cosa que les condenaba a un nivel de consumo inferior. La simplicidad y sencillez de la vida griega sería una carga pesada para el norteamericano moderno. Indudablemente, la gran mayoría de los ciudadanos atenienses tuvo que estar compuesta por comerciantes, artesanos o agricultores que vivían del producto de sus ocupaciones. No tenían otro modo de vida. En consecuencia, como ocurre en la mayor parte de los hombres de las comunidades modernas, sus actividades políticas tenían que desarrollarse en el tiempo que pudieran distraer de sus ocupaciones habituales. Es cierto que Aristóteles lamentaba este hecho y consideraba deseable que todo el trabajo manual lo realizasen los esclavos para que los ciudadanos pudieran tener el ocio que les permitiera dedicarse a la política. Pero piénsese lo que se quería acerca de la conveniencia de este ideal, no hay duda de que Aristóteles no estaba describiendo la realidad existente, sino proponiendo un cambio para la mejora política. La teoría política griega idealizó a veces una clase ociosa, y es posible que en los estados aristocráticos la clase gobernante estuviera compuesta por terratenientes y nobles, pero es totalmente falso imaginar que en una ciudad como Atenas el ciudadano-tipo fuera un hombre cuyas manos no se manchaban con el trabajo.

Dejando aparte a los esclavos, el segundo grupo importante en una ciudad griega se componía de los extranjeros residentes o metecos. En una ciudad comercial como Atenas, el número de tales personas pudo llegar a ser grande y muchas de ellas no serán transeúntes. Pero no había forma de naturalización legal y la residencia durante varias generaciones no convertía a los metecos en ciudadanos, a menos que ingresaran en esta categoría por inadvertencia o connivencia de quienes la integraban. El meteco, como el esclavo, no tomaba parte en la vida política de la ciudad, aunque era hombre libre y su exclusión no implicaba una discriminación social con él.

Finalmente, encontramos el cuerpo de ciudadanos, o sea quienes eran miembros de la polis y tenían derecho a tomar parte en su vida política. Este era un privilegio que se obtenía por nacimiento, pues el griego seguía siendo ciudadano de la polis a la que pertenecían su padres. Además, a lo que daba derecho la ciudadanía era a ser miembro de la ciudad-estado, es decir, un mínimo de participación en la actividad política o en los asuntos políticos. Este mínimo podía no ser más que el privilegio de asistir a la asamblea de la ciudad, cosa que podía tener mayor o menor importancia, según el grado de democracia que prevaleciese en aquella, o podía comprender también la capacidad de ser designado para una serie de mayor o menor cargos públicos. Así, por ejemplo, Aristóteles, teniendo presente sin duda la práctica de Atenas, considera que el mejor criterio para determinar la ciudadanía es la capacidad de actuar como jurado. El que un hombre pudiera ser designado para muchos cargos, o sólo para unos pocos, era cosa que dependía también del grado de democracia existente en la ciudad. Pero, lo que hay que resaltar es que, para un griego la ciudadanía significaba siempre esa participación, cualquiera fuese su grado. En consecuencia, la idea era mucho más íntima y menos jurídica que la idea moderna de ciudadanía. La noción moderna del ciudadano, como persona a quien se le garantiza jurídicamente ciertos derechos, la habría entendido mejor los romanos que los griegos, ya que el termino latino ius implica esta posición de derechos privados. Sin embargo, los griegos no consideraban su ciudadanía como algo poseído, sino como algo compartido, en forma análoga a lo que representa el ser miembro de una familia. Significaba que el problema, tal como lo concebían los griegos, no era conseguir para el hombre unos derechos, sino asegurarle el lugar que le correspondía. Dicho en forma ligeramente distinta, significaba que, a los ojos de los pensadores griegos, el problema político consistía en descubrir el lugar que debía ocupar cada especie o clase de hombres en una sociedad sana constituida de tal modo que pudiesen desarrollarse en ellas todas las formas significativas de trabajo social.

INSTITUCIONES POLÍTICAS

Las instituciones mediante las cuales intentaba resolver sus asuntos políticos este cuerpo de ciudadanos-miembros, pueden verse tomando el ejemplo de Atenas, que representan el tipo mejor conocido de la constitución democrática (La constitución de Clístenes, cuyas reformas se adoptaron en el año 507 a. C. Se hicieron de tiempo en tiempo algunos cambios menores, encaminados, sobre todo, aumentar el número de magistrados escogidos mediante elección y sorteo y también el número de servicios pagados, instrumentos ambos del gobierno popular, pero las reformas de Clístenes dejaron establecida la constitución de Atenas en la forma que existió durante el periodo de máximo poder de la ciudad y tal como perduró. Hubo una breve reacción oligárquica a fines de la guerra del Peloponeso, pero en el año 403 fueron restauradas las antiguas formas). Todo el cuerpo de ciudadanos varones formaban la asamblea o ecclesia, reunión a la que todo ciudadano tenía derecho a asistir desde que llegaba a la edad de vente años. La asamblea se reunía regularmente diez veces al año y había, demás, periodos extraordinarios de sesiones si la convocaba el consejo. Los actos de esta asamblea correspondían –en el mayor grado en que correspondía a las nuestras cualquiera de las instituciones del sistema- a las modernas leyes en las que encarna toda la autoridad pública del cuerpo político. Sin embargo, esto no quiere decir que en la asamblea se formulase la política ni se discutiesen efectivamente las medias adoptadas ni que se sucediera así. La democracia directa regida por todo el pueblo reunido es más bien un mito político que una forma de gobierno. Además, todas las formas griegas de gobierno (con excepción de la dictadura extrajurídica) tanto aristocráticas como democráticas comprendían algún tipo de asamblea del pueblo, aunque su participación en el gobierno fuese en realidad pequeña.

Por consiguiente, lo que es interesante en el gobierno ateniense no es la asamblea de todo el pueblo sino los medios políticos ideales para hacer que los magistrados y funcionarios fuesen responsables ante el cuerpo ciudadano y estuviesen sometidos a su control. El instrumento mediante el cual se conseguía esto era una especie de representación, aunque difería en aspectos muy importantes de las ideas modernas acerca de la representación. A lo que se aspiraba era a seleccionar un cuerpo suficientemente amplio para formar una especie de corte transversal o muestra de todo el cuerpo de ciudadanos, al cual se permitía que, en un caso dado o durante un breve periodo, actuase en nombre del pueblo. Los plazos de ejercicio de los cargos eran breves; por lo general, había una disposición contraria a la reelección; de este modo se encontraba abierto el camino para que otros ciudadanos interviniesen por un turno en la dirección de los asuntos políticos. Con arreglo a esta política los cargos de magistrados no eran desempeñados, por regla general, por ciudadanos individualmente considerados, sino por grupos de diez ciudadanos, escogidos de modo que cada uno de ellos fuese miembro de una de las tribus en que estaban divididos los ciudadanos. Sin embargo, la mayor parte de los magistrados tenían poco poder. Los dos cuerpos que formaban la clave de control popular en Atenas era el Consejo de los Quinientos y los tribunales con sus grandes jurados populares.

El modo de elección de estos cuerpos gobernantes explica el sentido en que podía decirse que representaban a todo el pueblo. Para fines de gobierno local, los atenienses se dividían en unos cien demos, o podríamos decir barrios, parroquias o distritos. Estos demos eran las unidades de gobierno local pero, en un aspecto, no eran estrictamente comparables a las unidades del gobierno local; la pertenencia a ellos era hereditaria, y aunque un ateniense se trasládese de una localidad a otra seguía siendo miembro del mismo demos. En consecuencia, aunque el demos era una localidad, el sistema no era puramente de representación local. Sin embargo, los demos tenían un cierto grado de autonomía local y ciertas obligaciones de policía de importancia bastante escasa. Además, eran la puerta por la que los atenienses entraban a la ciudadanía, ya que tenía el registro de sus miembros y todo mozo ateniense era inscripto en el a la edad de dieciocho años. Pero su función de verdadera importancia era la de presentar candidatos para los diversos cuerpos en los que se desarrollaba el gobierno central. El sistema era una combinación de elección y sorteo. Los demos elegían candidatos en número aproximadamente proporcionado a su tamaño, y la suerte designaba quienes de los incluidos en esta lista habían de desempeñar los cargos. Para la mentalidad griega, este modo de nombrar para los cargos públicos por sorteo era la forma de gobierno característicamente democrática, ya que igualaba las posibilidades de que todos tenían de desempeñarlos.

Había, sin embrago, un importante cuerpo de funcionarios atenienses que quedaba fuera de este sistema de designación por sorteo y que tenía una independencia mucho mayor que los otros. Se trataba de los diez generales escogidos por elección directa y que eran, además, reelegibles en sucesivas elecciones. En teoría, los generales eran, desde luego, meros oficiales militares, pero tenían, sobre todo en la época imperial, no solo poderes importantes en las partes extranjeras del imperio ateniense, sino también una gran influencia en las decisiones del consejo y la asamblea. En consecuencia, el cargo no era en realidad militar sino en ciertos casos un puesto político de la más alta importancia. Pericles actuó año tras año como líder de la política ateniense gracias a su cargo de general y su posición con respecto al consejo y a la asamblea se parecía mucho más a la del primer ministro de un gobierno moderno que a la de un simple comandante de tropas. Pero su poder se basaba en el hecho de llevar tras sí a la asamblea; de no haber conseguido su adhesión, ello le habría eliminado tan completamente como una votación adversa elimina hoy a un ministro responsable.

Como se ha dicho arriba, los cuerpos gobernantes verdaderamente esenciales de Atenas era el Consejo de los Quinientos y los tribunales, que tenían jurados muy numerosos. Era característico de todas las formas de ciudad-estado griega la existencia de un consejo, pero en los estados aristocráticos, como Esparta, el consejo era un senado de ancianos, elegidos de por vida y sin responsabilidades ante la asamblea. La pertenecía a tal consejo de ordinario prerrogativa de una clase gobernante aristocrática y, en consecuencia, la institución algo totalmente distinto del consejo de elección popular ateniense. El consejo Areópago era lo que quedaba de un senado aristocrático al que la democracia cada vez más vigorosa había ido recortando sus poderes. En sustancia, el Consejo de los Quinientos era un comité ejecutivo y directivo de la asamblea.

La terea efectiva del gobierno se centraba en realidad en este comité. Pero quinientos era el número todavía demasiado grande para la tramitación de los asuntos y se le reducía a un tamaño más apropiado a su función mediante el artificio favorito de la rotación de los cargos. Cada una de las diez tribus en las que estaban divididos los atenienses, daba cincuenta de los miembros del consejo y los cincuenta miembros de cada tribu actuaban durante la décima parte del plazo anual de ejercicio de cargo. Ese comité de cincuenta, junto con un consejero por cada una de las nueve tribus a las que no tocaban en aquel momento de pertenecer a él, tenía el control real y tramitaba los asuntos en nombre de todo el consejo. Se escogía por sorteo, entre los cincuenta, un presidente por cada día y a ningún ateniense podía corresponderle este honor más de un día en toda su vida. El consejo estaba encargado del importantísimo deber proponer a la consideración de la asamblea general de ciudadanos –que solo actuaba en asuntos que le presentaba al consejo- las medidas que consideraban oportunas. En la mejor época de la constitución ateniense el grupo que formulaba afectivamente las medidas era más bien el consejo que la asamblea. En época posterior, el consejo parece haberse limitado más bien a cumplir la obligación de redactar proyectos para ser debatidos en la asamblea. Además de estos deberes legislativos, el consejo era órgano ejecutivo central del gobierno. Las embajadas extranjeras solo tenían acceso al pueblo por medio del consejo. Los magistrados estaban en gran parte sometidos a su control. El consejo podía encarcelar a los ciudadanos e incluso, actuando como tribunal, condenarlos a muerte o consignar a los delincuentes a uno de los tribunales ordinarios. Tenían un control absoluto de la hacienda, la administración de la propiedad pública y los impuestos. La flota y sus arsenales estaban también sometidos s su control directo y había una multitud de comisiones y cuerpos o funcionarios administrativos adscriptos, de modo o más o menos inmediato, a sus órdenes.

Sin embargo, los grandes poderes del consejo dependían siempre de la buena voluntad de la asamblea. Decidía esta sobre los asuntos que le presentaba el consejo, promulgando las medidas legislativas, modificándolas o rechazándolas, según le parecía oportuno. Podía referirse al consejo una propuesta que tuviera su origen en la asamblea y podía aquel presentar a la asamblea una propuesta, sin recomendación. Normalmente, todas las cuestiones importantes, tales como las declaraciones de guerras, la conclusión de la paz, la formación de alianzas, la votación de los impuestos o de las medidas legislativas generales, iban a la asamblea para recibir su aprobación, pero, al menos en los mejores días de la política ateniense, no se consideraba, al parecer, que el consejo fuese un mero órgano de redacción. En cualquier caso, los decretos se aprobaban en el nombre del consejo y el pueblo.

Los miembros de los tribunales, o jurados, eran nombrados por los demos designándose una lista de seis mil ciudadanos cada año, a los que se destinaba por sorteo a los distintos tribunales y casos. Todo ciudadano ateniense de treinta años de edad podía ser designado para el desempeño de esta obligación. El tribunal era muy numeroso, pues pocas veces contaba menos de 201 miembros, por lo general tenían 501, y a veces era mucho mayor. Estos ciudadanos eran jueces y jurados, porque el tribunal ateniense carecía del aparato que acompañaba a un sistema jurídico técnicamente desarrollado. Las partes litigantes estaban obligadas a defender personalmente sus posiciones. El tribunal se limitaba a votar: primero, sobre la cuestión de la culpabilidad, y luego, si el veredicto había sido de culpabilidad, sobre la pena que había de imponerse, después de que cada una de las partes hubiera propuesto el castigo que considerase justo. La decisión de un tribunal tenía valor de cosa juzgada, porque no había sistema de apelación. Esto era perfectamente lógico, ya que la teoría de los tribunales atenienses era que el tribunal actuaba y decidía en nombre de todo el pueblo. El tribunal no era solo un órgano judicial; se concebía que, para la cuestión de que se tratase, era liberalmente el pueblo ateniense. En consecuencia, una decisión dictada por un tribunal no era de ningún modo obligatoria para cualquier otro. En realidad, los tribunales estaban coordinados en algunos aspectos con la asamblea. Tanto la asamblea como el tribunal del pueblo. De ahí que se utilizase los tribunales para asegurar el control sobre los funcionarios y sobre la misma ley

El control de los tribunales sobre los magistrados se conseguía de tres modos principales. En primer lugar, tenían un poder de examen entes de que un candidato pudiese ocupar un cargo. Podía entablarse una acción basándose en que un candidato no era persona apta para desempeñar el cargo y el tribunal podía descalificarlo. Este proceso hacía que la elección de magistrado por sorteo fuese cuestión de azar en menor grado de lo que parece a primera vista. En segundo lugar, se podía hacer que un funcionario se sometiera, al concluir el término de su mandato, a una revisión de todos los actos por él realizados y esta revisión se ventilaba también ante un tribunal. Por último, había también una auditoria especial de cuentas y una revisión del manejo de los dineros públicos hecho por todo magistrado, al final del mando de este. El magistrado ateniense, que no era reelegible y que estaba sujeto antes y después de su gestión a un examen por un tribunal compuesto de 500 o más conciudadanos elegidos por sorteo, tenía poca independencia de acción. Por lo que hace a los generales, el hecho de que se reelección les permitiese eludir la revisión explica, sin duda, en gran parte, porque fueron los más independientes de los funcionarios atenienses.

El control de los tribunales no se detenía en modo alguno en los magistrados. Se extendía a la propia ley, lo que podía darles un verdadero poder legislativo y, en casos particulares, elevarlos a una posición coordinada con la propia asamblea. En efecto, los tribunales podían juzgar no solo a un hombre, sino a una ley. De este modo una decisión del consejo o de la asamblea podía ser impugnada mediante una forma especial de acción en la que se alegaba que aquella era contraria a la norma fundamental. Cualquier ciudadano podía presentar esa queja y entonces se suspendía la entrada en vigor de la ley en cuestión hasta que decidía un tribunal. Se juzgaba la ley exactamente igual que a una persona, y una decisión adversa del tribunal la anulaba. En la práctica no había, al parecer, límites al fundamento de tal acción; bastaba con la mera alegación de que la ley de que se tratase era inconveniente. También es obvio que los atenienses consideraban el jurado como idéntico, para la finalidad del caso y en toda ocasión, a todo el pueblo.

 

Bien, Hasta aquí lo que quería compartir con ustedes. Los dejo que vayan macerando este material y la semana próxima, lo discutimos.

¡Hasta entonces!


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