domingo, 31 de julio de 2022

La Teoría de la Evolución. Sus precursores. Nota 2.

Bien, estimados amigos, continuamos nuestra recorrida por los personajes que sentaron las bases para que Darwin y Wallace formularan la Teoría de la Evolución. En este caso, hablaremos del Conde de Buffon, singular figura del siglo XVIII que, con su enorme entusiasmo, promoviera la discusión y el fecundo intercambio de ideas entre quienes, por ese tiempo, ya comenzaban a hacerse preguntas... 

Lo hacemos siempre bajo la guía de Maitland y Edey y su libro, La cuestión esencial.

Veamos, la ambición de Linneo, que fue grande, no admitió comparación con la del conde Buffon (1707-1788), que la superó con creces. Se dedicó a describir el mundo entero, sus orígenes y cuanto encerraba, y acabó componiendo una enciclopedia sobre la naturaleza, en cuarenta y cuatro tomos, la Histoire Naturelle, Générale et Particulaire (Historia natural, general y particular), vertida a otros idiomas tan pronto como los volúmenes aparecían. Fue la obra científica de mayor alcance y más influyente de su siglo, y con mucho la más popular, ya que combinó descripciones redactadas con elegancia con historias sobre la vida de una cantidad apabullante de plantas y animales, amén de introducir discursos sobre astronomía, edad de la Tierra y procesos vitales. Como otros, Buffon empezó a notar que las especies no estaban sometidas a inmutabilidad. Reparó en el éxito de ganaderos y cultivadores de frutos en cambiar y perfeccionar las castas, seleccionando las mejores con fines de reproducción. Observó que los colombófilos obtenían tipos fecundos y diferentes de los que había en estado natural. Resumió todo lo anterior en una declaración que merece ser subrayada:

Toda familia, así animal como vegetal, tiene idéntico origen, e incluso todos los animales proceden de uno solo, que, en la sucesión de las eras... ha producido todas las razas de los que ahora existen.

Realmente sorprende leer lo anterior, escrito casi a cien años de la aparición de Darwin. Asombrosa fue la mente de Buffon, capaz de adelantarse de modo tan pasmoso. Vio, como Malthus lo haría, que la vida se multiplicaba más aprisa que los alimentos, y que eso implicaba luchar por la supervivencia. Y también que había diferencias entre los individuos de una misma especie. Darwin amalgamaría aquellas ideas para hallar un mecanismo de evolución. Buffon jamás lo hizo, aunque rondó en los alrededores de manera en verdad fascinante. Su convencimiento creciente de que las especies no eran inmutables, le llevó a la audaz conjetura (ya mencionada) de que estuvieron probablemente emparentadas en un pretérito remoto. Comprendiendo la necesidad de éste, si las relaciones de parentela tenían que rastrearse a lo largo de un cambio parsimonioso, proporcionó un argumento. Calculó que la Tierra, caliente al comienzo, se había enfriado lo suficiente para acoger, la vida al menos 70.000 años antes; después propuso otros 70.000, al cabo de los cuales estaría tan gélida que la vida desaparecería. Las hipótesis sobre los cambios de temperatura le hicieron avanzar otro paso en forma de propuesta de solución del enigma de los fósiles: Eran ciertamente tipos extintos, y se habían extinguido a consecuencia del enfriamiento de nuestro planeta.

Por su aspiración de ordenar el universo, Buffon tuvo que convertirse en clasificador. Rechazó el sistema de Linneo, y llegó hasta la exageración de insistir que los dos nombres latinos de éste se pusieran en el dorso de los letreros de los ejemplares del Real Jardín Botánico, para no verlos. Su procedimiento de clasificación animal fue poco feliz. Jerarquizó los especímenes atendiendo a su utilidad para el hombre y comenzó con el caballo, «la más noble conquista alcanzada por los humanos». Ahora parece una tontera, pero, de todas maneras, revela con claridad el arraigo de la noción de la posición central del hombre en el cosmos..., antes de Darwin.

GEORGES-LOUIS LECLERC, CONDE DE BUFFON:
«DESCRIBIRÉ Y EXPLICARÉ TODO»

Observamos en Buffon una imaginación extraordinariamente inquieta, que intentó habérselas al mismo tiempo con demasiadas ideas esenciales. Entrechocaban unas con otras en un profundo océano vacío de información, cuya hondura se agrandaba tanto más, cuanto más cosas averiguaba Buffon. Se entreveían confusamente en las profundidades, con los bordes desdibujados y formas cambiantes, mientras se balanceaban en su mente, lejos del alcance del rayo iluminador de una teoría unificadora. Allí flotaban, a muchas brazas de las claras corrientes superficiales del pensamiento convencional: El mundo era reciente, y las especies, inmutables. Buffon creía lo opuesto: El mundo era viejo y las especies cambiaban.

La tragedia del conde fue que no se aferró a este criterio. Profesores de la Sorbona, a quienes ultrajó su herética manifestación sobre las especies antes copiada, examinaron su Histoire con detención y condensaron en catorce puntos una acusación contra él. Buffon se retractó en seguida: «Declaro que no alimenté el propósito de contradecir las Sagradas Escrituras y que creo con firmeza todo lo que dice sobre la Creación, bien en cuanto al tiempo, bien en cuanto a los hechos. Renuncio a todo lo que hay en mi libro que ataña a la formación de la Tierra, y, más en general, a todo lo que choque con la narración de Moisés.» Para calibrar con equidad a Buffon, recuérdese que era cortesano en una sociedad en que la corte era todo. Los hombres invertían sus vidas en descubrir expedientes para acercarse al trono o a los principales ministros, único modo de obtener patrocinio y privilegios. Buffon los consiguió llamando la atención de la amante del rey, madame de Pompadour, que se divertía y divertía a su señor haciendo pinitos de aficionada en el conocimiento de la naturaleza, lo que entonces se había convertido en moda de buen tono. En su salón comparecían científicos y eruditos, a quienes los elegantes de ambos sexos escuchaban, y con quienes ensanchaban los límites de sus refinados intelectos con conversaciones refinadas sobre asuntos refinados de la ciencia. Allí resplandecía Buffon, con sus elevadas especulaciones acerca del origen de la Tierra y sus absorbentes discursos sobre historias vivas de animales y plantas. Era joven, elegante, de vestimenta exquisita y palabra subyugante.

Mientras la marquesa de Pompadour estuvo en el candelero, todo fue a pedir de boca para él. La influencia de la dama le proporcionó el cargo de director del Real Jardín Botánico. Pero cuando cayó —y lo hizo de forma catastrófica ya que el soberano se cansó de ella—, Buffon se quedó sin “tutora”. Así se explica su indecorosa prisa en volver a la respetabilidad en el episodio de la acusación de la Sorbona. Tiempo después, cuando la marquesa reconquistó los favores regios, la carrera de su protegido prosiguió su trayectoria majestuosa. Fue elegido miembro de la Academia de Ciencias, el más alto honor intelectual de Francia (una vez más gracias a madame de Pompadour). Casó con la heredera de una gran fortuna y llegó a ser muy rico. Los volúmenes de su Histoire continuaron apareciendo sin interrupción, mediante el uso de un método semejante al de fabricación en cadena, con asistentes que trabajaban para él.

El transcurso de los años, a medida que se acercó el fin de su existencia, tuvo peso evidente en su obra. No cejó en sus esfuerzos ciclópeos, pero se deterioró su calidad. Nunca había sido científico escrupuloso, sino más bien persona de conocimientos y actividades enciclopédicos: Coleccionista, organizador, escritor, editor, autopropagandista, fuente de ideas y gran personaje público. Hoy hubiera sido ídolo de la televisión y las redes. Los fallos de su trabajo se mostraron cuando inteligencias científicas más rigurosas lo sometieron a crítica. Acabó por ser algo así como un monumento nacional, un cenotafio, que, por definición, no encierra sarcófago que lo justifique: Fachada magnífica e interior vacío. Sufrió un golpe aplastante cuando su adorado hijo, al que llamaba Buffonet, fracasó en la obtención de un cargo importante, clara prueba de que se había extinguido en la corte el influjo del padre. Peor aún. La linda y joven mujer de Buffonet fue seducida por el duque de Orleans, y luego por muchos otros, y se convirtió en escándalo. Pero, hasta el instante de su muerte, Buffon fue aún uno de los hombres más reverenciados de Francia. Los monarcas le visitaban. Su estatua se erigió en el Real Jardín Botánico. Las condecoraciones le cubrieron como las escamas a un pez. Rousséau, en un encuentro, besó el pavimento de su casa. A su entierro asistieron veinte mil personas. Luego, todo se trastocó. La Revolución se desencadenó al año de la muerte de Buffon. El populacho derribó su estatua, y sus restos fueron desenterrados y diseminados, en palabras de Will Durant, «por revolucionarios que no le perdonaron que fuese aristócrata, y su hijo fue guillotinado».

El hijo pronunció la última frase. Se ha olvidado a sus asesinos; en cambio, se guarda memoria de él, porque, en el momento anterior a la caída del tajo, exclamó: «Ciudadanos, me llamo Buffon.» Nada más, ni nada menos. Aquello significaba bastante para muchos franceses. Buffon nos legó su Histoire que dio a muchos la posibilidad de contemplar el mundo y las criaturas que lo habitan de un modo nuevo y osado. Que él, en su ansia de medrar, renegara convenientemente de sus proposiciones más atrevidas, no menoscaba el mérito de haberlas tenido. ni la influencia de que gozaron. El pensamiento convencional jamás sería el mismo de él.

El pensamiento convencional, tanto ordinario como científico, tuvo su centro doctrinal biológico, desde el siglo XVI al XIX, en el concepto que se conoce como la gran cadena de ser. Con él la ciencia acomodaba el mundo conocido con la Biblia que se consideraba el principio organizador de toda la vida. Era por completo estático y tenía en el meollo el acto (o actos) divino de la Creación universal. Las cosas vivas estaban engarzadas conforme a un plano superior inmutable, en una progresión lógica de formas, que iba desde los seres unicelulares más simples a los multicelulares, cada vez más complejos, para culminar en el más noble de todos: El hombre. Esta visión no necesitaba del tiempo ni tampoco de ningún cambio. Los simios seguían, en lo alto, a los humanos, y esta proximidad podía considerarse sin alarma alguna, porque no había más indicio de relación que la estampada arbitrariamente en unos y otros por el Creador. Resultaba impensable que unos pudieran descender de otros, o que tuvieran un antepasado común. ¿Cómo sería posible? Eran como eran, y siempre lo habían sido.

Aparte las sugerencias de variabilidad de Buffon, casi todos los estudiosos de la naturaleza llevaban a cabo sus investigaciones, a la sombra de la gran cadena de ser. Su lectura de la obra del conde los estimuló o disgustó en grado diverso; pero, en cualquier caso, no se sintieron impelidos a tomar sus ideas en serio, pues no se había molestado en asentarlas con argumentos y ejemplos, como se hacía en los teoremas de la geometría. Se asomaban acá y allá en su Histoire Naturelle como ocurrencias repentinas. En efecto, Buffon aporreaba y entreabría un número excesivo de puertas. Hubiera sido preciso un embate mucho más concentrado para producir brechas perceptibles en la fachada de la gran cadena de ser. Procederían en primer lugar de la geología, de un orbe en que menudearon cada vez más hombres de ojos perspicaces, que observaron la corteza terrestre y procuraron encontrar su sentido oculto.

La mayor parte de quienes llevaban a cabo tal inspección no eran científicos en la acepción que ahora posee el vocablo. Fuera de disciplinas como la astronomía, matemáticas, química y óptica —muchos de sus cultivadores gozaban del mecenazgo de reyes, que se servían de los hombres excepcionales a modo de preseas de su esplendor personal—, la ciencia apenas existió sino como forma aceptable de matar el tiempo en los siglos XVII y XVIII. No representaba algo de lo que pudiera vivir la persona ordinaria o hacia lo cual un padre bienintencionado orientase a su hijo. Por lo tanto, los interesados en lo que llegaría a ser ciencia —en particular las naturales—propendían a ser aficionados talentosos. Por lo general, fueron individuos acomodados y educados, movidos por la comprensión creciente de la complejidad del mundo, que comenzaba a ser desbrozado por las exploraciones y la tecnología. Gran parte de la ciencia auténtica estaba a la espera; aquellos hombres la forjarían. Casi todos fueron autodidactos espoleados por la curiosidad. Bastantes caballeros y párrocos rurales ingleses, de vida ordenada y con tiempo de sobra, ocuparon sus ocios con la botánica o la colección de ejemplares de toda clase, y muchos intercambiaron especímenes e información. Fueron apasionados escritores de cartas.

Uno de ellos, el reverendo John Ray (1627-1705), se convirtió en botánico experto, y hasta se anticipó a Linneo intentando crear un sistema de clasificación (muy poco refinado). Hoy día se le recuerda por sus esfuerzos para hacer cuadrar la doctrina bíblica con alarmantes granos de realidad que no coincidían con ella. Fue uno la impresión de un helecho fósil en una roca sumamente vieja. O el helecho era más antiguo que la fecha aceptada de la Creación, o su intrincado diseño se debía al capricho de las fuerzas geológicas. Luchó consigo mismo por admitir la segunda hipótesis, más el sentido común acabó por persuadirle de que aquello resultaba imposible. Más tarde, algunos tocones de un bosque desaparecido hacía mucho tiempo, enterrado en el sedimento de un estuario belga y vuelto a aflorar —¿cuántos siglos o centenares de siglos después?—, le pararon en seco. De golpe, la permanente superficie de la tierra se hizo erosiva y frágil. Los montes se alzaron y abatieron. El tiempo se dilató. Ray buscó tranquilidad en el comentario de «sea cual fuere la antigüedad de la Tierra y de los cuerpos que hay en ella, la estirpe humana es reciente».

Otro hombre se sentía acuciado por el tiempo de modo diferente. Edward Lhwyd vivía en una anfractuosa comarca de Gales, en la que los suelos de los valles se hallaban sembrados de enormes cantos rodados. No les prestó atención; siempre habían estado allí. Mas un día un gran canto rodado bajó con estrépito por la ladera montañesa. Lhwyd hizo averiguaciones y se enteró de que era el primer fenómeno de aquel género ocurrido hasta donde alcanzaba la memoria de los más ancianos de los valles. Si se necesitaba de cincuenta a cien años para que cayese una piedra, ¿cuántos tardarían en hacerlo millares de ellas? Porque, como podía comprobar, las había a miles.

 Rarezas aisladas como las descritas se acumularon poco a poco para martirio de los observadores de mente clara. Creció despacio el convencimiento de que el mundo podía ser muy viejo. Una forma de explicar aquellas anomalías, y hacer que se conformasen con la doctrina bíblica, estribaba en suponer un eslabonamiento de sucesos catastróficos, cada uno de los cuales habría causado descomposición y devastación de la superficie terrestre; el más reciente de ellos habría sido el diluvio de Noé. La teoría del catastrofismo se hizo muy popular en el siglo XVIII y se utilizó para interpretar muchas cosas anómalas. Por ejemplo, según ella, el Diluvio, torrente dislocador y absorbente, explicaba bien todos los cantos rodados de Lhwyd. Los esparció como simientes a lo largo y ancho de los valles, y en ellos siguieron hasta que Lhwyd apareció para contarlos. El que se desplomó fue el único que rodó cuesta abajo en el lapso de un milenio. Este género de razonamiento, que no satisfizo a la mente inquisitiva de unos pocos, contentó a la mayoría de la gente.

El catastrofismo conoció subdivisiones y disidentes, porque no lograba justificar todas las condiciones geológicas. Había el problema de la sedimentación, o sea el de colosales cantidades de materia terrena que la acción del agua había depositado durante asombrosas cantidades de tiempo, materia de todo género: barro, arcilla, grava, arena y más barro. Prosperó la teoría de que todos aquellos sedimentos habían ocurrido antes de que emergiera la tierra seca, cuando el cuerpo terrestre estaba cubierto por entero de una capa de agua. Los continentes aparecieron después, cuando el agua se escurrió a profundas cavernas subterráneas. Esta teoría se llamó neptunismo, derivación del nombre del dios romano del mar. Explicaba de modo plausible la sedimentación, pero no cómo o por qué desapareció el agua, o dónde se hallaban las cavernas. Como el propio Diluvio, el neptunismo se batió en retirada y el catastrofismo se robusteció.

domingo, 24 de julio de 2022

El pueblo contra Gregorio IX, Papa.

   ¡De pie, señores!

Se abre el juicio del pueblo contra Gregorio IX, Papa, por presunta contribución al desarrollo y esparcimiento de la Peste Negra en la Europa del siglo XIV. Preside la jueza Historia.

(Entra la jueza y toma asiento)

¡Pueden sentarse!

Jueza Historia: Señores abogados, ¿Listos para presentar sus alegatos?

Fiscal: Si, su señoría.

Defensor: Si, su señoría.

Jueza Historia: Proceda entonces, señor fiscal.

 

Fiscal: ¡Gracias, su señoría! Bien, el 13 de junio de 1233, señores del jurado, el Papa Gregorio IX alumbró la primera bula de su papado: La Vox in Rama. La bula surgió en respuesta a los informes de cultos satánicos en Alemania por parte del gran inquisidor de la zona, Conrado de Marburg. Vox, o “Voz en Rama”, en honor a la ciudad de Ramah en la antigua Judá, exhortó a los arzobispos Mainz y Hildesheim a que prestaran todo su apoyo a Conrado en sus esfuerzos por erradicar el culto y sus adherentes. Sin embargo, también fue una legislación notable en otro sentido, ya que Vox fue la primera bula papal en asociar el gato con la brujería.

Como lo escuchan, señores del jurado, la Vox describió los rituales depravados del culto satánico en detalle, retratando al diablo adorado por las brujas como una figura sombría mitad gato y mitad hombre. Esto acarreó un efecto a largo plazo que fue remodelar la visión del gato en la sociedad europea en general, transformándolo de un animal sagrado pagano en un agente del infierno.

Una bruja y su gato. Cuentos extraños, Vol 36. Dominio público. Wikimedia Commons

Desde Bastet, diosa egipcia de la armonía, representada como un gato o bien, una mujer con cabeza de gato, hasta Freya, diosa nórdica cuyo carruaje es empujado por felinos domésticos, durante la Antigüedad la humanidad encontró en el gato a un aliado poco común que, si bien no poseía características específicas como otros animales de trabajo domesticados previamente, su presencia y carácter depredador resultaba eficaz para ahuyentar a los roedores y otros animales pequeños que amenazaban con comer o contaminar las cosechas de granos.

Sin embargo, a partir del siglo XII la relación entre gatos y humanos cambió radicalmente. Con el cristianismo como pensamiento dominante, la noción de que todos los seres vivos estaban creados por y para servir a Dios y que podían ser utilizados por el hombre era ampliamente aceptada; sin embargo, los felinos no entraban en tal definición: Se trata de animales semisalvajes que mantienen un carácter independiente. No están dispuestos a seguir órdenes ni cuentan con la zalamería típica de los perros, el ejemplo de animal doméstico por antonomasia.

Esta naturaleza, definida como altiva y desinteresada llevó a generar serias dudas sobre su comportamiento, en especial cuando el sistema moral de la época, modelado por el cristianismo, exigía ascetismo y obediencia, mientras las relaciones económicas feudales, con base en el vasallaje, se basaban en el servilismo y la lealtad de los siervos hacia los señores feudales. El temperamento propio de los gatos fue interpretado a partir de estos principios y sumó a la visión que más tarde habría de convertirse en una catástrofe para su población: «Esto provocó una especie de tensión conceptual. Si bien el gato posee las características de un buen cazador, es útil, “pero, permanece domesticado de manera incompleta”. Los herejes también –en un sentido metafórico– no están completamente domesticados, ya que desafían el pensamiento ortodoxo y vagando libremente aquí y allá en su interpretación de las creencias religiosas, asemejándose a la definición de salvajismo incluida en los bestiarios. Simbólicamente, los gatos podrían ser el animal herético por excelencia».

Expulsados de conventos y monasterios donde antes eran bien recibidos, expulsados de los centros urbanos, en especial si eran negros, los gatos comenzaron a aparecer frente a los ojos del europeo medieval como intrusos, seres no deseados que representaban herejía y desobediencia –la misma que dentro de la fe cristiana, pretende el diablo para alejarse de las enseñanzas de Dios–. La bula papal de Gregorio IX, señores del jurado, marcó oficialmente el inicio de la caza de gatos. En palabras de Abigail Tucker en su investigación sobre la domesticación e historia felina:

«En 1223, el papa Gregorio IX escribió Vox in rama, una bula papal que describe orgías de brujas confraternizando con Lucifer disfrazado de gato negro. Aunque el documento también implicaba ranas y patos, un prejuicio antifelino barrió Europa y un incontable número de gatos fueron posteriormente cazados y ejecutados bajo sospecha de brujería».

El beso obsceno, grabado en madera de la edición de 1608 del Compendium Maleficarum. Dominio público. Wikimedia Commons

Esta idea fue replicada por distintas autoridades eclesiásticas en las décadas posteriores, hasta implantarse en el imaginario colectivo y dar forma a una persecución constante contra los felinos domésticos, al menos en los dos siglos subsecuentes. A modo de ejemplo, Guillermo de Auvernia, Obispo de París en 1230 no dudó en afirmar que «Lucifer puede aparecer ante sus adoradores bajo la forma de un gran gato negro…»,

Nadie puede decir con certeza cuántos gatos fueron asesinados por la asociación que hizo Vox in Rama entre ellos y la brujería. Sin embargo, el historiador Donald Engel cree que Vox actuó como una sentencia de muerte para el gato. De hecho, la creencia de que torturar o matar gatos podía romper hechizos continuó en el norte de Europa. El Fastelavn de Dinamarca que se llevó a cabo al comienzo de la Cuaresma se basó en la premisa de que para que comenzara la primavera, el mal tenía que ser desterrado. Ese mal llegó a ser pulcramente personificado en forma de gatos negros que fueron golpeados hasta la muerte para purgar la nueva temporada de malos espíritus.

En otras partes de Europa, el legado de la matanza de gatos se convirtió en prácticas populares. La quema de gatos se convirtió en un pasatiempo medieval favorito en Francia, donde los gatos eran suspendidos sobre el fuego en jaulas o rociados y prendidos fuego, incluso perseguidos en llamas por las calles por cazadores de gatos. En Ypres, Bélgica, era costumbre arrojar gatos desde el campanario de las iglesias locales y luego prenderles fuego durante el festival de los gatos o Kattenstoet. Esta práctica cruel continuó hasta 1817, aunque el Kattenstoet continúa hasta el día de hoy, involucrando gatos disecados en su lugar.

Si bien no hay evidencia de que los gatos en la Inglaterra medieval fueran perseguidos, sus habilidades para cazar ratones fueron comparadas con la habilidad del diablo para atrapar almas. Así, el comerciante del siglo XV William Caxton comentaba que “el diablo juega a menudo con el pecador, como el gato lo hace con el ratón”.

Como pueden ver, señores miembros del jurado, esta demonización condujo a la persecución violenta y generalizada de los gatos, los negros en particular. Y esta persecución fue tan salvaje que algunos eruditos creen que para el año 1300, el número de gatos en Europa se había reducido lo suficiente como para evitar que mataran ratas y ratones de manera eficiente, permitiendo así que se propagara la peste bubónica, ya que, una vez que los felinos fueron ahuyentados, sucedió la proliferación de su inmediato inferior en la cadena alimenticia: La rata negra, especie que a su vez carga consigo la pulga, vector natural de transmisión de la Peste Negra hacia los humanos, la Yersinia pestis, la pandemia cuyo primer brote surgió un siglo después de la bula papal de Gregorio IX (1346) y acabó con algo más de 50 millones de personas en todo el mundo medieval.

Queda claro, entonces, señores del jurado, que el descenso de la población felina influyó poderosamente en la proliferación de la Peste Negra, la mortal enfermedad que cambió la forma de concebir el mundo durante el Medioevo.

Por este motivo, los exhorto a emitir el veredicto de culpabilidad para este procesado.

¡He dicho, su señoría!

 

Jueza Historia: Bien, tiene la palabra el abogado defensor.

 

Defensor: ¿El papa Gregorio IX mandó masacrar gatos y por eso sucedió la peste? ¡Ja, permítanme que ría, señores del jurado! Muchos sitios web posmodernistas que alardean de tener un “conocimiento histórico” solo realizan una desinformación y difamación contra la Iglesia, siempre apelando al sentimentalismo. En esta ocasión vamos a derribar ese mito de “La iglesia persiguió a los gatos y por eso sucedió la pandemia de la peste” y mostrar por qué está lleno de anacronismos, conjeturas y mucha imaginación.

1.- Mito número uno: “La peste se extendió por Europa ya que no había gatos” creo que cualquier persona seria, fuera de sentimentalismos y con un poco de conocimiento histórico, tiene la suficiente capacidad intelectual para no comprar esta idea errónea de que “La peste se expandió porque no había gatos” y esta idea es errónea por el hecho de que la peste fue usada como arma biológica por los tártaros en su asedio militar a Kaffa. En 1348 y 1349 el notario genovés Gabriele de Mussi relataba como los tártaros usaban los cadáveres de su gente que fue infectada y como los arrojaban sobre la ciudad, también como infectaban los canales y los arrojaban al mar. Fueron los tártaros quienes primeramente propagaron la infección usando los cadáveres de sus propios soldados para infectar a los italianos, también cabe mencionar que la mayoría de las personas no morían por picadura de pulga, esto es ridículo, sino que la enfermedad de transmitía por medio del aire infectado por la tos y los estornudos de las personas que poseían la enfermedad, si bien es cierto que las pulgas eran portadoras de la enfermedad, solo una minoría de personas fue infectada por estos parásitos, en conclusión: Aquí derribamos una parte del mito, el cual consiste en creer que las ratas no eran depredadas por los gatos y por ende sus pulgas “propagaban la enfermedad”.

2.- En el punto número dos veremos las entrañas del mito y nos vamos a dirigir exactamente a los tiempos del Papa Gregorio IX pero… ¿Qué fue lo que él hizo? El papa Gregorio IX redactó una bula papal en contra de una secta localizada en Marburgo, su bula Vox in Rama menciona cómo la secta de Marburgo, en su ritual de iniciación, utilizaban un sapo sobre la persona iniciada, también se utilizaban patos o gansos, luego un hombre buscaría que el iniciado se olvidara de su fe católica, posteriormente se incluyó un gato, el cual debía caminar hacia atrás con la cola erguida para que el iniciado y el líder le besaran el ano, para posteriormente completar el ritual e iniciar una orgía donde serían visitados por alguien descrito como mitad humano y mitad gato.

Como podemos observar en lo ya mencionado, no hay ninguna mención donde el papa Gregorio IX mande a exterminar gatos, tampoco existe ningún tipo de evidencia arqueológica de una “masacre de gatos” durante la peste negra. También cabe mencionar que la localización y el año de ambos sucesos, vox in rama y la peste negra, no tienen ningún tipo de relación; en el caso de vox in rama era una bula papal dirigida a una localidad de Alemania en específico y era para el inquisidor Conrad von Marburg el cual tenía la tarea de cerrarle el paso a las herejías albigenses, todo esto sucedió en el año 1233. Mientras que la peste negra llegó a Europa por África, como ya he dicho, de Etiopía, ciudad de Kaffa, la cual era un dominio italiano, la peste llegó por medio de una infección de las aguas y de la contaminación por medio de cadáveres al dominio italiano de Kaffa y estamos hablando del año 1348, por lo cual estamos hablando de 115 años después de la Bula papal, en otra parte del mundo y que no tiene ningún tipo de conexión con los gatos, recordemos que la enfermedad se esparció por el aire, no hay ningún tipo de evidencia que conecte a la bula Vox in rama con la peste negra, esto de nuevo es parte de la imaginación colectiva de internet.

Queda claro, entonces, señores del jurado, que, ni el Papa Gregorio ni su bula Vox in Rama pueden vincularse con la aparición y esparcimiento de la peste negra en Europa. Por este motivo, pido la absolución de mi defendido.

He dicho, su señoría.

 

Jueza Historia: Bien, señores del jurado, pueden retirarse a la sala de conferencias para emitir el veredicto.

domingo, 17 de julio de 2022

¿Adónde vas, país rico?

 

Hoy, estimados amigos, quiero ofrecer la tribuna de este blog a Martín Lagos, economista (UCA) y socio de ACDE, exvicepresidente del Banco Central de la República Argentina, para publicar una nota suya del 15 de febrero de 2020 que, por sus contenido explicativo e histórico, considero de mucho interés.

Sería, sin duda, muy enriquecedor que ustedes, doctos amigos, adornaran esta nota con sus comentarios al respecto. Quedaré a la espera de ellos.

¡Hasta la próxima!

¿Adónde vas, país rico?


Consejo Académico, Libertad y Progreso. http://www.elretrasodelaargentina.com/

febrero 15, 2020 11:46 am by: Martín Lagos A+ / A-

¿Es la Argentina el mejor país del mundo? No. ¿Es el peor? Tampoco. Hay evidencia de que estamos en el medio del pelotón y que todavía se vive mejor que en muchos lugares. Pero también hay evidencia que desde algún momento del siglo XX – que se puede ubicar a mediados de la década de 1930, pero con más nitidez a partir de 1943 – venimos perdiendo posiciones respecto de muchas economías, así como que, ya en este siglo XXI, un tercio de la población vive debajo de la línea de pobreza.

Describiendo la dinámica de las sociedades, el padre Rafael Braun decía lúcidamente: “La retaguardia marca el ritmo, la vanguardia marca el rumbo”. Veremos como el “mito del país rico” hizo que nuestras vanguardias, algo desaprensivas antes de 1930, erraron el rumbo a partir de ese año y más aún después de 1943. Y también como, tras tantas décadas de retraso, nadie le dice a la retaguardia que lo del país rico era un mito y que solo se crece y se crea riqueza con trabajo y ahorro… Con mucho trabajo y con mucho ahorro.


El mito del país rico

Se trata de un mito que puede significar cosas muy distintas para diversas personas, pero la noción más común es que en estas tierras el crecimiento económico, la creación de riqueza y la erradicación de la pobreza serían fáciles de alcanzar sin esfuerzos extraordinarios. Ningún presidente de la Nación, ni de ahora ni de antes, ganó una elección hablando de la necesidad de sacrificio y privaciones. Siempre se ganó con la promesa del país rico y del bienestar que caería sobre la población “si me votan a mí”. Analizar el origen de este mito es importante porque mientras no surja una dirigencia (una vanguardia) que nos desmitifique y nos ubique en nuestras reales posibilidades, nunca seremos capaces de torcer el rumbo.

Este mito se originó casi desde el comienzo de nuestra colonización. Si bien quienes llegaron al Rio de la Plata con Juan de Solís, Sebastián Gaboto o Pedro de Mendoza no la pasaron nada bien ni hallaron oro ni plata, los que algunas décadas más tarde llegaron con Juan de Garay se encontraron con una inmensa llanura, poblada – casi como un yacimiento inagotable – de miles de cabezas de ganado en constante reproducción. Fue esta sorprendente abundancia inicial de caballos y de carne de vaca, bienes nada baratos en la Europa contemporánea y obtenibles aquí con poco esfuerzo, lo que ya en el siglo XVI dio origen al famoso mito del país rico, aunque esos colonos debieran morar inicialmente en modestas viviendas de barro (en comparación con las sólidas construcciones que caracterizaban a Europa) y pasar por toda clase de privaciones, salvo hambre…

En los siglos siguientes (XVII y XVIII) el mito tuvo fundamentos más sólidos que la mera abundancia de ganado vacuno: Exportando cueros, tan abundantes y fáciles de obtener como la carne del ganado cimarrón, fue posible importar – por derecha o de contrabando – los bienes que no se hallaban en las pampas. También lo posibilitó el arreo de enormes rodeos de mulas que bien se pagaban en plata en las provincias altoperuanas y en el Perú. Algo después se agregó la exportación de carne salada y ni hablar en las décadas finales del siglo XIX, cuando organizado el país en torno a la Constitución alberdiana, extinguido el peligro de los malones y ampliada la frontera agropecuaria, la llegada de capitales e inmigrantes y la irrupción del ferrocarril, la navegación a vapor y la técnica del frio, transformaron al país en uno de los principales exportadores mundiales de carnes, lanas y granos, llevando el ingreso per cápita a valores cercanos o incluso superiores a los de economías más desarrolladas.

A mayor éxito y abundancia de alimentos, más se iba enraizando el mito del país rico. Y de una u otra manera, el mismo fue haciendo crecer una confianza ilimitada, casi irresponsable –¿hasta teñida de cierta indolencia?– respecto del futuro: Si todo venía tan bien ¿para qué pensar en cambiar el rumbo de una economía insertada en el comercio internacional?

No se trata de que nuestros antepasados habrían trabajado poco o que no habrían tenido inquietudes. Además de la cuota de vagos o indolentes que la habrá habido como en toda época y lugar, el mito del país rico significó (y significa) que junto al jinete que enlazaba hacienda cimarrona, al gaucho que más tarde arrió enormes rodeos, al chacarero o arrendatario que aró y cosechó miles de hectáreas, al peón trabajador que extendía miles de kilómetros de vías férreas, al estibador que cargaba bolsas al hombro, al emprendedor que instaló un almacén de ramos generales, al propietario que vivía de sus rentas, o incluso a las mentes brillantes como Alberdi, Sarmiento, Avellaneda o Pellegrini, capaces de detectar, denunciar y tratar de corregir las debilidades o aspectos más defectuosos de la sociedad, junto a todos ellos, en esa misma sociedad pujante, se fue extendiendo la noción de que era posible – y hasta había derecho – a vivir con holgura y con perspectivas ilimitadas de progreso. No que no hubiera pobres en la tierra, pero que al no tratarse de una pobreza debida a la falta o a la carestía de alimentos, sería más o menos fácil de erradicar.


La vanguardia frente a los estragos de la Gran Guerra y de la crisis del 30: Efectos económicos y políticos

La guerra mundial que se extendió entre 1914 y 1918, los traumáticos ajustes de la posguerra, la revolución rusa de 1917 y la crisis financiera desatada en los Estados Unidos en octubre de 1929, que al extenderse a escala global pasó a la historia como la crisis del año 30, provocaron suficientes convulsiones y disrupciones en la política y en los mercados mundiales como para poner freno a larga prosperidad de la economía argentina. Entonces, si bien en algunos sectores de la vanguardia surgieron voces clamando por cambios de rumbo, ni en ella, ni en la retaguardia habría de ceder el mito del país rico.

Tanto en materias fiscal y monetaria, como de comercio exterior, entre 1916 y 1930 los gobiernos de la Unión Cívica Radical llevaron a cabo políticas moderadas o mesuradas que permitieron a nuestro país experimentar una llamativa recuperación. Pero las crisis experimentadas y las amenazas insurreccionales de la extrema izquierda provocaron tanto aquí como en muchas otras partes del mundo un auge de sentimientos nacionalistas, estatistas y antiliberales, que ponían en duda o cuestionaban la sabiduría o la viabilidad del orden político democrático basado en la competencia electoral de partidos, el orden económico del comercio internacional abierto y la prevalencia de los mercados sobre la intervención estatal.

El 6 de septiembre de 1930 nuestra vanguardia avaló un brusco cambio de rumbo en lo institucional al cohonestar el derrocamiento de un presidente al que, más allá de merecer muchas críticas, no se lo podía acusar de violentar los derechos individuales. Y a fines del año siguiente se introdujo un significativo cambio en el rumbo económico. De la mano del nacionalismo elitista de las facciones militares de José Félix Uriburu y Agustín P. Justo y del pensamiento de Federico Pinedo y Raúl Prebisch, se aplicó un control de cambios (o doble mercado) que al encarecer las importaciones y deprimir los precios de los alimentos y demás producción exportable, hizo crecer una amplia gama de actividades manufactureras de cabotaje.

Es claro que, para haber recorrido el camino alternativo, el de una industria esencialmente exportadora y no meramente sustitutiva de importaciones, habría hecho falta no solo la prevalencia (al menos inicial) de un tipo de cambio más alto (y por lo tanto, un salario real más bajo), sino también la existencia de una vanguardia (empresarios industriales, pero también gobernantes, financistas y sindicalistas) con vocación de salir del mercado interno y competir por los mercados del mundo. En otras palabras, debió haber existido un emprendedorismo, un espíritu emprendedor liberal, bien “alberdiano”, espíritu que en la década de 1930 se daba de puntas con las ideas y las cosas que se hacían de otras partes del mundo.

Lo cierto es que la evidencia estadística muestra claramente como a partir de 1934/35 el crecimiento de la Argentina comienza a rezagarse respecto del grupo de países más desarrollados, retraso que se hace más notable tras la 2da guerra, cuando las economías destruidas de Europa y Asía se recuperaron velozmente de la mano de un comercio internacional vibrante (ver cifras más abajo).

La historia probó también que al no generar una industria con escala y estándares que le permitiera exportar y competir en el mundo, la política de mera sustitución de importaciones dio paso a una estructura productiva desequilibrada y vulnerable: Una industria que generaba mucho menos divisas que las que demandaba para importar sus equipos, materias primas y combustibles, y un agro y otras actividades exportadoras desincentivadas y castigadas por las políticas oficiales. En homenaje a la verdad hay que señalar que Federico Pinedo advirtió este problema ya a comienzos de la década de 1940.

Pinedo advirtió principalmente sobre los aspectos económicos de la estructura resultante del rumbo seguido desde 1930/31, pero mientras esto pasaba, ocurría también un importante cambio sociológico y político: el surgimiento de una coalición urbana entre los gremios de trabajadores y el nuevo empresariado industrial mercado-internista que fueron creciendo al amparo de la política de sustitución de importaciones y su secuela anti-exportadora.


1943: La vanguardia es copada por el nacionalismo populista

El 4 de junio de 1943 entra en escena el coronel Juan D. Perón, un personaje que se revelaría como un hábil caudillo en el manejo de la demagogia. Formado en las ideas del nacionalismo elitista propio de los fascismos, pronto descubrió que revirtiendo su nacionalismo al populismo y al anti-elitismo se podía granjear el apoyo de buena parte de la retaguardia y de la surgente coalición urbana de trabajadores y empresarios mercado-internistas. Explotó el mito del país rico, pero le agregó el latiguillo de que si la retaguardia no lo era tanto, era por culpa de una “oligarquía vacuna” aliada con imperialismos externos, y otros slogans por el estilo.

El rumbo elegido por la vanguardia en la década de 1930 pudo haber tenido justificaciones en las circunstancias del mundo en aquellos años: nacionalismos, conflictos comerciales, bilateralismo, devaluaciones competitivas, proteccionismo en otros países o imperios y hasta la conflagración bélica de la 2da guerra mundial. Además, al dar empleo a los trabajadores desocupados del campo que migraban a las ciudades, este rumbo agradó a las jerarquías religiosas que, resurgidas de la mano de un nacionalismo que reivindicaba la “catolicidad” de la Nación, solían ver con malos ojos el orden económico global regido por las potencias anglosajonas de raíz protestante.

La tragedia para la Argentina fue que el peronismo profundizó el rumbo hacia la autarquía y contra el comercio internacional en un contexto en el cual aquellas justificaciones externas iban desapareciendo. En efecto, en la segunda posguerra, de la mano del multilateralismo del GATT (luego OMC) y del FMI, el mundo desarrollado fue gradualmente liberando el comercio y desembarazándose de los controles de capitales.

Mucho de lo prometió lo cumplió a marcha forzada y sin reparar en costos, sobre todo a mediano y largo plazo. Hizo hacer aprobar una legislación de sindicato único a medida de los jefes gremiales, pudo ampliar la cobertura previsional a costa de aumentar los costos laborales, hizo aprobar el voto femenino, nacionalizó los servicios públicos usando las reservas internacionales acumuladas durante la guerra mundial y creando sobrepobladas, deficitarias e ineficientes empresas del Estado. Expandió innecesariamente la burocracia estatal y el gasto estatal. Profundizando la política cambiaria y aduanera hostil al campo mantuvo bajos los precios de los alimentos mejorando el poder de compra de los obreros. Y pudo aumentar salarios nominales compensando a los industriales con protección ilimitada. Eso sí, quitándoles toda posibilidad de exportar.

La inflación, que hasta entonces había sido un fenómeno puntual, propio de situaciones de crisis y siempre reversible, se tornó endémica. Pese a ello, se mantuvo electoralmente imbatible con un discurso siempre demagógico y atribuyéndose beneficios laborales y sociales que venían siendo legislados desde Alvear, Yrigoyen y hasta Roca en su segunda presidencia

Lo que definitivamente no pudo lograr fue que la Argentina retomara un sendero de crecimiento parecido al del primer mundo y macroeconómicamente estable. Más allá del pan negro de 1953, de los recurrentes racionamientos de combustibles y energía, del deterioro del servicio eléctrico y de la escasa modernización de los servicios ferroviarios y la infraestructura caminera, el fracaso económico de peronismo – el retraso relativo secular de la Argentina – no sería percibido por la retaguardia. Porque, salvo aquellos con acceso a la estadística o a viajes al exterior, ¿cómo podría la gente común percatarse que mientras el ingreso per cápita del mundo desarrollado había saltado un 73% (comparando promedio de 1953/55 contra promedios de 1933/35), el de la Argentina lo había hecho solo 32%? Como tampoco percibiría que en los siguientes veinte años (promedios 1973/75 vs. 1953/55), mientras el ingreso medio de los argentinos crecería un 62%, el de los habitantes del primer mundo lo haría en un 82%.[3]

Así, mientras en 1933/35 los argentinos gozaban de un ingreso medio equivalente al 85% del que gozaban los moradores del primer mundo, en 1953/55 esa marca descendería al 65% en 1953/55 y al 58% en 1973/75. Pero el mito del país rico continuó intocado.

Otros costos graves, como la caída de la productividad laboral y el colapso de la inversión pública en energía e infraestructura, y otros no mensurables, como la erosión de la cultura de trabajo, tendrían efectos que se prolongarían por décadas. La estructura productiva desequilibrada generó déficits externos crónicos que desembocaban en crisis cambiarias La crisis de 1949 fue debida al boom del consumo y el consiguiente aumento de las importaciones de materias primas y combustibles. La de 1952 fue más debida al colapso de las exportaciones, en parte por una fuerte sequía, pero en buena medida también por el castigo discriminatorio impuesto al campo en las políticas cambiarias oficiales.

La respuesta de Perón frente a estas crisis no fue el regreso a la ortodoxia de los mercados libres, sino cambios o nuevos parches en su heterodoxia: Mejoraba ligeramente el tipo de cambio efectivo y los precios recibidos por el campo, arengaba a los sindicatos para que mejoraran la productividad de sus afiliados y extendía los controles de precio a la industria y al comercio de alimentos (incluyendo a los almaceneros minoritas), llegando incluso a amenazar con fusilar a los comerciantes “agiotistas y especuladores” que violaran los precios oficiales. Con estas medidas Perón logró, entre 1953 y 1955, “zafar” de una profundización de las crisis. Él pagaría el precio de cierto desapego en sectores de las clases medias, pero el país entero pagaría el precio de su retraso a largo plazo, semilla de la pobreza que nos asolaría más tarde.

Hablando de clase medias, una de las lecciones de la llegada al poder y de la popularidad del peronismo en la Argentina es lo fácil que es para un demagogo hábil engañar a una retaguardia (aún una retaguardia alfabetizada) con acusaciones hacia supuestos enemigos externos o internos y promesas desmesuradas. Ya lo había probado Hitler al convencer a grandes segmentos del super instruido pueblo alemán de la maldad de los judíos y del destino de grandeza del III Reich por la vía de la conquista bélica, así como lo prueban hoy el éxito de las promesas populistas en los EE.UU. (Trump), en Inglaterra (los políticos pro Brexit) y los casos de varios países desarrollados de Europa.

¿No es una paradoja que Perón haya deslumbrado a un electorado que en la década de 1940 gozaba de uno de los mejores sistemas educativos del mundo y de una legislación social que progresivamente se iba pareciendo a las más avanzadas de Europa?


Un golpe de suerte para Perón, pero una desgracia para la Argentina

Más tarde o más temprano Perón iba a enfrentarse con la opción de revertir la política anti-exportadora (como parcialmente ocurrió en 1953-55) o arriesgarse a sufrir, parche tras parche, recurrentes y cada vez más traumáticas crisis externas. Por uno u otro camino iba a perder apoyo electoral. Pero un hecho que no tuvo nada que ver con la economía vino a “salvarlo” frente a la historia: El alzamiento cívico-militar de septiembre de 1955. Este hecho – que provocó la huida de Perón al extranjero – sería un gran golpe de suerte para él y todo su movimiento político.

La génesis de este alzamiento es bien conocida: A caballo del estilo agresivo abusivo, omnipotente y dictatorial del gobierno, del “vamos por todo”, del monopolio ejercido en radio y televisión, de la reforma constitucional de 1949 que habilitó su reelección, de las mayorías legislativas que lo apoyaban sin condiciones, de un poder judicial sumiso, de un agobiante culto a la personalidad y de corruptelas para asegurarse la adhesión de militares, jueces, sindicalistas, artistas, deportistas, etc., Perón y su entorno de adulones se embarcaron en 1954 en una política de captación del estudiantado secundario que encendió una confrontación con la jerarquía de la Iglesia Católica. Llevada de manera grotesca por Perón y sus ministros y sumada a los demás aspectos abusivos del gobierno, esta confrontación fue la gota que rebalsó el vaso de la tolerancia de todos los sectores civiles a los que Perón agredió, además de unificar el accionar de los oficiales de la Marina y de un puñado de militares y aviadores rebeldes.

La decisión del Perón – meditada desde días antes – de huir del país en la madrugada del martes 20 de septiembre de 1955 – lo puso a salvo de pagar el precio de sus errores, pero se los haría pagar al país todo…


El contagio de la demagogia peronista a las élites de sus competidores

Como hasta septiembre de 1955 el modelo de Perón de castigo al campo y premio a los trabajadores urbanos y empresarios mercado-internistas pudo sostenerse en base a parches, cuando huyó del país tenía todavía una importante aura de popularidad. Así, pudo dominar la política mientras permaneció prófugo y ya sea él o sus seguidores gobernaron durante 27 de los 47 años transcurridos desde que en 1972 regresó al país.

No todo fue peronismo, sin embargo. A lo largo de estos 47 años tuvimos ocho años de gobiernos militares (1976-1983), ocho años de gobiernos de la UCR (6 Alfonsín, 2 de la Rúa) y los 4 últimos años de la coalición Cambiemos (Macri). Pero el “éxito” mítico del peronismo impide que estas vanguardias no peronistas critiquen a Perón y los “logros” de su rumbo, negándose a reconocer abiertamente sus errores, falacias y consecuencias y el hecho de que mientras no se altere el rumbo, el país seguirá condenado a la mediocridad y el retraso progresivo.

En parte se trata de ignorancia (políticos y militares incapaces de asociar causas y efectos y de entender por qué otros países progresan), en parte es por ideología o convencimiento (las izquierdas y buena parte de las jerarquías religiosas que creen que esto es justicia social), en parte es por oportunismo para (obtener los votos peronistas tras la huida, proscripción y muerte de Perón o en competencia con él o sus seguidores, como Frondizi en 1958, Illia en 1963, Alfonsín en 1983, de la Rúa en 1999 y Macri en 2015). Pero ni unos ni otros, ni militares, ni civiles, se han animado a desmentir el mito del país rico.

Nada de eso (quedarse enganchados en el pasado) pasó en Alemania tras el nazismo, ni en Italia tras el fascismo, ni en Japón tras el militarismo imperial, ni en España tras el franquismo. En este último caso fue el mismo dictador el que en sus últimos años facilitó la llegada de una elite (una vanguardia) que presidiría la transición hacia una economía más abierta y basada en el éxito de actividades exportadoras. Parecidos fueron los casos de Pinochet en Chile, Chiang Kai-Shek en Taiwán, los respectivos mandones de Corea del Sur y Singapur y hasta los sorprendentes partidos comunistas de China y Vietnam que giraron hacia economías de mercado mucho antes incluso que colapsara el imperio soviético.

Todo lo contrario de lo que ocurre en nuestro país, donde a pesar de estar gobernados desde hace cuatro años por una coalición que lleva el nombre de “Cambiemos”, se ve una sociedad que solo de la boca para afuera dice querer cambiar. Hay suficiente experiencia y evidencia que el proteccionismo aduanero (abusivo y discriminatorio), el sindicalismo obstruccionista (monopólico y en muchos casos anti-productividad) y el gasto público desmadrado e ineficiente (con sus secuelas de elevada y distorsionante presión impositiva, un endeudamiento que ahoga y/o alta inflación), son los principales factores detrás de la baja inversión y el estancamiento de nuestra economía. Pero este diagnóstico se da de puntas con el mito peronista.

Además de los sectores de izquierdas y los nuevos populismos que desde su ideología directamente no comparten esta visión, están los que han logrado beneficiarse con las distorsiones mencionadas y que por conveniencia propia y de mil maneras obstaculizan los cambios, y están los que creen (más o menos resignadamente) que esta pesada estructura es el precio a pagar por la paz social. La Iglesia, por ejemplo, comprometida con los más débiles y pese a que los resultados del modelo populista en materia de pobreza son desastrosos, parece mirar siempre con desconfianza cualquier iniciativa contraria a las que se presentan como las banderas del peronismo.

El futuro de la Argentina, entonces, no depende solo de lo que piense el gobierno de turno (el de Macri, ahora el del Alberto Fernández), sino de que sus vanguardias sean capaces de vencer resistencias y convencer argumentos muy enraizados en la sociedad que se piensa a sí misma como mágicamente rica. Si buena parte de la dirigencia peronista y radical no es capaz de asumir el diagnóstico y la lectura de la historia ensayado arriba y ponerse de parte del cambio, nuestro futuro puede seguir siendo gris… ¡o incluso más oscuro!

Mientras tanto se percibe como nuestro retraso se coagula o se profundiza. El índice relativo Argentina/primer mundo, que entre la década del 30 y la del 70 había bajado del 85 al 58%, siguió cayendo década tras década hasta llegar en nuestros días al 38% o menos.


Como podría la vanguardia imponer un cambio de rumbo

Se vio como por no haber sufrido una crisis terminal y por haber pasado Perón a la historia como el caudillo defensor de pobres y desposeídos, título que electoralmente vale más que la “rectitud principista” del radicalismo o el “pragmatismo desarrollista” del PRO, es evidente que una parte importante de la “retaguardia” sigue dando crédito a los políticos y las políticas que llevan el sello o la marca “peronismo”.

Ahora, si bien una parte de esa base peronista es incondicional, otra parte (no menor) es lo suficientemente moderada como para no votar a cualquier candidato. Este hecho explicaría los triunfos de Alfonsín en 1983 (frente al flojo Luder y al impresentable Herminio Iglesias), de la Rúa en 1999 (tras el hartazgo de diez años de Menem y la pobre imagen que proyectaba Duhalde) y Macri en 2015 (por el hartazgo tras 12 años de ver la cara de los Kirchner, el flojo Scioli y los francamente piantavotos Zannini y Anibal Fernández).

Pero cuando los peronistas moderados le han dado el voto a un no-peronista (llámese Alfonsín, de la Rúa o Macri), no le han dado un cheque en blanco. Y menos cuando se trata de hacer transformaciones profundas de las vacas sagradas peronistas (como privatizaciones, apertura aduanera, reforma del Estado, reformas electorales, sindicales, laborales, jubilatorias, tributarias, de federalismo fiscal, etc.). Cuando Alfonsín, de la Rúa y Macri incursionaron en estos temas, el peronismo moderado les quitó apoyo.

¿Es posible que surjan elites o vanguardias formadas como para que algún día cambiemos de rumbo? Mal que nos pese, el ritmo lo impondrá la retaguardia y ese ritmo será lento, pero las elites deberían tener el conocimiento y la lucidez necesarias para entender los cambios requeridos y tener la voluntad y capacidad de pinchar el mito del país rico y enfrentarse no solo con la retaguardia, sino más que nada con los componentes más reaccionarios y corporativos de la vanguardia, de manera que las reformas se hagan de manera consistente, y no a medias tintas o dejando áreas intocadas, como fue el caso del “liberalismo” de algunos gobiernos militares, el de Menem y el de Macri.

Sería el famoso gradualismo, pero con rumbo seguro, como lo decían los romanos: “suaviter in modo, fortiter in re” (suave en el modo, sólido en las cosas) ¿O tendremos que retroceder hasta los oscuros abismos de Cuba o Venezuela o Nicaragua y sus cuasi guerras civiles antes que vanguardias y retaguardias pulvericen el mito del país rico y recuperen cierta sensatez?

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[1] Este trabajo fue escrito a mediados de 2019 y perfeccionado como resultado de las exposiciones realizadas en la Jornada de Historia Económica Argentina: “Derribando mitos”, evento organizado y llevado a cabo en la Universidad del CEMA el 13 de noviembre del mismo año.

[2] Economista. Fue investigador jefe de FIEL, director ejecutivo del Consejo Empresario Argentino, economista jefe del Banco de Boston, presidente del Consejo Superior de la Universidad del CEMA, vicepresidente del Banco Central y de Seguro de Depósitos S.A.

[3] Fuente: Proyecto Maddison. Se toman promedios de tres años para evitar resultados extremos que podrían surgir de tomar cifras de un solo año. No se contemplan los datos de la década de 1940 debido a las distorsiones provocadas por las gigantescas movilizaciones militares y producciones bélicas y posteriores destrucciones físicas y desmovilizaciones.

domingo, 10 de julio de 2022

Profetas del Moderno Testamento

 

En notas anteriores, ya he llamado como profetas del moderno Testamento a personas que se adelantaron a su tiempo para informarnos de los posibles futuros que nos aguardaban. Uno de ellos es, para mí, George Orwell y su testamento fue su novela 1984.

Se trata de una novela que plantea un futuro distópico y cuya trama ocurre en Oceanía, un país dominado por un gobierno totalitario que mantiene en constante vigilancia a sus ciudadanos e, incluso, insiste en espiar sus pensamientos para mantener el orden (más tarde se verá a qué viene la cursiva).

La novela es una de las obras más icónicas del siglo XX por su denuncia de prácticas establecidas por gobiernos como los de Franco y Stalin, las cuales han sido adoptadas por muchos dictadores a lo largo de la historia.


Recordemos, brevemente, cuál es la trama de la novela.

El mundo futurista de 1984 (recordemos que la novela fue escrita en 1947/48) está dividido en tres superpotencias que viven en permanente estado de guerra: Oceanía, Eurasia y Asia Oriental. Oceanía, conformada por las regiones angloparlantes, está regida por el Partido, un grupo oligarca. Este a su vez se divide en el Partido Interior, el cual gobierna y está conformado por el 2% de la población, y el Partido Exterior, conformado por el 13% de la población y encargado de ejecutar las órdenes. El 85% que conforma el resto de la población corresponde al proletariado, quienes son ignorados porque el Partido considera que no tienen la capacidad intelectual necesaria para organizar una rebelión.

El Partido mantiene a los ciudadanos bajo vigilancia perpetua, arrestando y haciendo desaparecer a quienes demuestren alguna inconformidad. A la cabeza del Partido se encuentra la figura del Gran Hermano, cuya cara está en carteles y monedas. Todos los ciudadanos están obligados a amar y ofrecer su lealtad incondicional al Gran Hermano.

El protagonista de la novela es Winston Smith, un miembro del Partido Exterior que trabaja para el Ministerio de la Verdad, reescribiendo artículos para que cumplan con la ideología y la imagen que vende el Partido. Perturbado por su trabajo, Winston escribe un diario dirigido a O´Brien, uno de los miembros del Partido Interior, debido a que Winston sospecha que O´Brian pertenece a una organización secreta de rebeldes conocida como la Hermandad.

Un día Winston conoce a Julia, una joven que le envía una nota que dice: "Te quiero". En Oceanía las relaciones y el deseo sexual están prohibidos, incluso para parejas casadas. A pesar de esto, Winston decide iniciar una aventura clandestina con Julia. La pareja se encuentra en el segundo piso de la tienda del señor Charrington, el propietario de una tienda de objetos usados, quien parece ser un aliado de la Hermandad.

Un día la pareja es arrestada en la tienda del señor Charrington en posesión del libro escrito por Emmanuel Goldstein, un líder traidor del Partido. Winston y Julia son torturados por O'Brien en el Ministerio del Amor. Se les realiza un lavado de cerebro en el que pierden su individualidad, respeto y deseo sexual. Al final, Winston aprende a ser leal al Partido y a amar al Gran Hermano.



Pues bien, decía más atrás que, en la novela, el gobierno insiste en espiar sus pensamientos (los de los ciudadanos) para mantener el orden. Y ahora el por qué de la cursiva y el porqué de titularlo profeta a Orwell:

De acuerdo a la información del Times, el gobierno de China habría desarrollado una inteligencia artificial capaz de "leer las mentes" de los miembros del Partido Comunista. Aunque parezca de película, los altos mandos chinos quieren saber qué tan "receptivos" son sus miembros a la "educación del pensamiento".

El citado medio comenta, además, que la tecnología capaz de hacer esto habría sido revelada por China en un artículo publicado el 1 de julio. No obstante, parece que los documentos fueron eliminados poco tiempo después. Eso sí, el Times tuvo el tiempo suficiente para documentarse al respecto, y todo apunta a una maravilla distópica de la ciencia ficción.

Según el Centro Nacional de Ciencia Integral de Hefei, esta IA se apoyaría en la lectura de ondas cerebrales, en conjunto con las expresiones faciales del sujeto. Así, el gobierno de China planea determinar qué tan receptivos son los miembros de su partido a lo que han denominado como "educación del pensamiento".

Pero, ¿qué es exactamente lo que buscan demostrar los chinos con esta IA? Según comenta el artículo publicado por el Centro Nacional de Ciencia Integral de Hefei, esta tecnología busca "juzgar cómo los miembros del partido han aceptado la educación política y del pensamiento". Sin embargo, esto no es todo. También planea "proveer con datos reales para que la educación política y del pensamiento pueda ser mejorada".

El objetivo último de esta IA es reforzar "la confianza y la determinación" de los miembros del Partido Comunista, "para estar agradecidos al partido, escuchar al partido y seguir al partido". ¡Una premisa que no resulta para nada espeluznante, en absoluto...!

Hasta ahora, parece que Hefei ha logrado involucrar a 43 miembros del Partido Comunista en esta tecnología. En la publicación original incluso se registró la existencia de un vídeo donde podemos ver a varios miembros del partido poniéndose a prueba. Cada uno de ellos entra a una especie de quiosco, donde se sientan frente a una pantalla y miran artículos que promocionan la política y los logros del partido.

Por supuesto, hasta ahora no ha sido posible determinar si esta IA que permite la lectura de ondas cerebrales se encuentra situada dentro de este quiosco. El artículo tampoco detalla exactamente cómo haría China para desplegar la herramienta a nivel nacional. Y es que el plan es poder controlar también el compromiso de los otros millones de miembros del Partido Comunista. Algo que nos recuerda su tecnología de reconocimiento facial implantada en todo el país.

No es la primera vez que China prueba con tecnologías de "lectura mental". En 2018, el South China Morning Post confirmaba que la lectura de ondas cerebrales estaba siendo puesta a prueba en los trabajadores de fábricas de Hangzhou. En aquella ocasión, la IA estaba siendo usada para detectar las emociones de los trabajadores. Así, podían registrar picos emocionales, depresión, ansiedad o rabia.

Por supuesto, creo innecesario comentar sobre lo terrible que resulta esta tecnología. Si la premisa ya genera bastante mala espina, ¿qué sucedería con las personas que no cumplan con las cuotas de "confianza y determinación" del Partido Comunista? ¿Acaso ya no podrán cuestionar ni siquiera mentalmente las decisiones de sus altos mandos sin enfrentarse a un posible destierro? No lo sabemos con seguridad, pero lo cierto es que no pinta nada bien.

Como puede verse, estimados amigos, más de medio siglo atrás, cuando la computación estaba en absolutos pañales, Orwell, el profeta Orwell, fue capaz de visionar el futuro con una precisión que asombra.

 

Ahora bien, no nos precipitemos a sacar conclusiones. Analicemos la realidad. Para ello, remontémonos a las Edades Antigua, Media y Moderna. Veremos en ellas que las sociedades se componían de:

1.      La nobleza, de donde surgían los conductores de las dichas sociedades.

2.     La aristocracia, que proveía de marco a la nobleza y, ocasionalmente, accedía a ella por medio de casamientos, por ejemplo.

3.     La milicia y el clero, que eran una especie de aristocracia, pero con fines específicos y

4.    El pueblo, que consistía en la gente común, encargada del trabajo de la tierra y del comercio. El proletariado de 1984.

Lo importante a notar es que el pueblo no tenía ni voz ni voto en los destinos de dichas sociedades. Sin embargo, a partir de la Revolución Francesa, el pueblo comenzó a adquirir más y más protagonismo y llegamos al día de hoy en que no hay tema ni área de gobierno en la cual el pueblo no crea que se le debe preguntar qué hacer. Esto genera mucho “ruido” pues todo el mundo opina sobre cualquier cosa sepa o no sepa al respecto. No es extraño entonces, que surja, en los gobernantes, la idea de adoctrinar al pueblo y mantenerlo bajo vigilancia para que no se desvíe de lo que dicho gobierno considera que debe ser su función.

Indudablemente, con un sistema como el implementado por China se obtiene una sociedad ordenada, pero, claro, el precio que se paga en libertades individuales es alto.

Pero, no se crea que esto de los chinos es nuevo, escúchese sino este discurso de Perón sobre el adoctrinamiento de los empleados públicos:

https://www.youtube.com/watch?v=bBmfenMxcMU

Después de escuchar esto, no cabe duda de que, si Perón hubiera contado con la tecnología informática con la que cuentan hoy los chinos, hubiera empleado el mismo método orwelliano de adoctrinamiento.

Ahora bien, ¿Existe otro método para ordenar la sociedad?

Si existe. ¡Helo aquí!

https://www.youtube.com/watch?v=k47H9PihSSs

Y este video me hace recordar la tremendamente sabia frase de ese otro padre de la Patria que fuera Juan Bautista Alberdi, que nos dijo: …pero recordad que la paz y el orden solo vienen por el camino de la Constitución y las leyes.

Se ve que en Singapur han leído a Alberdi con más atención que nosotros…

 

Bien, antes de finalizar esta nota, quiero aplaudir, una vez más al profeta George Orwell que, con su aguda visión, nos previno de estos peligros hace más de medio siglo.

 ¡Hasta la próxima, estimados amigos!

domingo, 3 de julio de 2022

La Teoría de la Evolución: Sus precursores. Nota 1

 

Como dijimos en la nota anterior sobre la Teoría de la Evolución, no empezó todo con Darwin - Wallace. Hubo ayuda.

Cabe reiterar la honesta y sabia frase de Sir Isaac Newton acerca de que: Si he podido ver más lejos que mis contemporáneos, ha sido porque estaba encaramado sobre los hombros de gigantes.

Y, efectivamente, nada surge de la nada en la ciencia. Y, tanto Darwin como Wallace, encontraron, desde hacía un siglo, quienes empezaron a pensar, cada vez con mayor interés, sobre la evolución y el origen de la vida. Así pues, descansaron sobre muchos hombros.

De ellos hablaremos en esta y otras notas.

Sin embargo, antes de ir al tema, quiero establecer que estas notas sobre la Evolución se basan en el libro que Maitland Edey escribiera con el descubridor de Lucy, el australopiteco de 3.000.000 de años de antigüedad, Donald Johanson, titulado La cuestión esencial.

Bien, ahora sí, vamos al hueso. Lo primero que hay que reconocer es cuán cerca había estado de acertar la diana evolutiva alguno de los tales precursores. Observaron determinadas cosas. Tuvieron ideas luminosas, pero ninguno logró ofrecer con ellas una explicación científica aceptable de cómo actuaba la evolución.

Ahora bien, se necesitaban hombros en cuatro áreas que ya habían delimitado los precursores. Había que sortear cuatro importantes problemas. El primero de ellos concernía a la edad de la Tierra. La evolución exige tiempo y, según la Biblia, no lo hubo. Veamos, poco antes de 1650 un docto arzobispo irlandés, James Ussher, decidió calcular la edad terrestre apoyándose en los datos genealógicos que proporciona la Biblia. Procediendo hacia atrás, a través de todos los «engendró» de las genealogías de los primeros capítulos del Génesis, determinó que Dios había creado a Adán y Eva en el año 4004 a.C. Otros eruditos confirmaron su descubrimiento, y hasta lo mejoraron, precisando que el momento auténtico de la creación humana fue las nueve de la mañana del 23 de octubre, que cayó en domingo. Esta fecha adquirió más tarde grave peso autoritario. Se convirtió en la vara de medida del tiempo terreno, dado que la ciencia coincidía y se fusionaba con la doctrina de la Iglesia. Las pruebas geológicas posteriores se verían en un apuro para desmentir aquella fecha.

El segundo problema se relacionaba con la posibilidad de cambio en las formas vivas. A consecuencia de la aceptación universal de la explicación bíblica de la Creación, casi todo el mundo daba por sentado que las especies eran «inmutables». Dios las había creado como eran y no podían cambiar. Esta idea sería aún más difícil de modificar que la anterior.

El tercer problema representaba indiscutiblemente la base de los otros dos. Estos nacían de cuestiones precisas suscitadas por discrepancias existentes entre la Biblia y la observación científica, el tercero dimanaba de la aceptación, casi general, de que las Sagradas Escrituras eran sacrosantas. Y, encima, no sólo no se discutía la Biblia, sino que todo debía ser como en ella se dice. Quien lo discutiera, se hallaba expuesto a grave riesgo social, y hasta a posible daño físico. Eso puso verdadero freno a la investigación de la ciencia, aunque hubo audaces, acá y allá, que corrieron el albur. El propio abuelo de Darwin, por ejemplo, reflexionó sobre la evolución en letra de imprenta, pero sus especulaciones fueron cautas y veladas. Pocos más tuvieron la audacia de ir tan lejos.

Voltaire fue uno de tales espíritus atrevidos. Ridiculizó todo linaje de ideas convencionales, para inducir las mentes acomodaticias a sopesarlas personalmente. Su conducta le puso en un brete en su patria y pasó largos períodos de su vida más allá de las fronteras de Francia. La Revolución Francesa sobrevino algunos años después de su fallecimiento. Fue decididamente igualitaria y anticlerical. Hubiera podido vaticinarse su efecto sobre el pensamiento científico. Mucha gente interpretó las desmesuras de la revolución como criaturas de la libertad de pensamiento, excesiva y dañina, en Francia y echó la culpa a personas como Voltaire. Hubo, como discutible consecuencia lógica, una reacción contra la ciencia, que puede traducirse como sigue: Si eres contrario a la Revolución y a sus insensatas atrocidades, tienes que defender aquellas cosas que intenta destruir. Como procura destruir la fe en la Biblia, tienes que defender esa fe. Has de mirar con ojo hostil cuanto la mine. Ya que la labor de los científicos empezaba a suscitar reservas sobre algunas de las afirmaciones más esenciales de las Sagradas Escrituras, muchos hombres —a menudo sin sospechar siquiera que sus premisas científicas eran deformadas con ideas preconcebidas— seguían empeñados en practicar su disciplina con los pies plantados en la creencia bíblica.

El cuarto problema que gravitó sobre las meditaciones tempranas acerca de la evolución, fue mucho más sencillo y se solventó de forma más expeditiva. Su fuente consistió en el conocimiento confuso, impreciso, que los naturalistas tenían de los organismos vivos. Se resolvería con sólo reunir especies y clasificarlas. El coleccionista no tenía que molestarse en especular sobre cómo habían cobrado existencia. El conocimiento acumulado bastaba como meta. Con él se provocó una sana actividad colectora en los siglos XVIII y XIX. El propio Darwin colaboró en ella en su juventud.

Una vez señalamos esos cuatro problemas como los mayores obstáculos para la elaboración de una teoría útil de la evolución, se hace necesario establecer una lista de los personajes que más contribuyeron a eliminarlos. Así pues, y aunque pueda haber alguna discusión al respecto, aparecen los seis nombres siguientes:

Linneo (1707-1778)

Buffon (1707-1788)

Hutton (1728-1799)

Lamarck (1744-1829)

Malthus (1766-1834)

Cuvier (1769-1832)

Descontado Malthus, cuyas doctrinas sobre el crecimiento de la población resuenan amenazadoramente hoy día en un planeta cada vez más atestado, los restantes nombres acaso no sean muy familiares. Pero hay que ver a través de sus mentes las nobles estructuras actuales de la geología, biología y evolución. En la tarea de conocer en qué ambiente intelectual nacieron Darwin y Wallace, nada es más oportuno que averiguar cuál fue la obra de estos personajes tan excelentemente dotados. Desde el punto de vista cronológico, conviene empezar con los dos primeros; y también lo es desde el ideológico, pues bien merecerían el título de organizadores de lo que ocurriría después.

Si nacieron el mismo año, no pudieron tener principios más discrepantes. Uno era sueco y de cuna modesta; el otro, francés de prosapia, que, por la influencia de sus relaciones aristocráticas, ocuparía el cargo de director del Real Jardín Botánico de París; su nombre completo fue el de Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon. El sueco se llamó en realidad Carl Linné, pero como latinizó su nombre en Carolus Linnaeus, en los países hispanoparlantes se le conoce por Carlos Linneo. Cuesta en nuestros días hacerse cargo del renombre de que disfrutaron incluso durante sus existencias. Tuvieron mucho en común. Poseyeron vigorosos intelectos e inagotable diligencia. Los dos se especializaron en botánica. Ambos fueron motorizados por la creciente ola de curiosidad que bañaba a Europa, el ávido deseo de dar explicaciones y descripciones del mundo natural. Ambos escribieron libros de autoridad e influjo épicos. Ambos tuvieron una muerte penosa.

CARLOS LINNEO

Linneo (1707-1778), de cuna modesta, supo sobreponerse a las dificultades y consiguió, en plena juventud, ir a Holanda para estudiar botánica. Vuelto a Suecia, emprendió la organización y la denominación de ejemplares vegetales. La organización era algo que se necesitaba, por decirlo así, desesperadamente. El ímpetu colonizador y explorador en todas las naciones europeas y el impacto de los exóticos ejemplares de animales y plantas que entraban en sus puertos en un sinfín de barcos, no sólo suscitaban una gran emoción en los naturalistas, sino también los abrumaba. El mundo occidental era presa de la afición irrefrenable de bautizar todas las cosas. Cada individuo ponía rótulo propio a sus muestras, conforme a su criterio de cómo debían distribuirse en categorías. Nadie prestaba oído a los demás. Reinaba el caos en las relaciones existentes en grupos enteros.

No había que ser un lince de la taxonomía para comprender que el sábalo difería del sapo. Pero, ¿Qué decir de las numerosas clases de sapos? ¿Cómo había que organizarlos de manera útil? ¿Y los gusanos? ¿Eran todos diferentes ejemplos del mismo modelo básico? Un hombre podía perderse ante ellos, a no ser que comprendiese algo que hoy se entiende perfectamente: No todos los gusanos son básicamente iguales. Hay discrepancias radicales entre muchos, tan acusadas como las que separan una gallina de un rinoceronte. Las ciencias naturales no cumplirían de modo efectivo su cometido hasta que se aclarasen cosas como las apuntadas.

Detengámonos un instante a reflexionar lo que implica la carencia de un buen catálogo en el intento de comprender la naturaleza de los organismos vivos y sus relaciones mutuas. El estudiante de secundaria, que asiste ahora a una clase de biología, se encuentra ante un orden tan nítido como el cristal, en el que todas las criaturas ocupan la posición que les corresponde. El paramecio que se observa con el microscopio, la rana que se diseca y el ratón que se alimenta, todos disponen de emplazamiento lógico en la densa ramificación del árbol de la vida. Hace doscientos años se necesitaba esta claridad. El agua seguía turbia en la infancia de Darwin. Ya crecido, se asombró cuando el eminente doctor Holland, que llegaría a ser el médico de la reina Victoria, le dijo que las ballenas eran animales de sangre fría. Darwin sabía la verdad, pero se mordió la lengua como muchacho bien educado.

Torpes errores como los del doctor Holland, millares de ellos, fueron lo que Linneo ansió corregir, dedicando su vida a tal misión. Para lograrlo, se requería un sistema ordenado de clasificación, y lo inventó. Hoy tiene empleo universal y lleva su nombre: El sistema de nomenclatura binomial de Linneo. Cometió equivocaciones, desde luego, muchísimas equivocaciones, y aún se están corrigiendo. Pero su sistema pervive. Es tan sencillo, tan fundamental para el estudio de la naturaleza, que los estudiantes de los rudimentos de biología no se paran a preguntarse de dónde viene, como tampoco lo hacen de los papeles de filtro que utilizan, ni de los cultivos de agar en que logran que se multipliquen las bacterias.

Linneo dio dos nombres (de aquí lo de binomial) latinos a cualquier organismo vivo. El primero fue el del género o genus, y el segundo el de la especie o species. Un género es un grupo, amplio o reducido, de criaturas semejantes, que están evidentemente muy emparentadas, pero que abarca tipos individuales distintos entre sí. Éstos son las especies. A continuación, incorporó los géneros en unidades más amplias, que se parecían en algunos rasgos generales, éstas en otras mayores, y así sucesivamente. Buen ejemplo de la clasificación de Linneo, para poner uno, es presentar uno de los más hermosos pájaros canoros estadounidenses: La tanagra escarlata o Piranga olivacea. Estos dos nombres denotan una clase particular de ave, lo mismo que el nombre y el apellido de una persona la individualizan dentro del grupo de personas. De la misma suerte, olivacea indica una tanagra precisa dentro del grupo de parentesco trabado, compuesto de otros cinco que forman el género Piranga: Las tanagras norteamericanas. La trascendencia del sistema de Linneo se funda en que permite que esas cinco comunidades de aves muy emparentadas se incluyan, de manera más laxa, en el cuerpo más amplio de todas las tanagras del mundo. Con ellas, a docenas, se crea el siguiente grupo, de mayor magnitud, o sea la familia.

Las tanagras de todo el globo terráqueo se asemejan más entre sí que a los miembros de otras familias, como los paros, tordos o mirlos. Para englobar todos se ha de admitir un orden, que es un grupo más vasto que, en este caso incluye le universalidad de las aves, más bien pequeñas, del orden de los pájaros. Sin embargo, no congrega todos los animales alados. Hay águilas, cigüeñas, avestruces, colibríes, patos, etc., todos tan distintos de los demás como de los pájaros. El conjunto de todos ellos es una clase. Esta clase congrega cuanto en la Tierra posee plumas y pone huevos.

El sistema de Linneo. tal como se emplea hoy, no se detiene aquí. Sitúa los pájaros en un grupo aún más dilatado, un filo (del latín phylum), por haber observado que tienen algo común con otras criaturas que no son aves, un espinazo o columna vertebral. La suma de los seres que disponen de ella se clasifica en el filo de los cordados, en el interior del cual se encuentra el subfilo de los vertebrados. En él figuran cuatro clases de animales con espinazo: Peces, anfibios, reptiles y mamíferos. En definitiva, la tanagra escarlata comparte con el tiburón, la rana mugidora, la serpiente de cascabel y el hombre, una columna vertebral con un cerebro en un extremo.

Por haber seres sin espinazo —por ejemplo, los insectos y cefalópodos—, y otros carentes de cerebro —almejas, medusas y amebas—, resulta patente la necesidad de crear otros filos que les den cabida. La ciencia admite ahora veintiséis. La totalidad de estos filos compone el reino de los animales multicelulares. Del mismo modo, un reino semejante, que asciende desde las especies hasta el filo, a través del género, familia, orden y clase, fue establecido para catalogar las plantas del mundo.

La misión que Linneo se impuso fue organizar dentro de su sistema la enorme variedad de formas vivas, ciñéndose a su especialidad; los vegetales. En su época se conocían menos especies que ahora, pero, a la vez, las conocidas no se comprendían tan bien como en el presente. Las características que las sitúan hoy día con seguridad —a menudo algo tan oscuro como una ínfima, pero significativa peculiaridad esquelética de un ave, o el aparato reproductor de una flor (más que su aparente relación con otra a causa de una burda semejanza de color y forma)—, se han precisado lenta, aunque constantemente. La obra prosigue en los siete continentes (pues se sabe ahora que hay insectos y líquenes en el de la Antártida). Miles de hombres y mujeres han dedicado su vida a ello. Según el entomólogo E. O. Wilson, se han descrito 1.700.000 especies. Puede haber en la actualidad no menos de cincuenta millones de especies de insectos, únicamente.

Linneo, que dio el empujón inicial a este colosal esfuerzo, apareció de repente en el escenario científico, cuando contaba sólo veintiocho arios, con la publicación de su libro sobre la clasificación titulado Systema Naturae (Sistema de la naturaleza). Tendría muchas ediciones durante su vida, debido a las exigencias de nuevas especies y de nuevas intuiciones. La primera tuvo 142 páginas, y la decimosexta, 2.300 distribuidas en tres volúmenes, porque Linneo recibía una riada de material de todo el mundo. Por doquier los coleccionistas sintieron el prurito de cosechar un destello de fama al ser mencionados por Linneo. Su influencia, que llegó a ser enorme, persistió después de su muerte. Su eco lanzó a hombres como Darwin y Alfred Russel Wallace, su contemporáneo, a emprender expediciones a parajes remotos en busca de ejemplares desconocidos.

Dos hechos irónicos marcan la vida y la obra de Linneo. El primero es que el gran maestro bautizador sufrió un ataque, tan grave para su cerebro, que al final de su existencia ni siquiera recordaba su mismo nombre, y, por consiguiente, mucho menos los millares de ellos que había dado a otros organismos.

El segundo es más sutil. Sin la ordenada disposición de los tipos que Linneo inauguró, no hubieran cobrado cuerpo las ideas posteriores sobre la evolución. Comenzó su carrera firmemente convencido de la inmutabilidad de las especies. Pero mientras su trabajo avanzó, y observó las variaciones de las especies que se afanaba en clasificar, le surgieron dudas, al principio, y se acrecentaron, después. Las ediciones posteriores de su libro omitieron sus declaraciones anteriores sobre ella. He aquí la ironía: Tal vez principió a barruntar que un proceso vago como la evolución obraba en los desvanes recónditos de la naturaleza; pero sus nombres, los rótulos que comenzaban a imponer orden milagroso en el gran enredo de las cosas vivas, contrariaron aquella sospecha y con efecto opuesto. Pusieron firme sello de aprobación en el concepto de la inmutabilidad de las formas. Péguese una etiqueta a algo, afírmese con un alfiler y cesa de retorcerse en el estante o en la mente. Se vuelve estático, embutido, como preso en ámbar. Esa apariencia inmutable persistiría hasta el siglo siguiente y dificultaría mucho que la evolución se aceptase.

Continuaremos en futuras notas con los restantes miembros de este selecto grupo.

¡Hasta entonces!

 

Conjeturas, hipótesis, teorías.

La especulación o conjetura, es una forma filosófica de pensar para ganar conocimiento yendo más allá de la experiencia o práctica tradicion...