domingo, 3 de julio de 2022

La Teoría de la Evolución: Sus precursores. Nota 1

 

Como dijimos en la nota anterior sobre la Teoría de la Evolución, no empezó todo con Darwin - Wallace. Hubo ayuda.

Cabe reiterar la honesta y sabia frase de Sir Isaac Newton acerca de que: Si he podido ver más lejos que mis contemporáneos, ha sido porque estaba encaramado sobre los hombros de gigantes.

Y, efectivamente, nada surge de la nada en la ciencia. Y, tanto Darwin como Wallace, encontraron, desde hacía un siglo, quienes empezaron a pensar, cada vez con mayor interés, sobre la evolución y el origen de la vida. Así pues, descansaron sobre muchos hombros.

De ellos hablaremos en esta y otras notas.

Sin embargo, antes de ir al tema, quiero establecer que estas notas sobre la Evolución se basan en el libro que Maitland Edey escribiera con el descubridor de Lucy, el australopiteco de 3.000.000 de años de antigüedad, Donald Johanson, titulado La cuestión esencial.

Bien, ahora sí, vamos al hueso. Lo primero que hay que reconocer es cuán cerca había estado de acertar la diana evolutiva alguno de los tales precursores. Observaron determinadas cosas. Tuvieron ideas luminosas, pero ninguno logró ofrecer con ellas una explicación científica aceptable de cómo actuaba la evolución.

Ahora bien, se necesitaban hombros en cuatro áreas que ya habían delimitado los precursores. Había que sortear cuatro importantes problemas. El primero de ellos concernía a la edad de la Tierra. La evolución exige tiempo y, según la Biblia, no lo hubo. Veamos, poco antes de 1650 un docto arzobispo irlandés, James Ussher, decidió calcular la edad terrestre apoyándose en los datos genealógicos que proporciona la Biblia. Procediendo hacia atrás, a través de todos los «engendró» de las genealogías de los primeros capítulos del Génesis, determinó que Dios había creado a Adán y Eva en el año 4004 a.C. Otros eruditos confirmaron su descubrimiento, y hasta lo mejoraron, precisando que el momento auténtico de la creación humana fue las nueve de la mañana del 23 de octubre, que cayó en domingo. Esta fecha adquirió más tarde grave peso autoritario. Se convirtió en la vara de medida del tiempo terreno, dado que la ciencia coincidía y se fusionaba con la doctrina de la Iglesia. Las pruebas geológicas posteriores se verían en un apuro para desmentir aquella fecha.

El segundo problema se relacionaba con la posibilidad de cambio en las formas vivas. A consecuencia de la aceptación universal de la explicación bíblica de la Creación, casi todo el mundo daba por sentado que las especies eran «inmutables». Dios las había creado como eran y no podían cambiar. Esta idea sería aún más difícil de modificar que la anterior.

El tercer problema representaba indiscutiblemente la base de los otros dos. Estos nacían de cuestiones precisas suscitadas por discrepancias existentes entre la Biblia y la observación científica, el tercero dimanaba de la aceptación, casi general, de que las Sagradas Escrituras eran sacrosantas. Y, encima, no sólo no se discutía la Biblia, sino que todo debía ser como en ella se dice. Quien lo discutiera, se hallaba expuesto a grave riesgo social, y hasta a posible daño físico. Eso puso verdadero freno a la investigación de la ciencia, aunque hubo audaces, acá y allá, que corrieron el albur. El propio abuelo de Darwin, por ejemplo, reflexionó sobre la evolución en letra de imprenta, pero sus especulaciones fueron cautas y veladas. Pocos más tuvieron la audacia de ir tan lejos.

Voltaire fue uno de tales espíritus atrevidos. Ridiculizó todo linaje de ideas convencionales, para inducir las mentes acomodaticias a sopesarlas personalmente. Su conducta le puso en un brete en su patria y pasó largos períodos de su vida más allá de las fronteras de Francia. La Revolución Francesa sobrevino algunos años después de su fallecimiento. Fue decididamente igualitaria y anticlerical. Hubiera podido vaticinarse su efecto sobre el pensamiento científico. Mucha gente interpretó las desmesuras de la revolución como criaturas de la libertad de pensamiento, excesiva y dañina, en Francia y echó la culpa a personas como Voltaire. Hubo, como discutible consecuencia lógica, una reacción contra la ciencia, que puede traducirse como sigue: Si eres contrario a la Revolución y a sus insensatas atrocidades, tienes que defender aquellas cosas que intenta destruir. Como procura destruir la fe en la Biblia, tienes que defender esa fe. Has de mirar con ojo hostil cuanto la mine. Ya que la labor de los científicos empezaba a suscitar reservas sobre algunas de las afirmaciones más esenciales de las Sagradas Escrituras, muchos hombres —a menudo sin sospechar siquiera que sus premisas científicas eran deformadas con ideas preconcebidas— seguían empeñados en practicar su disciplina con los pies plantados en la creencia bíblica.

El cuarto problema que gravitó sobre las meditaciones tempranas acerca de la evolución, fue mucho más sencillo y se solventó de forma más expeditiva. Su fuente consistió en el conocimiento confuso, impreciso, que los naturalistas tenían de los organismos vivos. Se resolvería con sólo reunir especies y clasificarlas. El coleccionista no tenía que molestarse en especular sobre cómo habían cobrado existencia. El conocimiento acumulado bastaba como meta. Con él se provocó una sana actividad colectora en los siglos XVIII y XIX. El propio Darwin colaboró en ella en su juventud.

Una vez señalamos esos cuatro problemas como los mayores obstáculos para la elaboración de una teoría útil de la evolución, se hace necesario establecer una lista de los personajes que más contribuyeron a eliminarlos. Así pues, y aunque pueda haber alguna discusión al respecto, aparecen los seis nombres siguientes:

Linneo (1707-1778)

Buffon (1707-1788)

Hutton (1728-1799)

Lamarck (1744-1829)

Malthus (1766-1834)

Cuvier (1769-1832)

Descontado Malthus, cuyas doctrinas sobre el crecimiento de la población resuenan amenazadoramente hoy día en un planeta cada vez más atestado, los restantes nombres acaso no sean muy familiares. Pero hay que ver a través de sus mentes las nobles estructuras actuales de la geología, biología y evolución. En la tarea de conocer en qué ambiente intelectual nacieron Darwin y Wallace, nada es más oportuno que averiguar cuál fue la obra de estos personajes tan excelentemente dotados. Desde el punto de vista cronológico, conviene empezar con los dos primeros; y también lo es desde el ideológico, pues bien merecerían el título de organizadores de lo que ocurriría después.

Si nacieron el mismo año, no pudieron tener principios más discrepantes. Uno era sueco y de cuna modesta; el otro, francés de prosapia, que, por la influencia de sus relaciones aristocráticas, ocuparía el cargo de director del Real Jardín Botánico de París; su nombre completo fue el de Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon. El sueco se llamó en realidad Carl Linné, pero como latinizó su nombre en Carolus Linnaeus, en los países hispanoparlantes se le conoce por Carlos Linneo. Cuesta en nuestros días hacerse cargo del renombre de que disfrutaron incluso durante sus existencias. Tuvieron mucho en común. Poseyeron vigorosos intelectos e inagotable diligencia. Los dos se especializaron en botánica. Ambos fueron motorizados por la creciente ola de curiosidad que bañaba a Europa, el ávido deseo de dar explicaciones y descripciones del mundo natural. Ambos escribieron libros de autoridad e influjo épicos. Ambos tuvieron una muerte penosa.

CARLOS LINNEO

Linneo (1707-1778), de cuna modesta, supo sobreponerse a las dificultades y consiguió, en plena juventud, ir a Holanda para estudiar botánica. Vuelto a Suecia, emprendió la organización y la denominación de ejemplares vegetales. La organización era algo que se necesitaba, por decirlo así, desesperadamente. El ímpetu colonizador y explorador en todas las naciones europeas y el impacto de los exóticos ejemplares de animales y plantas que entraban en sus puertos en un sinfín de barcos, no sólo suscitaban una gran emoción en los naturalistas, sino también los abrumaba. El mundo occidental era presa de la afición irrefrenable de bautizar todas las cosas. Cada individuo ponía rótulo propio a sus muestras, conforme a su criterio de cómo debían distribuirse en categorías. Nadie prestaba oído a los demás. Reinaba el caos en las relaciones existentes en grupos enteros.

No había que ser un lince de la taxonomía para comprender que el sábalo difería del sapo. Pero, ¿Qué decir de las numerosas clases de sapos? ¿Cómo había que organizarlos de manera útil? ¿Y los gusanos? ¿Eran todos diferentes ejemplos del mismo modelo básico? Un hombre podía perderse ante ellos, a no ser que comprendiese algo que hoy se entiende perfectamente: No todos los gusanos son básicamente iguales. Hay discrepancias radicales entre muchos, tan acusadas como las que separan una gallina de un rinoceronte. Las ciencias naturales no cumplirían de modo efectivo su cometido hasta que se aclarasen cosas como las apuntadas.

Detengámonos un instante a reflexionar lo que implica la carencia de un buen catálogo en el intento de comprender la naturaleza de los organismos vivos y sus relaciones mutuas. El estudiante de secundaria, que asiste ahora a una clase de biología, se encuentra ante un orden tan nítido como el cristal, en el que todas las criaturas ocupan la posición que les corresponde. El paramecio que se observa con el microscopio, la rana que se diseca y el ratón que se alimenta, todos disponen de emplazamiento lógico en la densa ramificación del árbol de la vida. Hace doscientos años se necesitaba esta claridad. El agua seguía turbia en la infancia de Darwin. Ya crecido, se asombró cuando el eminente doctor Holland, que llegaría a ser el médico de la reina Victoria, le dijo que las ballenas eran animales de sangre fría. Darwin sabía la verdad, pero se mordió la lengua como muchacho bien educado.

Torpes errores como los del doctor Holland, millares de ellos, fueron lo que Linneo ansió corregir, dedicando su vida a tal misión. Para lograrlo, se requería un sistema ordenado de clasificación, y lo inventó. Hoy tiene empleo universal y lleva su nombre: El sistema de nomenclatura binomial de Linneo. Cometió equivocaciones, desde luego, muchísimas equivocaciones, y aún se están corrigiendo. Pero su sistema pervive. Es tan sencillo, tan fundamental para el estudio de la naturaleza, que los estudiantes de los rudimentos de biología no se paran a preguntarse de dónde viene, como tampoco lo hacen de los papeles de filtro que utilizan, ni de los cultivos de agar en que logran que se multipliquen las bacterias.

Linneo dio dos nombres (de aquí lo de binomial) latinos a cualquier organismo vivo. El primero fue el del género o genus, y el segundo el de la especie o species. Un género es un grupo, amplio o reducido, de criaturas semejantes, que están evidentemente muy emparentadas, pero que abarca tipos individuales distintos entre sí. Éstos son las especies. A continuación, incorporó los géneros en unidades más amplias, que se parecían en algunos rasgos generales, éstas en otras mayores, y así sucesivamente. Buen ejemplo de la clasificación de Linneo, para poner uno, es presentar uno de los más hermosos pájaros canoros estadounidenses: La tanagra escarlata o Piranga olivacea. Estos dos nombres denotan una clase particular de ave, lo mismo que el nombre y el apellido de una persona la individualizan dentro del grupo de personas. De la misma suerte, olivacea indica una tanagra precisa dentro del grupo de parentesco trabado, compuesto de otros cinco que forman el género Piranga: Las tanagras norteamericanas. La trascendencia del sistema de Linneo se funda en que permite que esas cinco comunidades de aves muy emparentadas se incluyan, de manera más laxa, en el cuerpo más amplio de todas las tanagras del mundo. Con ellas, a docenas, se crea el siguiente grupo, de mayor magnitud, o sea la familia.

Las tanagras de todo el globo terráqueo se asemejan más entre sí que a los miembros de otras familias, como los paros, tordos o mirlos. Para englobar todos se ha de admitir un orden, que es un grupo más vasto que, en este caso incluye le universalidad de las aves, más bien pequeñas, del orden de los pájaros. Sin embargo, no congrega todos los animales alados. Hay águilas, cigüeñas, avestruces, colibríes, patos, etc., todos tan distintos de los demás como de los pájaros. El conjunto de todos ellos es una clase. Esta clase congrega cuanto en la Tierra posee plumas y pone huevos.

El sistema de Linneo. tal como se emplea hoy, no se detiene aquí. Sitúa los pájaros en un grupo aún más dilatado, un filo (del latín phylum), por haber observado que tienen algo común con otras criaturas que no son aves, un espinazo o columna vertebral. La suma de los seres que disponen de ella se clasifica en el filo de los cordados, en el interior del cual se encuentra el subfilo de los vertebrados. En él figuran cuatro clases de animales con espinazo: Peces, anfibios, reptiles y mamíferos. En definitiva, la tanagra escarlata comparte con el tiburón, la rana mugidora, la serpiente de cascabel y el hombre, una columna vertebral con un cerebro en un extremo.

Por haber seres sin espinazo —por ejemplo, los insectos y cefalópodos—, y otros carentes de cerebro —almejas, medusas y amebas—, resulta patente la necesidad de crear otros filos que les den cabida. La ciencia admite ahora veintiséis. La totalidad de estos filos compone el reino de los animales multicelulares. Del mismo modo, un reino semejante, que asciende desde las especies hasta el filo, a través del género, familia, orden y clase, fue establecido para catalogar las plantas del mundo.

La misión que Linneo se impuso fue organizar dentro de su sistema la enorme variedad de formas vivas, ciñéndose a su especialidad; los vegetales. En su época se conocían menos especies que ahora, pero, a la vez, las conocidas no se comprendían tan bien como en el presente. Las características que las sitúan hoy día con seguridad —a menudo algo tan oscuro como una ínfima, pero significativa peculiaridad esquelética de un ave, o el aparato reproductor de una flor (más que su aparente relación con otra a causa de una burda semejanza de color y forma)—, se han precisado lenta, aunque constantemente. La obra prosigue en los siete continentes (pues se sabe ahora que hay insectos y líquenes en el de la Antártida). Miles de hombres y mujeres han dedicado su vida a ello. Según el entomólogo E. O. Wilson, se han descrito 1.700.000 especies. Puede haber en la actualidad no menos de cincuenta millones de especies de insectos, únicamente.

Linneo, que dio el empujón inicial a este colosal esfuerzo, apareció de repente en el escenario científico, cuando contaba sólo veintiocho arios, con la publicación de su libro sobre la clasificación titulado Systema Naturae (Sistema de la naturaleza). Tendría muchas ediciones durante su vida, debido a las exigencias de nuevas especies y de nuevas intuiciones. La primera tuvo 142 páginas, y la decimosexta, 2.300 distribuidas en tres volúmenes, porque Linneo recibía una riada de material de todo el mundo. Por doquier los coleccionistas sintieron el prurito de cosechar un destello de fama al ser mencionados por Linneo. Su influencia, que llegó a ser enorme, persistió después de su muerte. Su eco lanzó a hombres como Darwin y Alfred Russel Wallace, su contemporáneo, a emprender expediciones a parajes remotos en busca de ejemplares desconocidos.

Dos hechos irónicos marcan la vida y la obra de Linneo. El primero es que el gran maestro bautizador sufrió un ataque, tan grave para su cerebro, que al final de su existencia ni siquiera recordaba su mismo nombre, y, por consiguiente, mucho menos los millares de ellos que había dado a otros organismos.

El segundo es más sutil. Sin la ordenada disposición de los tipos que Linneo inauguró, no hubieran cobrado cuerpo las ideas posteriores sobre la evolución. Comenzó su carrera firmemente convencido de la inmutabilidad de las especies. Pero mientras su trabajo avanzó, y observó las variaciones de las especies que se afanaba en clasificar, le surgieron dudas, al principio, y se acrecentaron, después. Las ediciones posteriores de su libro omitieron sus declaraciones anteriores sobre ella. He aquí la ironía: Tal vez principió a barruntar que un proceso vago como la evolución obraba en los desvanes recónditos de la naturaleza; pero sus nombres, los rótulos que comenzaban a imponer orden milagroso en el gran enredo de las cosas vivas, contrariaron aquella sospecha y con efecto opuesto. Pusieron firme sello de aprobación en el concepto de la inmutabilidad de las formas. Péguese una etiqueta a algo, afírmese con un alfiler y cesa de retorcerse en el estante o en la mente. Se vuelve estático, embutido, como preso en ámbar. Esa apariencia inmutable persistiría hasta el siglo siguiente y dificultaría mucho que la evolución se aceptase.

Continuaremos en futuras notas con los restantes miembros de este selecto grupo.

¡Hasta entonces!

 

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