Como dijimos en la nota anterior sobre la Teoría
de la Evolución, no empezó todo con Darwin - Wallace. Hubo ayuda.
Cabe reiterar la honesta y sabia frase de Sir
Isaac Newton acerca de que: Si he podido ver más lejos que mis
contemporáneos, ha sido porque estaba encaramado sobre los hombros de gigantes.
Y, efectivamente, nada surge de la nada en la
ciencia. Y, tanto Darwin como Wallace, encontraron, desde hacía un siglo,
quienes empezaron a pensar, cada vez con mayor interés, sobre la evolución y el
origen de la vida. Así pues, descansaron sobre muchos hombros.
De ellos hablaremos en esta y otras notas.
Sin embargo, antes de ir al tema, quiero
establecer que estas notas sobre la Evolución se basan en el libro que Maitland
Edey escribiera con el descubridor de Lucy, el australopiteco de 3.000.000 de años
de antigüedad, Donald Johanson, titulado La cuestión esencial.
Bien, ahora sí, vamos al hueso. Lo primero que hay
que reconocer es cuán cerca había estado de acertar la diana evolutiva alguno
de los tales precursores. Observaron determinadas cosas. Tuvieron ideas
luminosas, pero ninguno logró ofrecer con ellas una explicación científica
aceptable de cómo actuaba la evolución.
Ahora bien, se necesitaban hombros en cuatro áreas
que ya habían delimitado los precursores. Había que sortear cuatro importantes
problemas. El primero de ellos concernía a la edad de la Tierra. La evolución
exige tiempo y, según la Biblia, no lo hubo. Veamos, poco antes de 1650 un
docto arzobispo irlandés, James Ussher, decidió calcular la edad terrestre
apoyándose en los datos genealógicos que proporciona la Biblia. Procediendo
hacia atrás, a través de todos los «engendró» de las genealogías de los
primeros capítulos del Génesis, determinó que Dios había creado a Adán y Eva en
el año 4004 a.C. Otros eruditos confirmaron su descubrimiento, y hasta lo
mejoraron, precisando que el momento auténtico de la creación humana fue las
nueve de la mañana del 23 de octubre, que cayó en domingo. Esta fecha adquirió
más tarde grave peso autoritario. Se convirtió en la vara de medida del tiempo
terreno, dado que la ciencia coincidía y se fusionaba con la doctrina de la
Iglesia. Las pruebas geológicas posteriores se verían en un apuro para
desmentir aquella fecha.
El segundo problema se relacionaba con la
posibilidad de cambio en las formas vivas. A consecuencia de la aceptación
universal de la explicación bíblica de la Creación, casi todo el mundo daba por
sentado que las especies eran «inmutables». Dios las había creado como eran y
no podían cambiar. Esta idea sería aún más difícil de modificar que la
anterior.
El tercer problema representaba indiscutiblemente
la base de los otros dos. Estos nacían de cuestiones precisas suscitadas por
discrepancias existentes entre la Biblia y la observación científica, el
tercero dimanaba de la aceptación, casi general, de que las Sagradas Escrituras
eran sacrosantas. Y, encima, no sólo no se discutía la Biblia, sino que todo debía
ser como en ella se dice. Quien lo discutiera, se hallaba expuesto a grave
riesgo social, y hasta a posible daño físico. Eso puso verdadero freno a la
investigación de la ciencia, aunque hubo audaces, acá y allá, que corrieron el
albur. El propio abuelo de Darwin, por ejemplo, reflexionó sobre la evolución
en letra de imprenta, pero sus especulaciones fueron cautas y veladas. Pocos
más tuvieron la audacia de ir tan lejos.
Voltaire fue uno de tales espíritus atrevidos.
Ridiculizó todo linaje de ideas convencionales, para inducir las mentes
acomodaticias a sopesarlas personalmente. Su conducta le puso en un brete en su
patria y pasó largos períodos de su vida más allá de las fronteras de Francia.
La Revolución Francesa sobrevino algunos años después de su fallecimiento. Fue
decididamente igualitaria y anticlerical. Hubiera podido vaticinarse su efecto
sobre el pensamiento científico. Mucha gente interpretó las desmesuras de la
revolución como criaturas de la libertad de pensamiento, excesiva y dañina, en Francia
y echó la culpa a personas como Voltaire. Hubo, como discutible consecuencia
lógica, una reacción contra la ciencia, que puede traducirse como sigue: Si
eres contrario a la Revolución y a sus insensatas atrocidades, tienes que
defender aquellas cosas que intenta destruir. Como procura destruir la fe en la
Biblia, tienes que defender esa fe. Has de mirar con ojo hostil cuanto la mine.
Ya que la labor de los científicos empezaba a suscitar reservas sobre algunas
de las afirmaciones más esenciales de las Sagradas Escrituras, muchos hombres
—a menudo sin sospechar siquiera que sus premisas científicas eran deformadas
con ideas preconcebidas— seguían empeñados en practicar su disciplina con los
pies plantados en la creencia bíblica.
El cuarto problema que gravitó sobre las
meditaciones tempranas acerca de la evolución, fue mucho más sencillo y se
solventó de forma más expeditiva. Su fuente consistió en el conocimiento
confuso, impreciso, que los naturalistas tenían de los organismos vivos. Se
resolvería con sólo reunir especies y clasificarlas. El coleccionista no tenía
que molestarse en especular sobre cómo habían cobrado existencia. El
conocimiento acumulado bastaba como meta. Con él se provocó una sana actividad
colectora en los siglos XVIII y XIX. El propio Darwin colaboró en ella en su
juventud.
Una vez señalamos esos cuatro problemas como los
mayores obstáculos para la elaboración de una teoría útil de la evolución, se
hace necesario establecer una lista de los personajes que más contribuyeron a
eliminarlos. Así pues, y aunque pueda haber alguna discusión al respecto,
aparecen los seis nombres siguientes:
Linneo
(1707-1778)
Buffon
(1707-1788)
Hutton
(1728-1799)
Lamarck
(1744-1829)
Malthus
(1766-1834)
Cuvier (1769-1832)
Descontado Malthus, cuyas doctrinas sobre el
crecimiento de la población resuenan amenazadoramente hoy día en un planeta
cada vez más atestado, los restantes nombres acaso no sean muy familiares. Pero
hay que ver a través de sus mentes las nobles estructuras actuales de la
geología, biología y evolución. En la tarea de conocer en qué ambiente
intelectual nacieron Darwin y Wallace, nada es más oportuno que averiguar cuál
fue la obra de estos personajes tan excelentemente dotados. Desde el punto de
vista cronológico, conviene empezar con los dos primeros; y también lo es desde
el ideológico, pues bien merecerían el título de organizadores de lo que ocurriría
después.
Si nacieron el mismo año, no pudieron tener
principios más discrepantes. Uno era sueco y de cuna modesta; el otro, francés
de prosapia, que, por la influencia de sus relaciones aristocráticas, ocuparía
el cargo de director del Real Jardín Botánico de París; su nombre completo fue
el de Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon. El sueco se llamó en realidad
Carl Linné, pero como latinizó su nombre en Carolus Linnaeus, en los países
hispanoparlantes se le conoce por Carlos Linneo. Cuesta en nuestros días
hacerse cargo del renombre de que disfrutaron incluso durante sus existencias.
Tuvieron mucho en común. Poseyeron vigorosos intelectos e inagotable
diligencia. Los dos se especializaron en botánica. Ambos fueron motorizados por
la creciente ola de curiosidad que bañaba a Europa, el ávido deseo de dar
explicaciones y descripciones del mundo natural. Ambos escribieron libros de
autoridad e influjo épicos. Ambos tuvieron una muerte penosa.
CARLOS LINNEO
Linneo (1707-1778), de cuna modesta, supo sobreponerse a las dificultades y consiguió, en plena juventud, ir a Holanda para estudiar botánica. Vuelto a Suecia, emprendió la organización y la denominación de ejemplares vegetales. La organización era algo que se necesitaba, por decirlo así, desesperadamente. El ímpetu colonizador y explorador en todas las naciones europeas y el impacto de los exóticos ejemplares de animales y plantas que entraban en sus puertos en un sinfín de barcos, no sólo suscitaban una gran emoción en los naturalistas, sino también los abrumaba. El mundo occidental era presa de la afición irrefrenable de bautizar todas las cosas. Cada individuo ponía rótulo propio a sus muestras, conforme a su criterio de cómo debían distribuirse en categorías. Nadie prestaba oído a los demás. Reinaba el caos en las relaciones existentes en grupos enteros.
No había que ser un lince de la taxonomía para
comprender que el sábalo difería del sapo. Pero, ¿Qué decir de las numerosas
clases de sapos? ¿Cómo había que organizarlos de manera útil? ¿Y los gusanos?
¿Eran todos diferentes ejemplos del mismo modelo básico? Un hombre podía
perderse ante ellos, a no ser que comprendiese algo que hoy se entiende
perfectamente: No todos los gusanos son básicamente iguales. Hay discrepancias
radicales entre muchos, tan acusadas como las que separan una gallina de un
rinoceronte. Las ciencias naturales no cumplirían de modo efectivo su cometido
hasta que se aclarasen cosas como las apuntadas.
Detengámonos un instante a reflexionar lo que
implica la carencia de un buen catálogo en el intento de comprender la
naturaleza de los organismos vivos y sus relaciones mutuas. El estudiante de secundaria,
que asiste ahora a una clase de biología, se encuentra ante un orden tan nítido
como el cristal, en el que todas las criaturas ocupan la posición que les
corresponde. El paramecio que se observa con el microscopio, la rana que se
diseca y el ratón que se alimenta, todos disponen de emplazamiento lógico en la
densa ramificación del árbol de la vida. Hace doscientos años se necesitaba
esta claridad. El agua seguía turbia en la infancia de Darwin. Ya crecido, se
asombró cuando el eminente doctor Holland, que llegaría a ser el médico de la
reina Victoria, le dijo que las ballenas eran animales de sangre fría. Darwin
sabía la verdad, pero se mordió la lengua como muchacho bien educado.
Torpes errores como los del doctor Holland,
millares de ellos, fueron lo que Linneo ansió corregir, dedicando su vida a tal
misión. Para lograrlo, se requería un sistema ordenado de clasificación, y lo
inventó. Hoy tiene empleo universal y lleva su nombre: El sistema de
nomenclatura binomial de Linneo. Cometió equivocaciones, desde luego,
muchísimas equivocaciones, y aún se están corrigiendo. Pero su sistema pervive.
Es tan sencillo, tan fundamental para el estudio de la naturaleza, que los
estudiantes de los rudimentos de biología no se paran a preguntarse de dónde
viene, como tampoco lo hacen de los papeles de filtro que utilizan, ni de los
cultivos de agar en que logran que se multipliquen las bacterias.
Linneo dio dos nombres (de aquí lo de binomial)
latinos a cualquier organismo vivo. El primero fue el del género o genus,
y el segundo el de la especie o species. Un género es un grupo,
amplio o reducido, de criaturas semejantes, que están evidentemente muy
emparentadas, pero que abarca tipos individuales distintos entre sí. Éstos son
las especies. A continuación, incorporó los géneros en unidades más amplias,
que se parecían en algunos rasgos generales, éstas en otras mayores, y así
sucesivamente. Buen ejemplo de la clasificación de Linneo, para poner uno, es
presentar uno de los más hermosos pájaros canoros estadounidenses: La tanagra
escarlata o Piranga olivacea. Estos dos nombres denotan una clase
particular de ave, lo mismo que el nombre y el apellido de una persona la
individualizan dentro del grupo de personas. De la misma suerte, olivacea
indica una tanagra precisa dentro del grupo de parentesco trabado, compuesto de
otros cinco que forman el género Piranga: Las tanagras norteamericanas.
La trascendencia del sistema de Linneo se funda en que permite que esas cinco
comunidades de aves muy emparentadas se incluyan, de manera más laxa, en el cuerpo
más amplio de todas las tanagras del mundo. Con ellas, a docenas, se crea el
siguiente grupo, de mayor magnitud, o sea la familia.
Las tanagras de todo el globo terráqueo se
asemejan más entre sí que a los miembros de otras familias, como los paros,
tordos o mirlos. Para englobar todos se ha de admitir un orden, que es un
grupo más vasto que, en este caso incluye le universalidad de las aves, más
bien pequeñas, del orden de los pájaros. Sin embargo, no congrega todos los
animales alados. Hay águilas, cigüeñas, avestruces, colibríes, patos, etc.,
todos tan distintos de los demás como de los pájaros. El conjunto de todos ellos
es una clase. Esta clase congrega cuanto en la Tierra posee plumas y
pone huevos.
El sistema de Linneo. tal como se emplea hoy, no
se detiene aquí. Sitúa los pájaros en un grupo aún más dilatado, un filo
(del latín phylum), por haber observado que tienen algo común con otras
criaturas que no son aves, un espinazo o columna vertebral. La suma de los
seres que disponen de ella se clasifica en el filo de los cordados, en
el interior del cual se encuentra el subfilo de los vertebrados. En él
figuran cuatro clases de animales con espinazo: Peces, anfibios, reptiles y
mamíferos. En definitiva, la tanagra escarlata comparte con el tiburón, la rana
mugidora, la serpiente de cascabel y el hombre, una columna vertebral con un
cerebro en un extremo.
Por haber seres sin espinazo —por ejemplo, los
insectos y cefalópodos—, y otros carentes de cerebro —almejas, medusas y amebas—,
resulta patente la necesidad de crear otros filos que les den cabida. La
ciencia admite ahora veintiséis. La totalidad de estos filos compone el reino
de los animales multicelulares. Del mismo modo, un reino semejante, que
asciende desde las especies hasta el filo, a través del género, familia, orden
y clase, fue establecido para catalogar las plantas del mundo.
La misión que Linneo se impuso fue organizar
dentro de su sistema la enorme variedad de formas vivas, ciñéndose a su
especialidad; los vegetales. En su época se conocían menos especies que ahora,
pero, a la vez, las conocidas no se comprendían tan bien como en el presente.
Las características que las sitúan hoy día con seguridad —a menudo algo tan
oscuro como una ínfima, pero significativa peculiaridad esquelética de un ave,
o el aparato reproductor de una flor (más que su aparente relación con otra a
causa de una burda semejanza de color y forma)—, se han precisado lenta, aunque
constantemente. La obra prosigue en los siete continentes (pues se sabe ahora
que hay insectos y líquenes en el de la Antártida). Miles de hombres y mujeres
han dedicado su vida a ello. Según el entomólogo E. O. Wilson, se han descrito
1.700.000 especies. Puede haber en la actualidad no menos de cincuenta millones
de especies de insectos, únicamente.
Linneo, que dio el empujón inicial a este colosal
esfuerzo, apareció de repente en el escenario científico, cuando contaba sólo
veintiocho arios, con la publicación de su libro sobre la clasificación
titulado Systema Naturae (Sistema de la naturaleza). Tendría muchas
ediciones durante su vida, debido a las exigencias de nuevas especies y de
nuevas intuiciones. La primera tuvo 142 páginas, y la decimosexta, 2.300
distribuidas en tres volúmenes, porque Linneo recibía una riada de material de
todo el mundo. Por doquier los coleccionistas sintieron el prurito de cosechar
un destello de fama al ser mencionados por Linneo. Su influencia, que llegó a
ser enorme, persistió después de su muerte. Su eco lanzó a hombres como Darwin
y Alfred Russel Wallace, su contemporáneo, a emprender expediciones a parajes
remotos en busca de ejemplares desconocidos.
Dos hechos irónicos marcan la vida y la obra de
Linneo. El primero es que el gran maestro bautizador sufrió un ataque, tan
grave para su cerebro, que al final de su existencia ni siquiera recordaba su
mismo nombre, y, por consiguiente, mucho menos los millares de ellos que había
dado a otros organismos.
El segundo es más sutil. Sin la ordenada
disposición de los tipos que Linneo inauguró, no hubieran cobrado cuerpo las
ideas posteriores sobre la evolución. Comenzó su carrera firmemente convencido
de la inmutabilidad de las especies. Pero mientras su trabajo avanzó, y observó
las variaciones de las especies que se afanaba en clasificar, le surgieron dudas, al principio, y se acrecentaron, después. Las ediciones posteriores de
su libro omitieron sus declaraciones anteriores sobre ella. He aquí la ironía: Tal
vez principió a barruntar que un proceso vago como la evolución obraba en los
desvanes recónditos de la naturaleza; pero sus nombres, los rótulos que
comenzaban a imponer orden milagroso en el gran enredo de las cosas vivas,
contrariaron aquella sospecha y con efecto opuesto. Pusieron firme sello de
aprobación en el concepto de la inmutabilidad de las formas. Péguese una
etiqueta a algo, afírmese con un alfiler y cesa de retorcerse en el estante o
en la mente. Se vuelve estático, embutido, como preso en ámbar. Esa apariencia inmutable
persistiría hasta el siglo siguiente y dificultaría mucho que la evolución se
aceptase.
Continuaremos en futuras notas con los restantes miembros de este selecto grupo.
¡Hasta entonces!
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