domingo, 31 de julio de 2022

La Teoría de la Evolución. Sus precursores. Nota 2.

Bien, estimados amigos, continuamos nuestra recorrida por los personajes que sentaron las bases para que Darwin y Wallace formularan la Teoría de la Evolución. En este caso, hablaremos del Conde de Buffon, singular figura del siglo XVIII que, con su enorme entusiasmo, promoviera la discusión y el fecundo intercambio de ideas entre quienes, por ese tiempo, ya comenzaban a hacerse preguntas... 

Lo hacemos siempre bajo la guía de Maitland y Edey y su libro, La cuestión esencial.

Veamos, la ambición de Linneo, que fue grande, no admitió comparación con la del conde Buffon (1707-1788), que la superó con creces. Se dedicó a describir el mundo entero, sus orígenes y cuanto encerraba, y acabó componiendo una enciclopedia sobre la naturaleza, en cuarenta y cuatro tomos, la Histoire Naturelle, Générale et Particulaire (Historia natural, general y particular), vertida a otros idiomas tan pronto como los volúmenes aparecían. Fue la obra científica de mayor alcance y más influyente de su siglo, y con mucho la más popular, ya que combinó descripciones redactadas con elegancia con historias sobre la vida de una cantidad apabullante de plantas y animales, amén de introducir discursos sobre astronomía, edad de la Tierra y procesos vitales. Como otros, Buffon empezó a notar que las especies no estaban sometidas a inmutabilidad. Reparó en el éxito de ganaderos y cultivadores de frutos en cambiar y perfeccionar las castas, seleccionando las mejores con fines de reproducción. Observó que los colombófilos obtenían tipos fecundos y diferentes de los que había en estado natural. Resumió todo lo anterior en una declaración que merece ser subrayada:

Toda familia, así animal como vegetal, tiene idéntico origen, e incluso todos los animales proceden de uno solo, que, en la sucesión de las eras... ha producido todas las razas de los que ahora existen.

Realmente sorprende leer lo anterior, escrito casi a cien años de la aparición de Darwin. Asombrosa fue la mente de Buffon, capaz de adelantarse de modo tan pasmoso. Vio, como Malthus lo haría, que la vida se multiplicaba más aprisa que los alimentos, y que eso implicaba luchar por la supervivencia. Y también que había diferencias entre los individuos de una misma especie. Darwin amalgamaría aquellas ideas para hallar un mecanismo de evolución. Buffon jamás lo hizo, aunque rondó en los alrededores de manera en verdad fascinante. Su convencimiento creciente de que las especies no eran inmutables, le llevó a la audaz conjetura (ya mencionada) de que estuvieron probablemente emparentadas en un pretérito remoto. Comprendiendo la necesidad de éste, si las relaciones de parentela tenían que rastrearse a lo largo de un cambio parsimonioso, proporcionó un argumento. Calculó que la Tierra, caliente al comienzo, se había enfriado lo suficiente para acoger, la vida al menos 70.000 años antes; después propuso otros 70.000, al cabo de los cuales estaría tan gélida que la vida desaparecería. Las hipótesis sobre los cambios de temperatura le hicieron avanzar otro paso en forma de propuesta de solución del enigma de los fósiles: Eran ciertamente tipos extintos, y se habían extinguido a consecuencia del enfriamiento de nuestro planeta.

Por su aspiración de ordenar el universo, Buffon tuvo que convertirse en clasificador. Rechazó el sistema de Linneo, y llegó hasta la exageración de insistir que los dos nombres latinos de éste se pusieran en el dorso de los letreros de los ejemplares del Real Jardín Botánico, para no verlos. Su procedimiento de clasificación animal fue poco feliz. Jerarquizó los especímenes atendiendo a su utilidad para el hombre y comenzó con el caballo, «la más noble conquista alcanzada por los humanos». Ahora parece una tontera, pero, de todas maneras, revela con claridad el arraigo de la noción de la posición central del hombre en el cosmos..., antes de Darwin.

GEORGES-LOUIS LECLERC, CONDE DE BUFFON:
«DESCRIBIRÉ Y EXPLICARÉ TODO»

Observamos en Buffon una imaginación extraordinariamente inquieta, que intentó habérselas al mismo tiempo con demasiadas ideas esenciales. Entrechocaban unas con otras en un profundo océano vacío de información, cuya hondura se agrandaba tanto más, cuanto más cosas averiguaba Buffon. Se entreveían confusamente en las profundidades, con los bordes desdibujados y formas cambiantes, mientras se balanceaban en su mente, lejos del alcance del rayo iluminador de una teoría unificadora. Allí flotaban, a muchas brazas de las claras corrientes superficiales del pensamiento convencional: El mundo era reciente, y las especies, inmutables. Buffon creía lo opuesto: El mundo era viejo y las especies cambiaban.

La tragedia del conde fue que no se aferró a este criterio. Profesores de la Sorbona, a quienes ultrajó su herética manifestación sobre las especies antes copiada, examinaron su Histoire con detención y condensaron en catorce puntos una acusación contra él. Buffon se retractó en seguida: «Declaro que no alimenté el propósito de contradecir las Sagradas Escrituras y que creo con firmeza todo lo que dice sobre la Creación, bien en cuanto al tiempo, bien en cuanto a los hechos. Renuncio a todo lo que hay en mi libro que ataña a la formación de la Tierra, y, más en general, a todo lo que choque con la narración de Moisés.» Para calibrar con equidad a Buffon, recuérdese que era cortesano en una sociedad en que la corte era todo. Los hombres invertían sus vidas en descubrir expedientes para acercarse al trono o a los principales ministros, único modo de obtener patrocinio y privilegios. Buffon los consiguió llamando la atención de la amante del rey, madame de Pompadour, que se divertía y divertía a su señor haciendo pinitos de aficionada en el conocimiento de la naturaleza, lo que entonces se había convertido en moda de buen tono. En su salón comparecían científicos y eruditos, a quienes los elegantes de ambos sexos escuchaban, y con quienes ensanchaban los límites de sus refinados intelectos con conversaciones refinadas sobre asuntos refinados de la ciencia. Allí resplandecía Buffon, con sus elevadas especulaciones acerca del origen de la Tierra y sus absorbentes discursos sobre historias vivas de animales y plantas. Era joven, elegante, de vestimenta exquisita y palabra subyugante.

Mientras la marquesa de Pompadour estuvo en el candelero, todo fue a pedir de boca para él. La influencia de la dama le proporcionó el cargo de director del Real Jardín Botánico. Pero cuando cayó —y lo hizo de forma catastrófica ya que el soberano se cansó de ella—, Buffon se quedó sin “tutora”. Así se explica su indecorosa prisa en volver a la respetabilidad en el episodio de la acusación de la Sorbona. Tiempo después, cuando la marquesa reconquistó los favores regios, la carrera de su protegido prosiguió su trayectoria majestuosa. Fue elegido miembro de la Academia de Ciencias, el más alto honor intelectual de Francia (una vez más gracias a madame de Pompadour). Casó con la heredera de una gran fortuna y llegó a ser muy rico. Los volúmenes de su Histoire continuaron apareciendo sin interrupción, mediante el uso de un método semejante al de fabricación en cadena, con asistentes que trabajaban para él.

El transcurso de los años, a medida que se acercó el fin de su existencia, tuvo peso evidente en su obra. No cejó en sus esfuerzos ciclópeos, pero se deterioró su calidad. Nunca había sido científico escrupuloso, sino más bien persona de conocimientos y actividades enciclopédicos: Coleccionista, organizador, escritor, editor, autopropagandista, fuente de ideas y gran personaje público. Hoy hubiera sido ídolo de la televisión y las redes. Los fallos de su trabajo se mostraron cuando inteligencias científicas más rigurosas lo sometieron a crítica. Acabó por ser algo así como un monumento nacional, un cenotafio, que, por definición, no encierra sarcófago que lo justifique: Fachada magnífica e interior vacío. Sufrió un golpe aplastante cuando su adorado hijo, al que llamaba Buffonet, fracasó en la obtención de un cargo importante, clara prueba de que se había extinguido en la corte el influjo del padre. Peor aún. La linda y joven mujer de Buffonet fue seducida por el duque de Orleans, y luego por muchos otros, y se convirtió en escándalo. Pero, hasta el instante de su muerte, Buffon fue aún uno de los hombres más reverenciados de Francia. Los monarcas le visitaban. Su estatua se erigió en el Real Jardín Botánico. Las condecoraciones le cubrieron como las escamas a un pez. Rousséau, en un encuentro, besó el pavimento de su casa. A su entierro asistieron veinte mil personas. Luego, todo se trastocó. La Revolución se desencadenó al año de la muerte de Buffon. El populacho derribó su estatua, y sus restos fueron desenterrados y diseminados, en palabras de Will Durant, «por revolucionarios que no le perdonaron que fuese aristócrata, y su hijo fue guillotinado».

El hijo pronunció la última frase. Se ha olvidado a sus asesinos; en cambio, se guarda memoria de él, porque, en el momento anterior a la caída del tajo, exclamó: «Ciudadanos, me llamo Buffon.» Nada más, ni nada menos. Aquello significaba bastante para muchos franceses. Buffon nos legó su Histoire que dio a muchos la posibilidad de contemplar el mundo y las criaturas que lo habitan de un modo nuevo y osado. Que él, en su ansia de medrar, renegara convenientemente de sus proposiciones más atrevidas, no menoscaba el mérito de haberlas tenido. ni la influencia de que gozaron. El pensamiento convencional jamás sería el mismo de él.

El pensamiento convencional, tanto ordinario como científico, tuvo su centro doctrinal biológico, desde el siglo XVI al XIX, en el concepto que se conoce como la gran cadena de ser. Con él la ciencia acomodaba el mundo conocido con la Biblia que se consideraba el principio organizador de toda la vida. Era por completo estático y tenía en el meollo el acto (o actos) divino de la Creación universal. Las cosas vivas estaban engarzadas conforme a un plano superior inmutable, en una progresión lógica de formas, que iba desde los seres unicelulares más simples a los multicelulares, cada vez más complejos, para culminar en el más noble de todos: El hombre. Esta visión no necesitaba del tiempo ni tampoco de ningún cambio. Los simios seguían, en lo alto, a los humanos, y esta proximidad podía considerarse sin alarma alguna, porque no había más indicio de relación que la estampada arbitrariamente en unos y otros por el Creador. Resultaba impensable que unos pudieran descender de otros, o que tuvieran un antepasado común. ¿Cómo sería posible? Eran como eran, y siempre lo habían sido.

Aparte las sugerencias de variabilidad de Buffon, casi todos los estudiosos de la naturaleza llevaban a cabo sus investigaciones, a la sombra de la gran cadena de ser. Su lectura de la obra del conde los estimuló o disgustó en grado diverso; pero, en cualquier caso, no se sintieron impelidos a tomar sus ideas en serio, pues no se había molestado en asentarlas con argumentos y ejemplos, como se hacía en los teoremas de la geometría. Se asomaban acá y allá en su Histoire Naturelle como ocurrencias repentinas. En efecto, Buffon aporreaba y entreabría un número excesivo de puertas. Hubiera sido preciso un embate mucho más concentrado para producir brechas perceptibles en la fachada de la gran cadena de ser. Procederían en primer lugar de la geología, de un orbe en que menudearon cada vez más hombres de ojos perspicaces, que observaron la corteza terrestre y procuraron encontrar su sentido oculto.

La mayor parte de quienes llevaban a cabo tal inspección no eran científicos en la acepción que ahora posee el vocablo. Fuera de disciplinas como la astronomía, matemáticas, química y óptica —muchos de sus cultivadores gozaban del mecenazgo de reyes, que se servían de los hombres excepcionales a modo de preseas de su esplendor personal—, la ciencia apenas existió sino como forma aceptable de matar el tiempo en los siglos XVII y XVIII. No representaba algo de lo que pudiera vivir la persona ordinaria o hacia lo cual un padre bienintencionado orientase a su hijo. Por lo tanto, los interesados en lo que llegaría a ser ciencia —en particular las naturales—propendían a ser aficionados talentosos. Por lo general, fueron individuos acomodados y educados, movidos por la comprensión creciente de la complejidad del mundo, que comenzaba a ser desbrozado por las exploraciones y la tecnología. Gran parte de la ciencia auténtica estaba a la espera; aquellos hombres la forjarían. Casi todos fueron autodidactos espoleados por la curiosidad. Bastantes caballeros y párrocos rurales ingleses, de vida ordenada y con tiempo de sobra, ocuparon sus ocios con la botánica o la colección de ejemplares de toda clase, y muchos intercambiaron especímenes e información. Fueron apasionados escritores de cartas.

Uno de ellos, el reverendo John Ray (1627-1705), se convirtió en botánico experto, y hasta se anticipó a Linneo intentando crear un sistema de clasificación (muy poco refinado). Hoy día se le recuerda por sus esfuerzos para hacer cuadrar la doctrina bíblica con alarmantes granos de realidad que no coincidían con ella. Fue uno la impresión de un helecho fósil en una roca sumamente vieja. O el helecho era más antiguo que la fecha aceptada de la Creación, o su intrincado diseño se debía al capricho de las fuerzas geológicas. Luchó consigo mismo por admitir la segunda hipótesis, más el sentido común acabó por persuadirle de que aquello resultaba imposible. Más tarde, algunos tocones de un bosque desaparecido hacía mucho tiempo, enterrado en el sedimento de un estuario belga y vuelto a aflorar —¿cuántos siglos o centenares de siglos después?—, le pararon en seco. De golpe, la permanente superficie de la tierra se hizo erosiva y frágil. Los montes se alzaron y abatieron. El tiempo se dilató. Ray buscó tranquilidad en el comentario de «sea cual fuere la antigüedad de la Tierra y de los cuerpos que hay en ella, la estirpe humana es reciente».

Otro hombre se sentía acuciado por el tiempo de modo diferente. Edward Lhwyd vivía en una anfractuosa comarca de Gales, en la que los suelos de los valles se hallaban sembrados de enormes cantos rodados. No les prestó atención; siempre habían estado allí. Mas un día un gran canto rodado bajó con estrépito por la ladera montañesa. Lhwyd hizo averiguaciones y se enteró de que era el primer fenómeno de aquel género ocurrido hasta donde alcanzaba la memoria de los más ancianos de los valles. Si se necesitaba de cincuenta a cien años para que cayese una piedra, ¿cuántos tardarían en hacerlo millares de ellas? Porque, como podía comprobar, las había a miles.

 Rarezas aisladas como las descritas se acumularon poco a poco para martirio de los observadores de mente clara. Creció despacio el convencimiento de que el mundo podía ser muy viejo. Una forma de explicar aquellas anomalías, y hacer que se conformasen con la doctrina bíblica, estribaba en suponer un eslabonamiento de sucesos catastróficos, cada uno de los cuales habría causado descomposición y devastación de la superficie terrestre; el más reciente de ellos habría sido el diluvio de Noé. La teoría del catastrofismo se hizo muy popular en el siglo XVIII y se utilizó para interpretar muchas cosas anómalas. Por ejemplo, según ella, el Diluvio, torrente dislocador y absorbente, explicaba bien todos los cantos rodados de Lhwyd. Los esparció como simientes a lo largo y ancho de los valles, y en ellos siguieron hasta que Lhwyd apareció para contarlos. El que se desplomó fue el único que rodó cuesta abajo en el lapso de un milenio. Este género de razonamiento, que no satisfizo a la mente inquisitiva de unos pocos, contentó a la mayoría de la gente.

El catastrofismo conoció subdivisiones y disidentes, porque no lograba justificar todas las condiciones geológicas. Había el problema de la sedimentación, o sea el de colosales cantidades de materia terrena que la acción del agua había depositado durante asombrosas cantidades de tiempo, materia de todo género: barro, arcilla, grava, arena y más barro. Prosperó la teoría de que todos aquellos sedimentos habían ocurrido antes de que emergiera la tierra seca, cuando el cuerpo terrestre estaba cubierto por entero de una capa de agua. Los continentes aparecieron después, cuando el agua se escurrió a profundas cavernas subterráneas. Esta teoría se llamó neptunismo, derivación del nombre del dios romano del mar. Explicaba de modo plausible la sedimentación, pero no cómo o por qué desapareció el agua, o dónde se hallaban las cavernas. Como el propio Diluvio, el neptunismo se batió en retirada y el catastrofismo se robusteció.

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