Con motivo del lanzamiento del libro 'Las piezas de la evolución' de Neil Shubin (Pinolia, 2024), les traigo, estimados amigos, un interesante extracto de su primer capítulo, donde la ciencia y la historia se entrelazan para revelar los secretos de la vida en la Tierra.
Fósil de un pez. Foto: Istock
La evolución es una historia compleja y fascinante que ha intrigado a científicos y pensadores durante siglos. Ya hemos visto, en notas anteriores parte de su origen y desarrollo. Desde los primeros días de la paleontología, los investigadores han explorado rincones remotos del planeta en busca de pistas que expliquen cómo la vida en la Tierra ha cambiado de formas tan asombrosas a lo largo del tiempo. Gracias a estos esfuerzos, hoy en día contamos con una comprensión más clara de los procesos que llevaron a los peces a desarrollar extremidades y caminar sobre la tierra, a los reptiles a convertirse en majestuosas aves, y a los primates a evolucionar en seres humanos capaces de reflexionar sobre su propia existencia.
El
conocimiento acumulado por los paleontólogos, combinado con los avances en la
tecnología del ADN, ha permitido que por primera vez podamos responder
preguntas fundamentales sobre nuestra propia historia evolutiva. ¿Cómo han
ocurrido estos cambios tan trascendentales? ¿Es la vida en la Tierra producto
de una serie de eventos fortuitos o existe un patrón más profundo que guía la
evolución?
En
su libro Las
piezas de la evolución, el renombrado paleontólogo Neil
Shubin nos invita a embarcarnos en un viaje a través de los siglos para
desentrañar estos misterios. Con un estilo que combina rigor
científico con una narrativa accesible, Shubin explora los grandes hitos
evolutivos que han moldeado la diversidad biológica que conocemos hoy. Desde su
célebre descubrimiento del Tiktaalik roseae, un fósil que ofrece una ventana
única a la transición de la vida del agua a la tierra, hasta las preguntas más
fundamentales sobre el origen de las especies, Shubin ofrece una perspectiva
fresca y emocionante sobre la historia de la vida en nuestro planeta.
A
continuación, un extracto del primer capítulo
de Las piezas de la evolución, escrito por Neil Shubin y publicado
por Pinolia.
Cinco
palabras
Algunas
personas encuentran el propósito de su vida en un laboratorio o sobre el
terreno. Yo encontré el mío en la diapositiva de una presentación. Cuando era
estudiante de posgrado, asistí a una clase impartida por un científico veterano
sobre los grandes éxitos de la historia de la vida. Era un curso breve, una
especie de cita rápida con los grandes enigmas de la evolución. El tema de
debate de cada semana era una transformación evolutiva diferente. En una de las
primeras sesiones, el profesor mostró un corto de dibujos animados que mostraba
lo que sabíamos entonces, en 1986, sobre la transición de los peces a los
animales terrestres. En la parte superior del dibujo había un pez y en la
inferior un anfibio fósil primitivo. Una flecha señalaba del pez al anfibio. Lo
que me llamó la atención fue la flecha, no el pez. Miré la figura y me rasqué
la cabeza. Peces caminando por tierra: ¿Cómo podía ocurrir? Parecía un
enigma científico de primera clase al que dedicarme. Fue amor a primera vista.
Así empezaron cuatro décadas de expediciones a los dos polos y a varios
continentes, a la caza de fósiles que demostraran cómo se produjo este
acontecimiento.
Sin
embargo, cuando intentaba explicar mi búsqueda a mis familiares y amigos, a
menudo recibía miradas compasivas y secas preguntas. Transformar un pez en un
animal terrestre significaba desarrollar un nuevo tipo de esqueleto, con
extremidades para caminar en lugar de aletas para nadar. Además, tuvo que
surgir una nueva forma de respirar, con pulmones en lugar de branquias. También
tuvieron que cambiar la alimentación y la reproducción: comer y poner huevos en
el agua es muy diferente de lo que ocurre en tierra. Prácticamente todos los
sistemas del cuerpo tendrían que transformarse al mismo tiempo. ¿De qué
serviría tener extremidades para caminar en tierra si el animal no podía
respirar, alimentarse o reproducirse? Vivir en tierra requiere no solo un cambio,
sino la interacción de cientos de ellos. Esta dificultad es válida para cada
una de los miles de transiciones de la historia de la vida, desde los orígenes
del vuelo y la marcha bípeda hasta los orígenes de los cuerpos y la vida misma.
Mi búsqueda parecía condenada al fracaso desde el principio.
La
solución a este dilema se encuentra en una famosa cita de la dramaturga Lillian
Hellman. Al describir su vida —desde su inclusión en la lista negra del Comité
de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes durante la década
de 1950 hasta su duro estilo de vida— dijo una vez: «Nada, por supuesto,
empieza en el momento en que crees que empieza». Con esa frase describió,
por casualidad, uno de los conceptos más poderosos de la historia de la vida,
que explica el origen de casi todos los órganos, tejidos y fragmentos de ADN de
todas las criaturas del planeta Tierra.
Las
semillas de esta idea en biología comenzaron como consecuencia del trabajo de
una de las figuras más autodestructivas de toda la ciencia, que siendo fiel a
su estilo, cambió el campo al equivocarse.
Para
comprender el significado de los recientes descubrimientos sobre el genoma,
debemos remontarnos a una época anterior de exploración. La Inglaterra
victoriana fue un crisol de ideas y descubrimientos perdurables. Saber que las
ideas sobre cómo funciona el ADN en la historia de la
vida fueron desarrolladas en una época en la que la gente ni siquiera sabía que
existían los genes tiene algo de poético.
George
Jackson Mivart (1827-1900) nació en Londres en una familia fervientemente
evangélica. Su padre había ascendido de mayordomo a propietario de uno de los
principales hoteles de la ciudad. La posición de Mivart padre dio a su hijo la
oportunidad de alcanzar la posición social de un caballero y le concedió el
privilegio de realizar la carrera de su elección. Al igual que su
contemporáneo Charles Darwin, Mivart era un apasionado
por la naturaleza. De niño coleccionaba insectos, plantas y minerales, a menudo
tomaba muchas notas de campo e ideaba esquemas de clasificación. Mivart parecía
destinado a dedicarse a la historia natural.
Entonces
intervino el tema dominante de su vida personal: la lucha con la autoridad. En
su preadolescencia, Mivart se sintió cada vez más incómodo con la fe anglicana
de su familia. Para gran consternación de sus padres, se convirtió al
catolicismo romano. Este paso, audaz para un joven de dieciséis años, tuvo
consecuencias imprevistas. Su recién descubierta lealtad a la Iglesia
Católica le impidió asistir a Oxford o Cambridge, ya que el acceso a las
universidades inglesas estaba vetado a los católicos en aquella época. Al no
poder matricularse en un programa de historia natural, eligió la única opción
que le quedaba: estudiar Derecho en el Inns of Court, donde la religión no era
un obstáculo. Mivart se hizo abogado.
No está claro si Mivart ejerció alguna vez la abogacía, pero la historia natural siguió siendo su pasión. Aprovechando su condición de caballero, entró en la alta sociedad científica, donde entabló relaciones con figuras clave de la época, sobre todo con Thomas Henry Huxley (1825-95), que pronto se convertiría en un destacado defensor de las ideas de Darwin en la esfera pública. Huxley era un consumado anatomista comparativo por derecho propio y había reunido a un grupo de entusiastas aprendices. Mivart se hizo gran amigo del hombre, trabajó en su laboratorio e incluso participó en algunas de sus reuniones familiares. Bajo la tutela de Huxley, Mivart produjo algunos trabajos esenciales, aunque, sobre todo, descriptivos, acerca de la anatomía comparada de los primates. Estas descripciones detalladas del esqueleto siguen siendo útiles hoy en día. Cuando Darwin publicó su primera edición de El origen de las especies en 1859, Mivart se consideraba partidario de la nueva idea de Darwin, probablemente influido del fervor de Huxley.
Thomas H. Huxley.
Sin
embargo, y como había ocurrido con la fe anglicana de su juventud, Mivart
empezó a dudar sobre las ideas de Darwin y desarrolló objeciones intelectuales
a la idea darwiniana del cambio gradual. Empezó a manifestar sus ideas en
público, primero con suavidad y luego con más fuerza. Con pruebas que apoyaban
su desacuerdo, redactó una respuesta a El origen de las especies. Si le quedaban amigos
entre sus antiguos colegas del mundo de la historia natural, acabó de perderlos
con el simple cambio de una palabra del título de Darwin: La génesis de
las especies (On the Genesis of Species).
Como
si eso no fuera suficiente, Mivart empezó a criticar a la Iglesia católica.
Escribió varias publicaciones eclesiásticas donde señalaba que el nacimiento
virginal y la infalibilidad de la doctrina eclesiástica eran tan inverosímiles
como las ideas de Darwin. Con la publicación de La génesis de las
especies, Mivart fue prácticamente excomulgado de la ciencia. Sus
escritos llevaron a la Iglesia católica a excomulgarle seis semanas antes
de su muerte en 1900.
El
desafío de Mivart a Darwin refleja las encarnizadas luchas intelectuales de
la Inglaterra victoriana y al mismo tiempo
articula un escollo que mucha gente sigue teniendo con Darwin. Mivart abrió su
ataque refiriéndose a sí mismo en tercera persona, utilizando un lenguaje
destinado a establecer su credibilidad como una persona de mente abierta: «En
un principio, no estaba dispuesto a rechazar la fascinante teoría de
Darwin».
Mivart
empieza a exponer sus argumentos con un capítulo sustancial en el que esboza lo
que considera el defecto fatal de Darwin, llamándolo «la incompetencia de la
selección natural para dar cuenta de las etapas incipientes de las estructuras
útiles». El título es un poco como un trabalenguas, pero resume una cuestión
crucial: Darwin concebía la evolución como una sucesión de estados intermedios
e incontables de una especie a otra. Para que la evolución funcionara,
cada uno de esos estados intermedios tenía que ser adaptativo y aumentar la
capacidad del individuo para prosperar. Para Mivart, estas etapas intermedias
no parecían plausibles. Pongamos por ejemplo el origen del vuelo. ¿Qué utilidad
podría tener una fase temprana en el origen de unas alas? El fallecido
paleontólogo Stephen Jay Gould llamó a esta cuestión el «problema del
porcentaje del 2 % de un ala»: una diminuta ala primitiva en un ancestro de ave
no sirve para nada. En algún momento estas alas podrían llegar a ser lo
suficientemente grandes como para que un animal pudiese planear con ellas, pero
un ala diminuta no puede utilizarse para ningún tipo de vuelo propulsado.
Mivart
ofreció un caso tras otro en los que las etapas intermedias parecían
inverosímiles. Los peces planos tienen dos ojos en un lado del cuerpo, las
jirafas poseen los cuellos largos, algunas ballenas tienen barbas, varios
insectos imitan la corteza de los árboles y así sucesivamente. ¿Qué utilidad
podría tener un leve desplazamiento fraccionado de los ojos, el alargamiento
del cuello o una sutil variación de coloración? ¿Qué tal una mandíbula con solo
una astilla de barbas para alimentar a toda una ballena? La evolución, al
parecer, consistía en innumerables callejones sin salida entre los estados
finales de cualquier transición importante.
Mivart
fue uno de los primeros científicos en llamar la atención sobre el hecho de que
en las grandes transiciones evolutivas no cambia un solo órgano, sino todo un
conjunto de características corporales. ¿De qué serviría desarrollar
extremidades para caminar sobre la tierra si una criatura no tuviera pulmones
para respirar aire? Otro ejemplo: el origen del vuelo de las aves. El vuelo
motorizado requiere muchos inventos diferentes: alas, plumas, huesos huecos,
metabolismos elevados. Sería inútil que una criatura con huesos tan toscos como
los de un elefante o un metabolismo tan lento como el de una
salamandra desarrollara alas. Si para cualquier gran transformación es
necesario que cambien cuerpos enteros y que cambien simultáneamente muchas
características, ¿Cómo es posible que las grandes transiciones se produzcan de
forma gradual?
Mivart
fue uno de los primeros científicos en llamar la atención sobre el hecho de que
en las grandes transiciones evolutivas no cambia un solo órgano, sino todo un
conjunto de características corporales
En
el siglo y medio transcurrido desde la publicación de las ideas de Mivart, han
sido la piedra angular de muchas críticas a la evolución. En su momento, sin
embargo, también sirvieron para catalizar una de las grandes ideas de
Darwin.
Darwin
vio en Mivart un crítico importante. Mientras que la primera edición de El
origen de las especies fue en 1859; el libro del caballero inglés apareció en
1871. En la sexta edición definitiva de El origen de las especies,
publicada en 1872, Darwin añadió un nuevo capítulo para responder a sus
críticos, entre ellos Mivart.
Fiel
a las convenciones del debate victoriano, Darwin comenzó diciendo: «Un
distinguido zoólogo, el Sr. St. George Mivart, ha recopilado recientemente
todas las objeciones que otros y yo hemos presentado contra la teoría de la
selección natural, tal como la propuse junto con el Sr. Wallace, y las ha
ilustrado con admirable arte y fuerza». Y continuó: «Cuando se reúnen así,
forman un conjunto formidable».
Luego
acalló la crítica de Mivart con una sola frase, seguida de copiosos ejemplos
propios. «Todas las objeciones del Sr. Mivart serán, o han sido, consideradas
en el presente volumen. El único punto nuevo que parece haber impresionado a
muchos lectores es: “Que la selección natural es incompetente para explicar las
etapas incipientes de las estructuras útiles”. Este tema está íntimamente
relacionado con el de la gradación de los caracteres, a menudo acompañada de un
cambio de función».
Es
difícil sobrestimar la importancia que estas cinco últimas palabras han tenido
para la ciencia. Contienen las semillas de una nueva forma de ver las grandes
transiciones en la historia de la vida.
¿Cómo es posible? Como de costumbre, los peces aportan nuevas perspectivas.
Charles Darwin fotografiado hacia 1868.
Un soplo de aire fresco
Cuando Napoleón Bonaparte invadió Egipto en
1798, trajo con su ejército algo más que barcos, soldados y armas. Viéndose a
sí mismo como un científico, quería transformar a Egipto para controlar el Nilo,
mejorar su nivel de vida y comprender su historia cultural y natural. En su
equipo figuraban algunos de los principales ingenieros y científicos franceses.
Entre ellos se encontraba Étienne Geoffroy Saint-Hilaire (1772-1844).
A
los veintiséis años, Saint-Hilaire era un prodigio de la ciencia. Era
catedrático de zoología en el Museo de Historia Natural de París y estaba
destinado a convertirse en uno de los más grandes anatomistas de todos los
tiempos. Ya a los veinte años era popular por sus descripciones anatómicas de
mamíferos y peces. En el séquito de Napoleón tuvo la estimulante tarea de
diseccionar, analizar y dar nombre a muchas de las especies que los equipos de
Napoleón encontraban en los uadis, oasis y ríos de Egipto. Uno de ellos era un
pez del que el director del museo de París dijo más tarde que justificaba toda
la excursión egipcia de Napoleón. Por supuesto, Jean-François Champollion, que
descifró los jeroglíficos egipcios utilizando la Piedra Rosetta, probablemente
se opuso a esa descripción.
Con
sus escamas, aletas y cola, la criatura parecía un pez normal por
fuera. En la época de Saint-Hilaire, las descripciones anatómicas exigían
unas disecciones muy minuciosas, a menudo con la ayuda de un equipo de artistas
que plasmaban cada detalle importante en unas litografías preciosas, a menudo
coloreadas. La parte superior del cráneo tenía dos agujeros en la parte
trasera, cerca del hombro. Eso ya era extraño de por sí, pero la verdadera
sorpresa estaba en el esófago. Normalmente, trazar el esófago en la disección
de un pez es un asunto bastante anodino, ya que se trata de un simple tubo que
va de la boca al estómago. Pero este era diferente: tenía un saco de aire a
cada lado.
Este
tipo de saco era conocido por la ciencia de la época. Se habían descrito
vejigas natatorias en diversos peces; incluso Goethe, el poeta y filósofo
alemán, se refirió a ellas en una ocasión. Presentes tanto en especies
oceánicas como de agua dulce, estas bolsas se llenan de aire y luego se
desinflan, ofreciendo una capacidad de flotar neutra cuando un pez navega a
diferentes profundidades de agua. Como un submarino que expulsa aire al grito
de «¡sumérgete, sumérgete, sumérgete!», la concentración de aire de la vejiga
natatoria cambia, de forma que el animal es capaz de desplazarse a distintas
profundidades y presiones de agua.
Al
seguir diseccionando se llevaron otra sorpresa: estos sacos aéreos estaban
conectados al esófago a través de un pequeño conducto. Ese pequeño conducto,
una diminuta conexión entre el saco aéreo y el esófago, tuvo un gran impacto en
el pensamiento de Saint-Hilaire.
Observar
a estos peces en libertad no hizo sino confirmar lo que Saint-Hilaire dedujo de
su anatomía. Aspiraban aire por los orificios de la parte posterior de la
cabeza. Incluso, mostraban una forma de succión de aire sincronizada con
grandes cohortes de ellos resoplando al unísono. Los grupos de estos peces
bufadores, conocidos como bichires, solían emitir otros sonidos, como golpes o
gemidos, con el aire que inhalaban, con el objetivo de aparearse.
Estos
peces hacían otra cosa inesperada. Respiraban aire. Los sacos estaban llenos de
vasos sanguíneos, lo que demostraba que los peces utilizaban este sistema para
llevar oxígeno a su torrente sanguíneo. Y, lo que es más importante, respiraban
a través de los orificios de la parte superior de la cabeza, llenando los sacos
de aire mientras sus cuerpos permanecían en el agua.
Se
trataba de un pez que tenía branquias y un órgano que le permitía respirar
aire. Ni que decir tiene que este pez se convirtió en una causa célebre. Unas
décadas después del descubrimiento egipcio, un equipo austriaco fue enviado a
una expedición para explorar el Amazonas con motivo de la boda de una princesa
austriaca. El equipo recolectó varios insectos, ranas y plantas: nuevas
especies a las que dar nombre en honor de la familia real. Entre los
descubrimientos había un nuevo pez que, como cualquier otro, tenía branquias y
aletas. Pero en su interior también tenía unas inconfundibles tuberías
vasculares: no era un simple saco de aire, sino un órgano cargado de lóbulos,
riego sanguíneo y tejidos característicos de unos pulmones auténticamente
humanos. Se trataba de una criatura que tendía un puente entre dos grandes
formas de vida: los peces y los anfibios. Para captar la confusión, los
exploradores le dieron el nombre de Lepidosiren paradoxa, que en
latín significa «salamandra de escamas paradójicas».
Llámelos
como quiera —peces, anfibios o algo intermedio—, estas criaturas tenían aletas
y branquias para vivir en el agua, pero también pulmones para respirar aire. Y
no se trataba de un caso aislado. En 1860, se descubrió otro pez con pulmones
en Queensland (Australia).
Este
pez también tenía una dentadura muy característica. En forma de cuchillo plano,
esos dientes ya se habían encontrado en el registro fósil de una especie
extinguida hacía mucho tiempo: un animal llamado Ceratodus hallado
en rocas de más de 200 millones de años. La conclusión era clara: los peces
pulmonados que respiraban aire eran globales y llevaban cientos de millones de
años viviendo en la Tierra.
Una
observación aberrante puede cambiar nuestra forma de ver el mundo. Los pulmones
y las vejigas natatorias de los peces dieron lugar a una generación de
científicos interesados en explorar la historia de la vida observando tanto los
fósiles como los seres vivos. Los fósiles muestran cómo era la vida en un
pasado remoto y los seres vivos revelan cómo funcionan las estructuras
anatómicas y cómo se desarrollan los órganos desde el huevo hasta el adulto.
Como veremos, se trata de un método muy eficaz.
Fósil de pez Priscacara de la Formación Green River, Wyoming, EE.UU.
La
relación entre los estudios de fósiles y los embriones fue un fructífero campo
de investigación para los científicos naturales que siguieron a
Darwin. Bashford Dean (1867-1928) tuvo una distinción poco habitual en los
círculos académicos: es la única persona que ha ocupado un cargo de conservador
tanto en el Museo Metropolitano de Arte como, justo enfrente de Central Park,
en el Museo Americano de Historia Natural. Tenía dos pasiones en la vida: los
peces fósiles y las armaduras de combate. Fundó la colección y las exposiciones
de armaduras del Met, e hizo lo mismo con la colección de peces del Museo de
Historia Natural. Como corresponde a una persona con tales intereses, era un
individuo estrafalario. Diseñó su propia armadura y llegó a lucirla por las
calles de Manhattan.
La
relación entre los estudios de fósiles y los embriones fue un fructífero campo
de investigación para los científicos naturales que siguieron a Darwin
Cuando
no estaba vistiendo mallas medievales, Bashford Dean estudiaba peces antiguos.
Creía que en algún lugar de la transformación del embrión de huevo a
adulto estaban las respuestas a los misterios de la historia y al mecanismo de
descendencia de los peces actuales a partir de especies ancestrales. Comparando
embriones de peces con fósiles y repasando los trabajos de los laboratorios de
anatomía de la época, Dean vio que los pulmones y las vejigas natatorias tenían
en esencia el mismo aspecto durante el desarrollo.
Ambos
órganos brotan del tubo digestivo y ambos forman sacos de aire. La principal
diferencia es que las vejigas natatorias se desarrollan en la parte superior de
la trompa, cerca de la columna vertebral, mientras que los pulmones brotan de
la parte inferior, es decir, del vientre. A partir de estos datos, Dean
argumentó que las vejigas natatorias y los pulmones eran versiones diferentes
de un mismo órgano, formadas en el mismo proceso de desarrollo. De hecho,
prácticamente todos los peces, salvo los tiburones, tienen algún tipo de bolsa
de aire. Como muchas ideas científicas, la comparativa de Dean tiene una larga
historia. Sus antecedentes se remontan a los trabajos de los anatomistas
alemanes del siglo XIX.
Bien, hasta aquí el extracto del primer capítulo del libro de Shubin.
Me despedido, pero, no sin antes recordarles que: Si tienen un hijo, sobrino, nieto, o ustedes mismos a quien tienen que agasajar, qué mejor que regalarle mi libro de El Ajedrez de la B a la Q, Tomo I (no se demoren que ya viene el Tomo II), que podrán encontrar en Mi Librería:
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Ahora si, queridos amigos, llegados a este punto, me despido con un sonoro:
¡Hasta la próxima!
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