domingo, 1 de septiembre de 2024

Las piezas de la evolución

Con motivo del lanzamiento del libro 'Las piezas de la evolución' de Neil Shubin (Pinolia, 2024), les traigo, estimados amigos, un interesante extracto de su primer capítulo, donde la ciencia y la historia se entrelazan para revelar los secretos de la vida en la Tierra.

Fósil de un pez. Foto: Istock

La evolución es una historia compleja y fascinante que ha intrigado a científicos y pensadores durante siglos. Ya hemos visto, en notas anteriores parte de su origen y desarrollo. Desde los primeros días de la paleontología, los investigadores han explorado rincones remotos del planeta en busca de pistas que expliquen cómo la vida en la Tierra ha cambiado de formas tan asombrosas a lo largo del tiempo. Gracias a estos esfuerzos, hoy en día contamos con una comprensión más clara de los procesos que llevaron a los peces a desarrollar extremidades y caminar sobre la tierra, a los reptiles a convertirse en majestuosas aves, y a los primates a evolucionar en seres humanos capaces de reflexionar sobre su propia existencia.

El conocimiento acumulado por los paleontólogos, combinado con los avances en la tecnología del ADN, ha permitido que por primera vez podamos responder preguntas fundamentales sobre nuestra propia historia evolutiva. ¿Cómo han ocurrido estos cambios tan trascendentales? ¿Es la vida en la Tierra producto de una serie de eventos fortuitos o existe un patrón más profundo que guía la evolución?

En su libro Las piezas de la evolución, el renombrado paleontólogo Neil Shubin nos invita a embarcarnos en un viaje a través de los siglos para desentrañar estos misterios. Con un estilo  que combina rigor científico con una narrativa accesible, Shubin explora los grandes hitos evolutivos que han moldeado la diversidad biológica que conocemos hoy. Desde su célebre descubrimiento del Tiktaalik roseae, un fósil que ofrece una ventana única a la transición de la vida del agua a la tierra, hasta las preguntas más fundamentales sobre el origen de las especies, Shubin ofrece una perspectiva fresca y emocionante sobre la historia de la vida en nuestro planeta.

A continuación, un extracto del primer capítulo de Las piezas de la evolución, escrito por Neil Shubin y publicado por Pinolia.

Cinco palabras

Algunas personas encuentran el propósito de su vida en un laboratorio o sobre el terreno. Yo encontré el mío en la diapositiva de una presentación. Cuando era estudiante de posgrado, asistí a una clase impartida por un científico veterano sobre los grandes éxitos de la historia de la vida. Era un curso breve, una especie de cita rápida con los grandes enigmas de la evolución. El tema de debate de cada semana era una transformación evolutiva diferente. En una de las primeras sesiones, el profesor mostró un corto de dibujos animados que mostraba lo que sabíamos entonces, en 1986, sobre la transición de los peces a los animales terrestres. En la parte superior del dibujo había un pez y en la inferior un anfibio fósil primitivo. Una flecha señalaba del pez al anfibio. Lo que me llamó la atención fue la flecha, no el pez. Miré la figura y me rasqué la cabeza. Peces caminando por tierra: ¿Cómo podía ocurrir? Parecía un enigma científico de primera clase al que dedicarme. Fue amor a primera vista. Así empezaron cuatro décadas de expediciones a los dos polos y a varios continentes, a la caza de fósiles que demostraran cómo se produjo este acontecimiento. 

Sin embargo, cuando intentaba explicar mi búsqueda a mis familiares y amigos, a menudo recibía miradas compasivas y secas preguntas. Transformar un pez en un animal terrestre significaba desarrollar un nuevo tipo de esqueleto, con extremidades para caminar en lugar de aletas para nadar. Además, tuvo que surgir una nueva forma de respirar, con pulmones en lugar de branquias. También tuvieron que cambiar la alimentación y la reproducción: comer y poner huevos en el agua es muy diferente de lo que ocurre en tierra. Prácticamente todos los sistemas del cuerpo tendrían que transformarse al mismo tiempo. ¿De qué serviría tener extremidades para caminar en tierra si el animal no podía respirar, alimentarse o reproducirse? Vivir en tierra requiere no solo un cambio, sino la interacción de cientos de ellos. Esta dificultad es válida para cada una de los miles de transiciones de la historia de la vida, desde los orígenes del vuelo y la marcha bípeda hasta los orígenes de los cuerpos y la vida misma. Mi búsqueda parecía condenada al fracaso desde el principio.

La solución a este dilema se encuentra en una famosa cita de la dramaturga Lillian Hellman. Al describir su vida —desde su inclusión en la lista negra del Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes durante la década de 1950 hasta su duro estilo de vida— dijo una vez: «Nada, por supuesto, empieza en el momento en que crees que empieza». Con esa frase describió, por casualidad, uno de los conceptos más poderosos de la historia de la vida, que explica el origen de casi todos los órganos, tejidos y fragmentos de ADN de todas las criaturas del planeta Tierra.

Las semillas de esta idea en biología comenzaron como consecuencia del trabajo de una de las figuras más autodestructivas de toda la ciencia, que siendo fiel a su estilo, cambió el campo al equivocarse. 

Para comprender el significado de los recientes descubrimientos sobre el genoma, debemos remontarnos a una época anterior de exploración. La Inglaterra victoriana fue un crisol de ideas y descubrimientos perdurables. Saber que las ideas sobre cómo funciona el ADN en la historia de la vida fueron desarrolladas en una época en la que la gente ni siquiera sabía que existían los genes tiene algo de poético. 

George Jackson Mivart (1827-1900) nació en Londres en una familia fervientemente evangélica. Su padre había ascendido de mayordomo a propietario de uno de los principales hoteles de la ciudad. La posición de Mivart padre dio a su hijo la oportunidad de alcanzar la posición social de un caballero y le concedió el privilegio de realizar la carrera de su elección. Al igual que su contemporáneo Charles Darwin, Mivart era un apasionado por la naturaleza. De niño coleccionaba insectos, plantas y minerales, a menudo tomaba muchas notas de campo e ideaba esquemas de clasificación. Mivart parecía destinado a dedicarse a la historia natural. 

Entonces intervino el tema dominante de su vida personal: la lucha con la autoridad. En su preadolescencia, Mivart se sintió cada vez más incómodo con la fe anglicana de su familia. Para gran consternación de sus padres, se convirtió al catolicismo romano. Este paso, audaz para un joven de dieciséis años, tuvo consecuencias imprevistas. Su recién descubierta lealtad a la Iglesia Católica le impidió asistir a Oxford o Cambridge, ya que el acceso a las universidades inglesas estaba vetado a los católicos en aquella época. Al no poder matricularse en un programa de historia natural, eligió la única opción que le quedaba: estudiar Derecho en el Inns of Court, donde la religión no era un obstáculo. Mivart se hizo abogado.

No está claro si Mivart ejerció alguna vez la abogacía, pero la historia natural siguió siendo su pasión. Aprovechando su condición de caballero, entró en la alta sociedad científica, donde entabló relaciones con figuras clave de la época, sobre todo con Thomas Henry Huxley (1825-95), que pronto se convertiría en un destacado defensor de las ideas de Darwin en la esfera pública. Huxley era un consumado anatomista comparativo por derecho propio y había reunido a un grupo de entusiastas aprendices. Mivart se hizo gran amigo del hombre, trabajó en su laboratorio e incluso participó en algunas de sus reuniones familiares. Bajo la tutela de Huxley, Mivart produjo algunos trabajos esenciales, aunque, sobre todo, descriptivos, acerca de la anatomía comparada de los primates. Estas descripciones detalladas del esqueleto siguen siendo útiles hoy en día. Cuando Darwin publicó su primera edición de El origen de las especies en 1859, Mivart se consideraba partidario de la nueva idea de Darwin, probablemente influido del fervor de Huxley. 

Thomas H. Huxley. 

Sin embargo, y como había ocurrido con la fe anglicana de su juventud, Mivart empezó a dudar sobre las ideas de Darwin y desarrolló objeciones intelectuales a la idea darwiniana del cambio gradual. Empezó a manifestar sus ideas en público, primero con suavidad y luego con más fuerza. Con pruebas que apoyaban su desacuerdo, redactó una respuesta a El origen de las especies. Si le quedaban amigos entre sus antiguos colegas del mundo de la historia natural, acabó de perderlos con el simple cambio de una palabra del título de Darwin: La génesis de las especies (On the Genesis of Species). 

Como si eso no fuera suficiente, Mivart empezó a criticar a la Iglesia católica. Escribió varias publicaciones eclesiásticas donde señalaba que el nacimiento virginal y la infalibilidad de la doctrina eclesiástica eran tan inverosímiles como las ideas de Darwin. Con la publicación de La génesis de las especies, Mivart fue prácticamente excomulgado de la ciencia. Sus escritos llevaron a la Iglesia católica a excomulgarle seis semanas antes de su muerte en 1900. 

El desafío de Mivart a Darwin refleja las encarnizadas luchas intelectuales de la Inglaterra victoriana y al mismo tiempo articula un escollo que mucha gente sigue teniendo con Darwin. Mivart abrió su ataque refiriéndose a sí mismo en tercera persona, utilizando un lenguaje destinado a establecer su credibilidad como una persona de mente abierta: «En un principio, no estaba dispuesto a rechazar la fascinante teoría de Darwin». 

Mivart empieza a exponer sus argumentos con un capítulo sustancial en el que esboza lo que considera el defecto fatal de Darwin, llamándolo «la incompetencia de la selección natural para dar cuenta de las etapas incipientes de las estructuras útiles». El título es un poco como un trabalenguas, pero resume una cuestión crucial: Darwin concebía la evolución como una sucesión de estados intermedios e incontables de una especie a otra. Para que la evolución funcionara, cada uno de esos estados intermedios tenía que ser adaptativo y aumentar la capacidad del individuo para prosperar. Para Mivart, estas etapas intermedias no parecían plausibles. Pongamos por ejemplo el origen del vuelo. ¿Qué utilidad podría tener una fase temprana en el origen de unas alas? El fallecido paleontólogo Stephen Jay Gould llamó a esta cuestión el «problema del porcentaje del 2 % de un ala»: una diminuta ala primitiva en un ancestro de ave no sirve para nada. En algún momento estas alas podrían llegar a ser lo suficientemente grandes como para que un animal pudiese planear con ellas, pero un ala diminuta no puede utilizarse para ningún tipo de vuelo propulsado. 

Mivart ofreció un caso tras otro en los que las etapas intermedias parecían inverosímiles. Los peces planos tienen dos ojos en un lado del cuerpo, las jirafas poseen los cuellos largos, algunas ballenas tienen barbas, varios insectos imitan la corteza de los árboles y así sucesivamente. ¿Qué utilidad podría tener un leve desplazamiento fraccionado de los ojos, el alargamiento del cuello o una sutil variación de coloración? ¿Qué tal una mandíbula con solo una astilla de barbas para alimentar a toda una ballena? La evolución, al parecer, consistía en innumerables callejones sin salida entre los estados finales de cualquier transición importante. 

Mivart fue uno de los primeros científicos en llamar la atención sobre el hecho de que en las grandes transiciones evolutivas no cambia un solo órgano, sino todo un conjunto de características corporales. ¿De qué serviría desarrollar extremidades para caminar sobre la tierra si una criatura no tuviera pulmones para respirar aire? Otro ejemplo: el origen del vuelo de las aves. El vuelo motorizado requiere muchos inventos diferentes: alas, plumas, huesos huecos, metabolismos elevados. Sería inútil que una criatura con huesos tan toscos como los de un elefante o un metabolismo tan lento como el de una salamandra desarrollara alas. Si para cualquier gran transformación es necesario que cambien cuerpos enteros y que cambien simultáneamente muchas características, ¿Cómo es posible que las grandes transiciones se produzcan de forma gradual? 

Mivart fue uno de los primeros científicos en llamar la atención sobre el hecho de que en las grandes transiciones evolutivas no cambia un solo órgano, sino todo un conjunto de características corporales

En el siglo y medio transcurrido desde la publicación de las ideas de Mivart, han sido la piedra angular de muchas críticas a la evolución. En su momento, sin embargo, también sirvieron para catalizar una de las grandes ideas de Darwin. 

Darwin vio en Mivart un crítico importante. Mientras que la primera edición de El origen de las especies fue en 1859; el libro del caballero inglés apareció en 1871. En la sexta edición definitiva de El origen de las especies, publicada en 1872, Darwin añadió un nuevo capítulo para responder a sus críticos, entre ellos Mivart. 

Fiel a las convenciones del debate victoriano, Darwin comenzó diciendo: «Un distinguido zoólogo, el Sr. St. George Mivart, ha recopilado recientemente todas las objeciones que otros y yo hemos presentado contra la teoría de la selección natural, tal como la propuse junto con el Sr. Wallace, y las ha ilustrado con admirable arte y fuerza». Y continuó: «Cuando se reúnen así, forman un conjunto formidable». 

Luego acalló la crítica de Mivart con una sola frase, seguida de copiosos ejemplos propios. «Todas las objeciones del Sr. Mivart serán, o han sido, consideradas en el presente volumen. El único punto nuevo que parece haber impresionado a muchos lectores es: “Que la selección natural es incompetente para explicar las etapas incipientes de las estructuras útiles”. Este tema está íntimamente relacionado con el de la gradación de los caracteres, a menudo acompañada de un cambio de función». 

Es difícil sobrestimar la importancia que estas cinco últimas palabras han tenido para la ciencia. Contienen las semillas de una nueva forma de ver las grandes transiciones en la historia de la vida. 

¿Cómo es posible? Como de costumbre, los peces aportan nuevas perspectivas.

Charles Darwin fotografiado hacia 1868.

Un soplo de aire fresco

Cuando Napoleón Bonaparte invadió Egipto en 1798, trajo con su ejército algo más que barcos, soldados y armas. Viéndose a sí mismo como un científico, quería transformar a Egipto para controlar el Nilo, mejorar su nivel de vida y comprender su historia cultural y natural. En su equipo figuraban algunos de los principales ingenieros y científicos franceses. Entre ellos se encontraba Étienne Geoffroy Saint-Hilaire (1772-1844). 

A los veintiséis años, Saint-Hilaire era un prodigio de la ciencia. Era catedrático de zoología en el Museo de Historia Natural de París y estaba destinado a convertirse en uno de los más grandes anatomistas de todos los tiempos. Ya a los veinte años era popular por sus descripciones anatómicas de mamíferos y peces. En el séquito de Napoleón tuvo la estimulante tarea de diseccionar, analizar y dar nombre a muchas de las especies que los equipos de Napoleón encontraban en los uadis, oasis y ríos de Egipto. Uno de ellos era un pez del que el director del museo de París dijo más tarde que justificaba toda la excursión egipcia de Napoleón. Por supuesto, Jean-François Champollion, que descifró los jeroglíficos egipcios utilizando la Piedra Rosetta, probablemente se opuso a esa descripción. 

Con sus escamas, aletas y cola, la criatura parecía un pez normal por fuera. En la época de Saint-Hilaire, las descripciones anatómicas exigían unas disecciones muy minuciosas, a menudo con la ayuda de un equipo de artistas que plasmaban cada detalle importante en unas litografías preciosas, a menudo coloreadas. La parte superior del cráneo tenía dos agujeros en la parte trasera, cerca del hombro. Eso ya era extraño de por sí, pero la verdadera sorpresa estaba en el esófago. Normalmente, trazar el esófago en la disección de un pez es un asunto bastante anodino, ya que se trata de un simple tubo que va de la boca al estómago. Pero este era diferente: tenía un saco de aire a cada lado.

Este tipo de saco era conocido por la ciencia de la época. Se habían descrito vejigas natatorias en diversos peces; incluso Goethe, el poeta y filósofo alemán, se refirió a ellas en una ocasión. Presentes tanto en especies oceánicas como de agua dulce, estas bolsas se llenan de aire y luego se desinflan, ofreciendo una capacidad de flotar neutra cuando un pez navega a diferentes profundidades de agua. Como un submarino que expulsa aire al grito de «¡sumérgete, sumérgete, sumérgete!», la concentración de aire de la vejiga natatoria cambia, de forma que el animal es capaz de desplazarse a distintas profundidades y presiones de agua. 

Al seguir diseccionando se llevaron otra sorpresa: estos sacos aéreos estaban conectados al esófago a través de un pequeño conducto. Ese pequeño conducto, una diminuta conexión entre el saco aéreo y el esófago, tuvo un gran impacto en el pensamiento de Saint-Hilaire. 

Observar a estos peces en libertad no hizo sino confirmar lo que Saint-Hilaire dedujo de su anatomía. Aspiraban aire por los orificios de la parte posterior de la cabeza. Incluso, mostraban una forma de succión de aire sincronizada con grandes cohortes de ellos resoplando al unísono. Los grupos de estos peces bufadores, conocidos como bichires, solían emitir otros sonidos, como golpes o gemidos, con el aire que inhalaban, con el objetivo de aparearse. 

Estos peces hacían otra cosa inesperada. Respiraban aire. Los sacos estaban llenos de vasos sanguíneos, lo que demostraba que los peces utilizaban este sistema para llevar oxígeno a su torrente sanguíneo. Y, lo que es más importante, respiraban a través de los orificios de la parte superior de la cabeza, llenando los sacos de aire mientras sus cuerpos permanecían en el agua. 

Se trataba de un pez que tenía branquias y un órgano que le permitía respirar aire. Ni que decir tiene que este pez se convirtió en una causa célebre. Unas décadas después del descubrimiento egipcio, un equipo austriaco fue enviado a una expedición para explorar el Amazonas con motivo de la boda de una princesa austriaca. El equipo recolectó varios insectos, ranas y plantas: nuevas especies a las que dar nombre en honor de la familia real. Entre los descubrimientos había un nuevo pez que, como cualquier otro, tenía branquias y aletas. Pero en su interior también tenía unas inconfundibles tuberías vasculares: no era un simple saco de aire, sino un órgano cargado de lóbulos, riego sanguíneo y tejidos característicos de unos pulmones auténticamente humanos. Se trataba de una criatura que tendía un puente entre dos grandes formas de vida: los peces y los anfibios. Para captar la confusión, los exploradores le dieron el nombre de Lepidosiren paradoxa, que en latín significa «salamandra de escamas paradójicas». 

Llámelos como quiera —peces, anfibios o algo intermedio—, estas criaturas tenían aletas y branquias para vivir en el agua, pero también pulmones para respirar aire. Y no se trataba de un caso aislado. En 1860, se descubrió otro pez con pulmones en Queensland (Australia).

Este pez también tenía una dentadura muy característica. En forma de cuchillo plano, esos dientes ya se habían encontrado en el registro fósil de una especie extinguida hacía mucho tiempo: un animal llamado Ceratodus hallado en rocas de más de 200 millones de años. La conclusión era clara: los peces pulmonados que respiraban aire eran globales y llevaban cientos de millones de años viviendo en la Tierra. 

Una observación aberrante puede cambiar nuestra forma de ver el mundo. Los pulmones y las vejigas natatorias de los peces dieron lugar a una generación de científicos interesados en explorar la historia de la vida observando tanto los fósiles como los seres vivos. Los fósiles muestran cómo era la vida en un pasado remoto y los seres vivos revelan cómo funcionan las estructuras anatómicas y cómo se desarrollan los órganos desde el huevo hasta el adulto. Como veremos, se trata de un método muy eficaz. 

Fósil de pez Priscacara de la Formación Green River, Wyoming, EE.UU.

La relación entre los estudios de fósiles y los embriones fue un fructífero campo de investigación para los científicos naturales que siguieron a Darwin. Bashford Dean (1867-1928) tuvo una distinción poco habitual en los círculos académicos: es la única persona que ha ocupado un cargo de conservador tanto en el Museo Metropolitano de Arte como, justo enfrente de Central Park, en el Museo Americano de Historia Natural. Tenía dos pasiones en la vida: los peces fósiles y las armaduras de combate. Fundó la colección y las exposiciones de armaduras del Met, e hizo lo mismo con la colección de peces del Museo de Historia Natural. Como corresponde a una persona con tales intereses, era un individuo estrafalario. Diseñó su propia armadura y llegó a lucirla por las calles de Manhattan. 

La relación entre los estudios de fósiles y los embriones fue un fructífero campo de investigación para los científicos naturales que siguieron a Darwin

Cuando no estaba vistiendo mallas medievales, Bashford Dean estudiaba peces antiguos. Creía que en algún lugar de la transformación del embrión de huevo a adulto estaban las respuestas a los misterios de la historia y al mecanismo de descendencia de los peces actuales a partir de especies ancestrales. Comparando embriones de peces con fósiles y repasando los trabajos de los laboratorios de anatomía de la época, Dean vio que los pulmones y las vejigas natatorias tenían en esencia el mismo aspecto durante el desarrollo. 

Ambos órganos brotan del tubo digestivo y ambos forman sacos de aire. La principal diferencia es que las vejigas natatorias se desarrollan en la parte superior de la trompa, cerca de la columna vertebral, mientras que los pulmones brotan de la parte inferior, es decir, del vientre. A partir de estos datos, Dean argumentó que las vejigas natatorias y los pulmones eran versiones diferentes de un mismo órgano, formadas en el mismo proceso de desarrollo. De hecho, prácticamente todos los peces, salvo los tiburones, tienen algún tipo de bolsa de aire. Como muchas ideas científicas, la comparativa de Dean tiene una larga historia. Sus antecedentes se remontan a los trabajos de los anatomistas alemanes del siglo XIX.

Bien, hasta aquí el extracto del primer capítulo del libro de Shubin. 

Me despedido, pero, no sin antes recordarles que: Si tienen un hijo, sobrino, nieto, o ustedes mismos a quien tienen que agasajar, qué mejor que regalarle mi libro de El Ajedrez de la B a la Q, Tomo I (no se demoren que ya viene el Tomo II), que podrán encontrar en Mi Librería:


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Ahora si, queridos amigos, llegados a este punto, me despido con un sonoro:

¡Hasta la próxima!




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