Hoy les traigo, estimados amigos, una interesante y risueña nota de Lauren Slater que, como reza el título de esta nota, versa sobre la química del amor. La misma fue publicada en la prestigiosa National Geographic y resulta simpática e interesante de leer.
¡Que la disfruten!
Los científicos están descubriendo que el cóctel de sustancias químicas cerebrales que encienden la pasión es completamente distinto del que favorece las relaciones duraderas. ¿Qué es, entonces, lo que llaman amor?
La oxitocina es una hormona que favorece los sentimientos de conexión y
apego. La producimos cuando abrazamos a nuestra pareja de muchos años, o a
nuestros hijos.
Mi marido y yo nos
casamos a las ocho de la mañana. Era invierno, helaba, los árboles estaban
cubiertos de escarcha y unos pocos cuervos hacían equilibrios sobre los cables
de teléfono. Teníamos treinta y pocos años y nos considerábamos modernos y
escépticos, el tipo de gente que ironiza sobre la institución del matrimonio,
aunque la busque. Durante el bruch que ofrecimos a los
invitados, pusimos un buzón de sugerencias y pedimos que nos dieran
consejos para evitar el divorcio; nos parecía una idea divertida, pero casi
todas las sugerencias fueron tonterías. Cuando los invitados se fueron, la casa
se quedó en silencio. Había flores por todas partes: rosas rojas y helechos.
"¿Qué podemos hacer que sea realmente romántico?", pregunté a mi
marido. Benjamin sugirió que tomásemos un baño. Yo no quería bañarme. Un
almuerzo de salmón y vino blanco. Yo estaba harta de salmón.
La boda había
terminado, el silencio parecía sofocante y yo sentía la familiar decepción que
se experimenta cuando un acontecimiento largamente anhelado llega y se
va. ¿Qué podemos hacer que sea realmente romántico? Estábamos casados.
Hip, hip, hurra. Decidí dar un paseo. Me fui al centro, pegué la nariz contra
el escaparate de una panadería y observé a un hombre con las manos enharinadas,
aplastando y estirando la masa hasta darle forma de estrellas. Entré a
curiosear en una tienda de antigüedades. Al final, llegué al salón de
tatuajes. No soy el tipo de persona que se hace tatuajes, pero por alguna
razón, aquel frío y silencioso domingo decidí entrar. «¿La atienden?»,
me dijo una mujer.
«¿Hay algún tatuaje que
no sea permanente?», pregunté.
«Los de henna», me
respondió.
Me explicó que duraban
seis semanas, que se usaban en la India para las bodas y que eran sobrios,
hermosos y de color marrón. Me mostró fotografías de mujeres indias con joyas
en la nariz y los brazos cubiertos de sinuosos trazos de henna. Aquellos
tatuajes hablaban de la intrincada red tendida entre dos personas, de los lazos
que las unen y de la dificultad para encontrar los puntos donde las cosas
empiezan y terminan. Como acababa de casarme y estaba siendo víctima de
la desazón posmatrimonial, y anhelaba algo realmente romántico que me impulsara
a través de la noche, decidí hacerme uno.
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La ciencia arroja luz
sobre los lugares del cerebro que se activan en las relaciones amorosas y los
componentes químicos que participan.
«¿Dónde?», me preguntó
ella.
«Aquí», contesté,
señalándome con las manos el pecho y el vientre.
Ella arqueó las cejas y
dijo: «Muy bien».
Soy muy pudorosa, pero
me quité la blusa y me tumbé en la camilla, mientras la oía mezclar polvos y
pigmentos en la trastienda. Cuando volvió, llevaba un pequeño pote negro en
cuyo interior había una pasta roja y espesa, ligeramente brillante. Me adornó.
Me dio enredaderas y flores. Convirtió mi cuerpo en soporte de toda una
serie de nuevos jardines en crecimiento, y después, alrededor de mis caderas,
pintó los delicados eslabones de un cinturón de castidad. Al cabo de
una hora, seca ya la pintura, volví a vestirme y me fui a casa en busca de mi
flamante marido. Sabía que ése iba a ser mi regalo para él, el tipo de regalo
que sólo se ofrece una vez en la vida. Dejé que me desvistiera.
«¡Oh!», exclamó él,
alejándose para mirarme.
Me sonrojé, y
empezamos.
Ahora ya no estamos
empezando, mi marido y yo. No me sorprende. Incluso entonces, cuando llevaba
la ornamentación del deseo, sabía que los sinuosos trazos se borrarían
y los pigmentos se harían cada vez más tenues hasta desaparecer. Eso no me
preocupaba el día de mi boda.
Ahora sí. Ocho años
después, pálida como una funda de almohada, estoy aquí, con todo el equipaje y
los kilos de más que trae el tiempo. Y las preguntas se han vuelto más
insistentes. ¿Disminuye necesariamente la pasión con el paso de los
años? ¿Hasta qué punto podemos confiar en el amor romántico para elegir a
nuestra pareja? ¿Puede ser bueno un matrimonio en el que el amor erótico ha sido
sustituido por la amistad, o incluso por una sociedad financiera entre dos
personas, unidas por sus cuentas bancarias?
No me malinterpreten.
Aún amo a mi marido. Lo deseo más que a ningún otro hombre. Pero es
difícil mantener el romanticismo en la rutina en que se ha convertido nuestra
vida. Los lazos que nos unen se han ido deshilachando a causa de la
hipoteca y los niños, esos diablillos que se las arreglan para fortalecer el
vínculo, debilitando al mismo tiempo las fibras que lo componen. Benjamin y yo
ya no tenemos tiempo para salmón y vino blanco y, en nuestra casa, los baños
siempre incluyen el patito de goma.
Puede que suene triste,
pero no lo es. Mi matrimonio es como un jersey cómodo. Incluso las discusiones
tienen algo de afelpado, una cualidad tan familiar que sólo puede encontrarse
en el hogar. Y aun así…
En el mundo occidental
llevamos siglos produciendo poemas, novelas y dramas sobre los ciclos del amor,
sus transformaciones a lo largo del tiempo y la forma en que la pasión nos
agarra por el lánguido cuello para luego abandonarnos, superada la
locura. Hemos confiado en la literatura para explicar las complejidades
del amor, en leyendas de dioses celosos y flechas. Pero puede que esas
historias estén cambiando ahora que la ciencia toma la palabra para explicar lo
que siempre hemos considerado propio de los mitos y la magia. Hoy, nuevas
investigaciones vislumbran dónde reside el amor en el cerebro y los detalles de
sus componentes químicos.
La antropóloga
Helen Fischer es lo más parecido a una catedrática del deseo. Es
profesora de la Universidad Rutgers y vive en Nueva York, en un apartamento
lleno de libros cerca de Central Park, cuyos árboles rebosan de verdor y por
cuyos senderos pasean parejas cogidas de la mano. Ella ha dedicado gran
parte de su carrera al estudio de las vías bioquímicas del amor en todas sus
manifestaciones: deseo sexual, enamoramiento y cariño, así como sus idas y
venidas. Describe con seductora franqueza los altibajos del
amor, del mismo modo que otros hablarían de los valores bursátiles. «La
mujer utiliza inconscientemente el orgasmo para saber si un hombre le conviene.
Si es impaciente y brusco y ella no alcanza el orgasmo, puede intuir que tal
vez no será un buen marido ni un buen padre. Algunos científicos creen que el
orgasmo podría haber evolucionado para ayudar a la mujer a distinguir al
compañero adecuado del que no lo es.»
Una de las principales
actividades de la antropóloga en los últimos diez años ha sido observar
el amor, literalmente, mediante un aparato de resonancia magnética. Ella
y sus colegas Arthur Aron y Lucy Brown trabajaron con voluntarios que
habían estado «locamente enamorados» durante un promedio de siete meses.
Una vez dentro del aparato, les mostraban dos fotografías, una neutra y otra de
la persona amada.
Cuando los voluntarios
veían a la persona amada, las partes de su cerebro relacionadas con la
gratificación y el placer–el área tegmental ventral y el núcleo caudado– se
encendían. Pero lo que más entusiasmó a Fischer no fue tanto hallar la
localización del amor, como rastrear sus vías químicas específicas. El
amor enciende el núcleo caudado porque es la sede de una densa red de
receptores del neurotransmisor llamado dopamina, que en opinión de Fischer es
uno de los ingredientes de nuestro filtro de amor endógeno. En las
proporciones adecuadas, la dopamina induce energía, entusiasmo, concentración y
motivación para obtener recompensas. Por eso, cuando nos enamoramos,
podemos pasar una noche en vela, ver amanecer o bajar esquiando por una
pendiente que normalmente nos parecería demasiado abrupta. El amor nos hace
intrépidos, brillantes y dispuestos a correr auténticos riesgos, que a veces
superamos y a veces no.
Yo me enamoré por
primera vez a los 12 años, de un profesor, el señor McArthur. Usaba sandalias y
llevaba barba. Nunca había tenido a un hombre de profesor, y eso me parecía
terriblemente exótico. El señor McArthur hacía cosas que ningún otro profesor
se habría atrevido a hacer. Nos explicaba las leyes físicas de los pedos y nos
enseñó a hacer estallar un huevo.
Trastorno
obsesivo-compulsivo
Es posible que la
singular constelación de necesidades que me llevó a enamorarme de un hombre
capaz de hacer estallar un huevo sea interesante, pero en mi opinión, no tanto
como el recuerdo de las consecuencias puramente físicas del amor. Nunca había
sentido nada parecido. No podía quitarme al señor McArthur de la cabeza. Estaba
nerviosa y me mordisqueaba el interior de la mejilla hasta el punto de hacerme
sangre. La escuela se volvió a la vez aterradora y emocionante. ¿Lo vería en el
pasillo? ¿En la cafetería? Ojalá. Pero cuando mis deseos se cumplían y veía por
un momento a mi amado, no me sentía satisfecha, sino aún más inflamada de
anhelo. ¿Me había mirado? ¿Por qué no me había mirado? ¿Cuándo volvería a
verlo?
¿Te suena esta
historia? Quizá tenías 30 años cuando te pasó a ti, o tal vez 8, 80 o 25. A lo
mejor vivías en Katmandu, o tal vez en Kentucky. La edad y el lugar geográfico
son absolutamente irrelevantes. Donatella Marazziti, profesora de psiquiatría
de la Universidad de Pisa, ha estudiado la bioquímica del mal de amores. Tras
enamorarse en dos ocasiones y sentir el tremendo poder del amor, Marazziti
comenzó a interesarse por explorar las similitudes entre el amor y el
trastorno obsesivo-compulsivo.
Ella y sus
colaboradores midieron los niveles de serotonina en sangre de 24
individuos que se habían enamorado en los últimos seis meses y que se
pasaban al menos cuatro horas al día pensando obsesivamente en la persona
amada. La serotonina es probablemente la estrella de nuestros
neurotransmisores, alterada a su vez por los fármacos psiquiátricos estelares:
Prozac, Zoloft y Paxil, entre otros. Los investigadores formularon hace tiempo
la hipótesis de que las personas con trastorno obsesivo-compulsivo
(TOC) presentan un desequilibrio de la serotonina. Fármacos como el
Prozac parecen aliviar el trastorno, aumentando la cantidad disponible de este
neurotransmisor en las sinapsis de las neuronas.
Marazziti comparó los
niveles de serotonina de los enamorados con los de un grupo de personas
aquejadas de TOC y con los de otro grupo que ni padecía el trastorno ni era
presa de las pasiones del amor. Los niveles de serotonina en sangre tanto de
los obsesivos como de los enamorados eran un 40% más bajos que los de los
sujetos normales. Conclusión: el amor y el trastorno
obsesivo-compulsivo pueden tener un perfil químico similar. Conclusión: a veces
es difícil distinguir el amor de la locura. Conclusión: no seas tonto. No te
enamores.
Obviamente, ése es un
consejo que ninguno de nosotros podemos seguir. Nos enamoramos, e incluso lo
hacemos una y otra vez, sometiéndonos en cada ocasión a un estado mental
bastante enfermizo. Sin embargo, aún hay esperanza para los que sufren
una pasión irrefrenable: el Prozac. No hay nada como la pastillita
bicolor para apaciguar el impulso sexual y sentirse ahíto ante el festín de los
sentidos. Helen Fischer cree que el consumo de fármacos como el Prozac
socava la capacidad de enamorarse y de conservar la pasión. Al embotar
las aristas más afiladas del amor y su correspondiente libido, hace que las
relaciones se estanquen. «Conozco una pareja que estaba al borde del divorcio
–cuenta la antropóloga–. La mujer estaba tomando antidepresivos. Cuando los
dejó, volvió a tener orgasmos, volvió a sentir atracción sexual por su marido y
ahora vuelven a estar enamorados.»
Los psicoanalistas han
elaborado incontables teorías para explicar de quién nos enamoramos. Freud
habría dicho que nuestra elección está influida por el deseo insatisfecho de
acostarnos con el progenitor del sexo opuesto. Según Jung, la pasión se ve
impulsada por algún tipo de inconsciente colectivo. Actualmente, psiquiatras
como Thomas Lewis, de la Facultad de Medicina de la Universidad de California
en San Francisco, creen que el amor romántico tiene sus raíces en las primeras
experiencias infantiles de intimidad física: cómo nos sentíamos durante la
lactancia, el rostro de nuestra madre y todas esas sensaciones de puro bienestar
sin conflictos que quedan grabadas en nuestra mente y que tratamos de recuperar
a lo largo de nuestra vida adulta. Según esta teoría, amamos a quien amamos no
por el futuro que esperamos construir sino por el pasado que esperamos
rescatar. El amor es reactivo, no proactivo, no mira al frente, sino al
pasado. Quizá sea por eso que alguien nos parece «la persona adecuada». Y
si nos resulta «familiar», es porque en realidad lo es. Tiene algún rasgo,
olor, sonido o tacto que despierta en nosotros recuerdos dormidos.
El amor y el
trastorno obsesivo-compulsivo pueden tener un perfil químico similar
Cuando conocí al que
sería mi marido, pensé que esa teoría psicológica era más o menos acertada. Mi
marido es pelirrojo y habla en voz baja. Es químico, y a veces se comporta de
un modo un poco raro y extravagante. Un día antes de nuestra boda, metió una
rosa en nitrógeno líquido para congelarla y después la arrojó contra la pared,
donde estalló espectacularmente en mil pedazos. También mi padre es pelirrojo,
habla en voz baja y tiene muchas excentricidades. Solía ponerse a cantar de
repente, sin motivo aparente.
Sin embargo, es posible
que mis teorías sobre los motivos que me impulsaron a enamorarme de mi marido
no sean más que majaderías. La psicología evolutiva hace tiempo que ha
rechazado a Freud, el complejo de Edipo y todas esas cosas trascendentes, para
centrarse en las habilidades más sencillas de la supervivencia. Esta hipótesis
plantea que encontramos atractivas a las personas que parecen saludables, por
lo cual las elegimos como pareja. La salud, aseguran los psicólogos
evolutivos, se manifiesta en las mujeres en un índice cintura-cadera del
70%, y en los hombres, en rasgos toscos que sugieren un abundante torrente
de testosterona en la sangre. El índice cintura-cadera es importante para el
éxito del parto y, según estudios realizados, ese coeficiente concreto indica
una mayor fertilidad. En cuanto al aspecto tosco, el caso es que un hombre con
una buena dosis de testosterona probablemente tiene también un sistema
inmunitario resistente, y por lo tanto tiene más probabilidades de dar a su
compañera hijos saludables.
Quizá nuestra elección
de pareja sea una simple cuestión de olfato. Claus Wedekind, de la Universidad
de Lausana, Suiza, realizó un interesante experimento con camisetas
sudadas. Reunió a 49 mujeres y les pidió que olieran una serie de
camisetas que habían sido usadas por diversos hombres no identificados con
distintos genotipos en lo referente al olor corporal y al sistema inmunitario.
Después les indicó que señalaran las camisetas que olían mejor y las que olían
peor. Wedekind observó que las mujeres preferían el olor de las camisetas de
los hombres cuyo genotipo difería más del suyo, quizá porque dicho
genotipo determina algún rasgo del sistema inmunitario que ellas no tienen. De
ese modo, las mujeres incrementan las probabilidades de tener hijos sanos.
Resulta difícil creer
que estemos tan determinados por la biología, sin advertirlo siquiera. Después
de todo, no conozco a nadie que haya dicho nunca «me casé con él por su olor
corporal». Nada de eso. La explicación suele ser «me caso con él (o con ella) porque
es inteligente, porque es guapo, porque es divertido o porque es
cariñoso». Pero quizás estemos tan ciegos respecto al amor como cuando
estamos enamorados. Si todo se reduce a la prueba del olfato, entonces
los perros nos llevan una clara ventaja en lo que respecta a elegir pareja.
Nos preguntamos por qué
no dura la pasión amorosa. ¿Cómo es posible que un lunes nos parezca una
persona guapísima, y 364 días después, la misma persona nos parezca vulgar? No
es posible que el objeto de nuestros afanes haya cambiado tanto. Todavía tiene
los mismos ojos. Su voz ronca, que tanto nos gustaba, ahora nos irrita; parece
como si necesitara antibióticos. O quizá seamos nosotros quienes necesitemos
antibióticos, porque la persona a quien antes amábamos y veíamos cubierta de
luz celestial se ha convertido en una especie de infección que nos agota y nos
absorbe toda la energía.
Los
científicos piensan que el romance es panhumano y está engarzado en nuestro
cerebro desde el pleistoceno.
La pasión termina
Estudios realizados en
todo el mundo confirman que la pasión termina. No es de
extrañar, por lo tanto, que muchas culturas consideren absurdo basarse en algo
tan pasajero para elegir al compañero de toda la vida.
Helen Fischer ha
sugerido que las rupturas suelen producirse al cabo de cuatro años de
relación, porque ése es más o menos el tiempo necesario para concebir, gestar y
criar a un bebé. La pasión, ese sentimiento salvaje, radiante e
insensato, resultaría ser algo práctico después de todo. No sólo
necesitamos copular; también necesitamos suficiente pasión para procrear. Después,
los sentimientos de apego predominan mientras los miembros de la pareja
colaboran en la crianza de un bebé indefenso. Cuando el niño ya ha sido
destetado, se puede quedar con su hermana, con sus tías o con amigos. El
padre y la madre ya son libres para encontrar otra pareja y tener más hijos.
Desde el punto de vista
biológico, las razones de que el amor romántico se desvanezca pueden hallarse
en el modo en que nuestro cerebro responde a las oleadas de dopamina
que acompañan a la pasión y nos hacen volar. Los consumidores de
cocaína conocen el fenómeno de la tolerancia, por el cual el cerebro se adapta
al suministro excesivo de droga. Quizá las neuronas se desensibilizan y
necesitan cada vez más sustancia para producir la misma subida.
Tal vez sea bueno que
el romance se diluya. ¿Existirían avances tecnológicos si nos pasáramos
la vida embelesados? En lugar de una civilización en permanente
evolución sólo tendríamos flores, bombones y anticonceptivos. Si el
estado químicamente alterado inducido por el amor romántico es
equiparable a un trastorno mental o a la euforia inducida por las drogas, una exposición
demasiado prolongada a la pasión amorosa podría producir daños psicológicos.
Cuentan que en la India
había un chico y una chica que se enamoraron. Su relación era escandalosa e
ilegítima porque pertenecían a castas diferentes. Es fácil imaginar sus encuentros
clandestinos bajo una luna blanca y redonda. ¿Quién hubiese podido negarles el
placer o condenar la fuerza de su atracción?
Sus padres. En un caso
reciente, dos jóvenes de castas distintas fueron ahorcados por sus propios
padres delante de centenares de personas del pueblo. Una pareja que se fugó
para casarse fue desnudada y golpeada. Y otra pareja se suicidó cuando sus
padres les prohibieron casarse.
El amor
romántico
Los antropólogos solían
pensar que el amor romántico era una idea occidental, un subproducto
burgués de la Edad Media, apto sólo para gente sofisticada que lo disfrutaba en
los cafés de París, entre sábanas de seda o en hermosos salones frente a un
fuego crepitante. Se suponía que los no occidentales, sobrecargados de obligaciones
personales y sociales, no tenían espacio para las pasiones individuales. ¿Cómo
podía una cultura colectivista celebrar o legitimar de algún modo la obsesión
por un único individuo que es la definición del enamoramiento? ¿Podía sentir
pasión un campesino lleno de piojos?
Desde luego que
sí. Ahora los científicos piensan que el romance es panhumano y está
engarzado en nuestro cerebro desde el pleistoceno. En un estudio realizado
en 166 culturas, los antropólogos William Jankowiak y Edward Fischer observaron
en 147 de ellas evidencias de amor pasional. En otro estudio, hombres y mujeres
de Europa, Japón y Filipinas cuantificaron en una encuesta sus experiencias de
amor pasional. Los tres grupos manifestaron sentir la pasión con la misma
intensidad abrasadora.
Pero, aunque el
amor romántico sea universal, su expresión cultural no lo es. Para la etnia
fulbé del norte de Camerún, la compostura es más importante que la pasión. Los
hombres que pasan demasiado tiempo en compañía de sus esposas son
ridiculizados, y los que pierden la calma por culpa del amor se consideran
víctimas de un peligroso conjuro. Puede que el amor sea inevitable,
pero para los fulbé sus manifestaciones son vergonzosas y equiparables
a una enfermedad o a la ineptitud social.
En la India, el
amor romántico se considera tradicionalmente un peligro, una amenaza
para el elaborado sistema de castas, en el cual los matrimonios se conciertan
como medio de salvaguardar las estirpes y los linajes. De ahí que se cuenten
historias truculentas, que son en realidad advertencias de lo que puede suceder
cuando uno se deja llevar por sus impulsos.
Actualmente, los
matrimonios por amor parecen ir en aumento en la India, a menudo en abierto
desafío a los deseos de los padres.
Aunque las películas de
Bollywood celebran el triunfo del amor romántico, la mayoría de los indios
todavía cree que los matrimonios concertados tienen más probabilidades de éxito
que las uniones por amor. En una encuesta realizada entre estudiantes
universitarios indios, el 76% afirmó que se casaría con una persona que tuviera
todas las virtudes necesarias, aunque no estuviera enamorado de ella (en
comparación con sólo el 14% de los estadounidenses). El matrimonio se considera
un paso demasiado importante como para darlo al azar.
Renu Dinakaran es una
atractiva mujer de 45 años que vive en Bangalore. Acude a nuestra cita vestida
al estilo occidental, con mallas negras y camiseta. Vive en un apartamento bien
amueblado en esta agitada ciudad de la India, donde las vacas duermen en las
avenidas, entre coches minúsculos que circulan soltando nubes de humo negro por
el tubo de escape.
Renu nació en una
familia india tradicional, en la que lo lógico era un matrimonio concertado. No
le gustaba que decidieran por ella, siendo como era una estupenda jugadora de
tenis y más lista que muchos de los hombres que conocía. Sin embargo, a los 17
años la casaron con un primo hermano al que apenas conocía. Le
hubiera gustado aprender a quererlo, pero no pudo. En su opinión, muchos
matrimonios concertados son casos de «violación legitimada por el Estado».
Renu tenía la esperanza
de que algún día amaría a su marido, pero a medida que pasaban los años sentía
menos amor, hasta que al final, debilitada y amargada, harta
del confinamiento impuesto en casa de sus suegros y de que la envolvieran en
saris que le dificultaban los movimientos, Renu hizo lo que la cultura india
tradicional prohíbe. Se marchó de casa. Tenía dos hijos y se los llevó
con ella. Llevaba grabada en la mente una vieja película que había visto por
televisión, una película tan extraña y seductora, tan desconcertante y
reconfortante al mismo tiempo, que no podía quitársela de la cabeza. Era el año
1986. La película, Love Story.
«Antes de ver películas
como Love Story, no conocía el poder que puede tener el amor»,
dice. Al final, Renu tuvo suerte. En Mumbai conoció a un hombre llamado Anil, y
entonces, por primera vez, sintió la pasión. «Cuando encontré a Anil
fue diferente a todo lo que había conocido hasta entonces. Fue el primer hombre
con quien tuve un orgasmo. Me sentía en las nubes, todo el tiempo en las nubes. Y
sabía que no iba a durar, que no podía durar, y esa idea me producía una dulce
sensación de nostalgia, como si estuviéramos presenciando el final mientras nos
descubríamos mutuamente.»
Cuando Renu habla del
final, no se refiere al final de su relación con Anil, sino al final de una
etapa concreta. Todavía siguen felizmente casados, se hacen compañía, se
quieren, aunque ya no con aquella loca pasión, y tienen un juguetón dachshund
negro que compraron juntos. Su relación, antes tan llena de ardor, sigue
cociendo a fuego lento, a suficiente temperatura para que los dos estén a
gusto. Ambos lo agradecen.
«¿Que si me gustaría
volver a sentir aquella pasión? –se pregunta Renu–. A veces sí. Pero, a decir
verdad, era agotador».
Oxitocina: la
hormona del apego
Desde el punto de vista
fisiológico, esta pareja ha pasado de la pasión amorosa, un estado
saturado de dopamina, a la relativa calma de un vínculo inducido por la
oxitocina. La oxitocina es una hormona que favorece los sentimientos de
conexión y apego. La producimos cuando abrazamos a nuestra pareja de
muchos años, o a nuestros hijos. La producen las madres cuando amamantan a sus
pequeños. Los topillos de la pradera, animales con elevados niveles de
oxitocina, se emparejan de por vida. Cuando los científicos les bloquean los
receptores de oxitocina, estos roedores no forman vínculos monógamos y tienden
a rondar en busca de parejas.
Algunos investigadores opinan
que el autismo, trastorno caracterizado por una profunda incapacidad de
establecer y mantener conexiones sociales, está relacionado con una deficiencia
de oxitocina. Se han hecho experimentos con personas autistas tratándolas
con oxitocina, y en algunos casos ha contribuido a aliviar los síntomas.
Se cree que en las
relaciones largas que funcionan, como la de Renu y Anil, la oxitocina está
presente en abundancia en ambos miembros de la pareja. En las relaciones
largas que nunca llegan a despegar, como la de Renu y su primer marido, o que
se derrumban una vez superada la pasión inicial, es probable que la pareja no
haya encontrado la forma de estimular o mantener la producción de oxitocina.
«Pero hay cosas que
ayudan –apunta Helen Fischer–. Los masajes. Hacer el amor. Esas cosas estimulan
la producción de oxitocina y estrechan los lazos de la pareja.»
Bien, supongo que es un
buen consejo, pero se basa en el supuesto de que todavía quieres tener sexo con
el pesado de tu marido. ¿Tienes que fingir deseo hasta sentirlo de verdad?
«Sí –responde Fischer–.
Suponiendo que la relación sea razonablemente saludable, acabarás sintiendo
apego por tu pareja si tienes suficientes orgasmos con ella. Estimularás la
oxitocina.»
Tal vez sea cierto,
pero suena desagradable. Es justo lo que me decía mi madre sobre las verduras:
«Sigue comiendo guisantes y verás como acaban gustándote». Pero siguen sin
gustarme.
El termómetro marca 32
grados el día que mi marido y yo partimos de Boston a Nueva York para asistir a
clases de besos. Con dos hijos, dos gatos, dos perros, una casa pareada y un
sistema educativo de dudosa calidad, puede que sepamos cómo se besa, pero en el
fragor de nuestras agitadas vidas hemos olvidado cómo besarnos.
La Escuela de Besos,
dirigida por Cherie Byrd, terapeuta de Seattle, imparte sus clases en la planta
12 de un deteriorado edificio de Manhattan. Dentro, la sala está pintada de
blanco, y sobre una mesa embaldosada hay botellas de néctar de plátano y
albaricoque, una tetera con té verde, caramelos de menta y cacao para los
labios. Los otros alumnos, algunos de los cuales vienen de lugares tan lejanos
como Vietnam o Nigeria, están alegremente tumbados en el suelo, sobre mantas y
almohadones. La clase durará siete horas.
Byrd empieza con el
masaje de pies. «Para besar bien, hay que dominar los acercamientos previos a
los besos», asegura. El acercamiento previo supone masajear los olorosos pies de
mi marido, pero eso no es tan malo como cuando le toca a él masajear los míos.
Poco antes de salir de casa he pisado accidentalmente un pañal que el perro
había sacado de la basura, y aunque me he lavado, me pregunto si habrá sido
suficiente.
«Inhalamos –nos dice
Byrd, enseñándonos a tomar aire–... Exhalamos.» Y enseguida llama la atención a
mi marido. «No te centres tanto en los dedos. Avanza hacia la pantorrilla.»
Byrd nos explica otras
cosas acerca del arte del beso. Nos describe el movimiento de la energía a
través de varios chakras y la manifestación de la emoción en los labios. Nos
habla de la importancia de besar con todos los sentidos y nos enseña a
establecer contacto visual como preludio y a susurrar de manera adecuada. Pasan
muchas horas. Suena mi teléfono móvil. Es la canguro. Nuestro hijo de un año
tiene fiebre. Tenemos que interrumpir la lección. Salimos corriendo. Luego, en
casa, les cuento a mis amigos lo que hemos aprendido en la Escuela de Besos:
que no tenemos tiempo para besarnos.
Un matrimonio
perfectamente típico. El amor en Occidente.
Afortunadamente he oído
de otras prácticas para estimular el amor. Arthur Aron, psicólogo de la
Universidad Stony Brook de Nueva York, realizó un experimento que ilustra
algunos de los mecanismos de la atracción entre dos personas. Reunió
a un grupo de hombres y mujeres y los distribuyó por varias salas en parejas de
sexos opuestos para que realizaran una serie de tareas, entre ellas la de
contarse detalles personales. Luego pidió a cada pareja que se mirara a los
ojos durante dos minutos. Aron comprobó que la mayoría de las parejas, que
hasta ese momento eran completos desconocidos, experimentaron sentimientos de
atracción. De hecho, una de ellas incluso se casó.
La novedad
potencia la dopamina, un neurotransmisor que estimula las sensaciones de
atracción
Fischer dice que este
ejercicio obra milagros en algunas parejas. Aron y Fischer también sugieren
hacer cosas nuevas juntos, porque la novedad potencia la dopamina en el cerebro,
un neurotransmisor que puede estimular las sensaciones de atracción. En otras
palabras, si tu corazón palpita en su compañía, puedes pensar que no es
porque estés nerviosa, sino porque lo amas. Llevando un poco más lejos
este razonamiento, Aron y otros han observado que incluso si haces
ejercicios de carrera sin moverte del lugar, es más probable que te parezca
atractiva la persona que conozcas a continuación. Por eso, si en la primera
cita una pareja hace algo que produzca ansiedad, como subir a la montaña rusa,
es más probable que haya una segunda y una tercera cita. Es una estrategia que
habría que difundir en las páginas de contactos: jugar al squash, y en tiempos
de angustia (desastres naturales, fieras merodeando o apagones), cerrar la
puerta y abrazarse.
En Somerville,
Massachusetts, donde vivo con mi marido, nuestros principales depredadores son
los mosquitos. Pero eso no es impedimento para tratar de contemplarnos las
almas a través de los ojos. Cuando se lo propongo a Benjamin, él arquea una
ceja.
«¿Por qué no vamos
mejor a cenar a un camboyano?», dice.
«Porque así no se hizo
el experimento.»
Como científico, mi
marido siempre está dispuesto a hacer un experimento. Pero estamos tan
ocupados, que para hacerlo necesitamos planificar. Nos encontraremos el próximo
miércoles a la hora del almuerzo e intentaremos hacer el experimento en nuestro
coche.
El martes, la noche
antes de nuestra cita, me sale un viaje inesperado a Nueva York. Mi marido está
encantado de aparcar nuestro plan. Pero yo no. Esa noche, desde el hotel, lo
llamo.
«Podemos hacerlo por
teléfono», le digo.
«¿A dónde quieres que
mire fijamente? –me pregunta–. ¿Al teclado?»
«Hay una foto mía
colgada en la entrada. Mírala durante dos minutos. Yo miraré la foto tuya que
tengo en la cartera.»
«¡Qué dices!»,
reacciona él.
«Sé bueno –le digo–. Es
mejor que nada.»
Quizá no lo sea. Dos
minutos parece mucho tiempo para mirar fijamente la foto de alguien con el
teléfono apretado contra la oreja. Mi marido estornuda y yo intento imaginar su
foto estornudando a la vez, y eso me hace reír.
Pasan otros 15
segundos, lentamente. Casi puedo oír el tiempo. Miro fijamente la foto de mi
marido. El ejercicio no me produce ninguna sensación de intimidad, me siento
vencida.
Aun así, continúo. Lo
oigo respirar al otro lado de la línea. La fotografía que tengo ante mí fue
tomada hace un año o dos y recortada para que entrara en la cartera. Tiene el
pelo rubio rojizo recogido en una coleta. Nunca había mirado con detenimiento
esta foto. Me doy cuenta de que mi marido no mira directamente a la cámara,
sino que sus ojos de color azul claro se dirigen a la izquierda, hacia algo que
no puedo ver. Le toco los ojos. Me acerco un poco más, y más aún, a su mirada
huidiza. ¿Hay algo triste en su expresión, algo de tristeza en la forma en que
desvía la vista?
Miro hacia un lado de
la foto, por si descubro qué es lo que está mirando, y entonces lo encuentro:
una tortuga diminuta avanzando hacia él. Ahora recuerdo cómo la recogió después
de la foto, cómo la sujetó con cuidado entre sus manos para enseñársela a los
niños, cómo le acarició el caparazón, moviendo el dedo índice sobre la bóveda
escamosa, y cómo finalmente me la tendió: una ofrenda de amor. Yo la cogí y
juntos la devolvimos al mar.
¡¡¡NUEVO NÚMERO!!!
Y ya sobre el final, les traigo, como es habitual, esta noticia: La dirección electrónica desde donde podrán bajar el nuevo número del Boletín de Novedades en la Ciencia y en la Tecnología, el 157.
Hela aquí: https://www.dropbox.com/scl/fi/mdl94hurhsrg7odsn8myp/CyT-157.docx?dl=0&rlkey=burwn4ar0cutiiqbdl3yibpt8
Recuerden que, la manera de operar es copiando el enlace y pegándolo en la ranura de direcciones, luego Enter.
El número 157 del Boletín trae artículos muy interesantes, como:
ANTROPOLOGÍA - ¿Cómo perdieron la cola los primates que se convirtieron en humanos?
ÉTICA CIENTÍFICA Y PSICOLOGÍA - Videojuegos y dilemas morales
FÍSICA - La teoría de la relatividad: explicación fácil y ejemplos
GENÉTICA - La longevidad a la vista
INTELIGENCIA ARTIFICIAL - 10 usos sorprendentes para ChatGPT Smart Chatbot
MEDICINA - Nanopartícula con múltiples fármacos anticáncer
...y muchos más. ¡Disfrútenlo y hasta la próxima!
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