domingo, 20 de marzo de 2022

Acerca de las rubaiyat

Al menos hasta hace algún tiempo, la botellas del vino Caballero de la cepa, de la bodega Flichman de Mendoza, Argentina, mostraban, colgando del cuello de la botella, un cartelito que decía:

Me dicen que los amantes del vino y del amor van al infierno.
No existen verdades absolutas, pero si mentiras evidentes
Si los amantes del vino y del amor van al infierno,
vacío debe estar el paraíso.

Y esta, queridos amigos, es una copla rubái, de las famosas Rubaiyat del poeta persa Ghiyathuddin Abulfash Omar ben Ibrahim al Kheyyam (o Khayyam). Me apresuro a aclarar que la copla rubái de la poesía persa, consta de cuatro versos de igual metro, rimados el primero, el segundo y el cuarto, quedando libre el tercero. El cuarto adquiere así, por contraposición al tercero, un vigor y relieve extraordinarios. Y Rubaiyat, no es más que el plural de rubái. De donde las Rubaiyat se refiere al conjunto de coplas rubái.

La que ornamentaba las botellas de Caballero de la cepa es, justamente, una de ellas.

Desde luego que, la traducción a otro idioma hace que se pierda la métrica y la rima del original, sin embargo, no se pierde su contenido, el mensaje que quiso enviarnos el poeta. Y ese contenido es suficiente para que las Rubaiyat merezcan todo nuestro aplauso y consideración.

El enorme Jorge Luis Borges tiene un poema, precisamente titulado Rubaiyat, en el que nos va a mostrar como suena la copla rubái cuando la métrica y la rima responden al original. Veamos:

Torne en mi voz la métrica del persa
a recordar que el tiempo es la diversa
trama de sueños ávidos que somos
y que el secreto Soñador dispersa.

Torne a afirmar que el fuego es la ceniza,
la carne el polvo, el río la huidiza
imagen de tu vida y de mi vida
que lentamente se nos va de prisa.

Torne a afirmar que el arduo monumento
que erige la soberbia es como el viento
que pasa, y que a la luz inconcebible
de Quien perdura, un siglo es un momento.

Torne a advertir que el ruiseñor de oro
canta una sola vez en el sonoro
ápice de la noche y que los astros
avaros no prodigan su tesoro.

Torne la luna al verso que tu mano
escribe como torna en el temprano
azul a tu jardín. La misma luna
de ese jardín te ha de buscar en vano.

Sean bajo la luna de las tiernas
tardes tu humilde ejemplo las cisternas,
en cuyo espejo de agua se repiten
unas pocas imágenes eternas.

Que la luna del persa y los inciertos
oros de los crepúsculos desiertos
vuelvan. Hoy es ayer. Eres los otros
cuyo rostro es el polvo. Eres los muertos.

Veremos varias coplas rubái debidas a Omar, pero antes quiero invitar al catalán José Gibert para que, con su excelente pluma y a manera de prólogo, nos introduzca en quién fue Al Kheyyam y su obra.

Fue en Bagdad, allá por el año 1928, donde tuve conocimiento de la existencia de un genial poeta persa, Omar Kheyyam, en cuya obra literaria me pareció ver condensadas todas las concepciones de los filósofos, poetas y moralistas que en el mundo han sido. La recitación de algunas de sus famosas cuartetas con que me obsequió un día mi ilustre amigo el profesor Mirs Habanah, me causó tan honda impresión, que le rogué me diera a conocer por completo la obra del poeta, con el fin de traducirla para publicarla un día en mi lengua vernácula. Con este propósito, y guiado expertamente por tan docto mentor, me dediqué con ahínco a la búsqueda, estudio y selección de las dispersas cuartetas de Kheyyam, aprovechando la magnífica coyuntura que me brindaba la Universidad iraní con su valiosa colección de manuscritos, que meses más tarde completé en la Biblioteca Nacional de Al-Kahira (El Cairo).

La obra poética de Omar Kheyyam es universalmente conocida con el nombre de rubaiyat, que es el del cuarteto persa por excelencia. Bajo la ligera gracia de su forma, sus versos encierran una filosofía amarga e irónica saturada de un hedonismo resultante de la decepción y el desengaño, a manera de un carpe diem bastante parecido al de Horacio, aun cuando menos áspero. Las magistrales concepciones que en ellos se exponen culminan en la sombría historia del pensamiento humano, abarcando todo, presente y futuro. Ninguna otra literatura puede ofrecer algo comparable a la fascinadora belleza de tales versos elogiando los placeres terrenales, ni a las mordientes diatribas con que fustiga las convenciones dualistas, ni a las expresivas rebeldías contra el malévolo y fatal Destino que lleva a la Muerte todo lo bueno y hermoso de este mundo.

Sólo al leerlos nos damos cuenta de que los rubaiyat pueden conceptuarse como una de las obras maestras de la literatura universal, y que podrían adaptarse como breviario en momentos de renuncia y flaqueza, pues son exponentes de la más alta y noble expresión y de la más profunda sabiduría, sin acompañarse de una fatigosa erudición.

Ha querido presentarse a Kheyyam como un racionalista, un epicúreo, un escéptico, un ateo y hasta ¾valga la palabra¾  un volteriano, sin tener en cuenta que el poeta no fue más que el producto de una civilización fastuosa, refinada y decadente, y, sobre todo, muy distinta de la nuestra. La psicología pesimista que se refleja en sus versos es la que después se encuentra en Shakespeare, Byron, Goethe, Swinburne, Schopenhauer, Baudelaire, Verlaine y tantos otros. Por eso, leyendo a Kheyyam, se les lee a todos, y se da uno cuenta de cómo el moderno pesimismo no ha sido una novedad en la historia del pensamiento filosófico ni en la de la concepción poética.

También, por sus írreverencias con su Dios, Alá, se le ha considerado un impío y un blasfemo, sin tener en cuenta que a ello fué llevado por su desesperación al no poder quebrantar la gran fuerza del fatalismo musulmán.

Tal como se nos presenta en su obra, Kheyyam no es más que un reformador. Inicia su primer verso con un¡Despertaos!” vigoroso como el canto matinal de un gallo, con el que quiere desvelar a la humana conciencia, anunciando la aparición del sol de la sensatez, para que abra bien los ojos a la luz de la realidad. Kheyyam siente una profunda conmiseración por la humanidad que sufre y gime en este valle de lágrimas que él estima como la obra magna de la Creación, la maravilla del Universo. Analiza la causa de tanta desventura, y se encuentra ante una quimera que no tiene razón de ser, pues fue creada por el hombre mismo. Esta no es otra que el miedo al "más allá", con todo su cortejo de angustias y terrores. El hombre ha resultado víctima de su propia obra. Y así vive atormentado por doctrinas que le amenazan constantemente con terroríficas penas eternas, y que le imponen y exigen una vida de duros sacrificios si quiere conseguir el eterno premio del Paraíso. ¡El Paraíso! ¡Pero si no es más que un espejismo!  Nadie sabe dónde se encuentra, nadie sabe dónde está. Y, entretanto, se desaprovecha lo que verdaderamente tiene un valor tangible: La vida terrenal. Y ante el monstruoso trueque de lo real por lo hipotético, Kheyyain se esfuerza, con sus rubaiyat, en convencer al hombre para que se desprenda de la túnica de inquietudes y angustias con que se ha cubierto, para que viva la bella desnudez de su existencia, corta, es cierto, pero por lo mismo más apreciable.

Y le Pregunta: "¿Qué? ¿No eres tú el sultán del Mundo? ¿Cómo, pues, vives melancólico y agobiado bajo un cúmulo de preocupaciones, tratando de resolver problemas que en nada íncumben a tu existencia? La Naturaleza te dio juventud, vigor y alegría. ¿Por qué, pues, pasar la vida curvado bajo el peso de despotismos que tú mismo creaste y que sostienes en perjuicio de tu misma tranquilidad? ¿Acaso duermes y sueñas, hombre presumido y fatuo? ¿Cómo pudiste imaginar que haya de estudiarse para llegar a ser Dios y regir a voluntad las leyes del Universo? ¿Es que alguna vez te hablaron de ello las sombras de la noche, el susurro de la brisa entre los árboles o el titilar de las constelaciones misteriosas y lejanas? ¡Infeliz! ¿No comprendes que es tu solo pensamiento el que habla, y que eres tú quien se pregunta y tú mismo quien se responde como un loco? ¿Y para esto tantas angustias? Lo único que hay de cierto es que el que muere no retorna, haya sido virtuoso o perverso, inteligente o tonto. No pretendas sondear el arcano de lo desconocido, porque los enigmas que encierra son otros tantos laberintos sin medida ni término. No pierdas el tiempo indagando el porqué de la vida. Gózala. He aquí lo que debes aprender. Ello te enseñará todas las virtudes liberales, sin ímposiciones ni exigencias. Aprende a gozar, y sabrás ser tolerante, amable, discreto, dadivoso... Sólo así resolverás el único problema cuya solución sería provechosa para ti y para tus semejantes.

En el conjunto de su obra, Kheyyam desarrolla un verdadero tratado metafísico y moral en el que poco a poco van exponiéndose las profundas doctrinas de la gnosis. En ella se expresan sus conceptos sobre la vida, sus conmiseraciones para con los hombres y sus rebeldías contra las exigencias del Destino. Y se le ve cómo, siendo en el fondo un místico, arremete contra la religión y la estrecha austeridad de la ortodoxia de los ulemas, a los que considera como unos hipócritas.

Comienza el poeta lamentándose de la constante marcha del Tiempo que nos arrastra a la vorágine.  La vida es bella, pero el placer de vivirla se enturbia al percibir lo fugaz que es nuestra existencia, y al darnos cuenta de que no somos más que una infinitesimal partícula del Universo del cual nos creíamos los señores.

La vida es, pues, cosa vana. La Naturaleza prosigue impertérrita sus ciclos, ajena por completo a las miserias humanas; esto es injusto, porque el hombre es verdaderamente superior a todos los demás seres y cosas del Mundo. Pero nuestro conato de rebeldía es inútil. Y entristecidos ante nuestra impotencia, nos dejamos invadir por la desilusión y la melancolía.

Queda una esperanza: La de luchar contra lo implacable, el Tiempo. Pero el Tiempo no existe, porque nosotros lo creamos al considerar el pasado y el porvenir. Sólo existe el presente, y si aniquilamos el Tiempo podremos menospreciar la Muerte y la Eternidad. Hay, pues, que luchar.

Como en la vida nada hay mejor que el placer sensorial, con él podremos dominar y vencer al Tiempo. Vivamos, pues, en el placer y en el deleite, entregándonos por entero al vino y al amor, y así, vencido y aniquilado el Tiempo por la Voluptuosidad, pasado y futuro no serán más que vagas conjeturas.

Más aún. Si con tales armas nos es posible desafiar a la Vida, ¿Por qué no considerarnos vencedores de la Muerte? Es que hemos descubierto que no se muere, sino que se revive transformado. Nuestros átomos son duraderos como el Mundo,

Pero, ¿Y el yo? De poco nos sirve saber que el cuerpo perdura disgregado, si ya no tenemos conciencia de nosotros.

Nuestra personalidad, está constituida por algo sutil, que no conseguimos explicarnos, perdiéndonos en conjeturas. Sólo logramos descubrir que el Universo es tan mísero y tan vacuo como nosotros mismos, y preguntamos a lo Alto: ¿Pero, qué es lo que somos? Pero, en las alturas no se dignan contestar a nuestra voz angustiada.

El poeta, sin embargo, por haber podido desprenderse del egoísmo, consigue saberlo penetrando en los secretos de la gnosis. El mundo de los sentidos es una vana ilusión, y el yo, en el cual hacíamos gravitar el Universo, la más vana de las ilusiones. Todas las cosas existentes son un milagro. Nada hay grande ni pequeño. Nada hay perfecto ni imperfecto. No existe nada que puede contraponerse a algo como cosa distinta. Todas las cosas del Mundo, aun nosotros mismos, quedan reducidas a sombras, pero sombras de algo que no podemos concebir y que forzosamente debe ser lo que da un sentido de serenidad a los desordenados episodios de nuestra ilusoria existencia. En el interior del lado oculto de las cosas es donde se halla la única realidad. En él se pierde el aspecto individual para fundirse en el Gran Todo.

Y el hombre vuelve a ser lo que no debió jamás dejar de haber sido: esencia de la divinidad.

 

* * *

 

Omar Kheyyam[1] nació en Naishapur, de Korassam, a mediados del siglo XI de nuestra era, y falleció en el primer cuarto del siglo siguiente. Su vida estuvo singularmente ligada a la de dos importantes y famosos personajes de su país y época: Hassan el Sabbah y Nizam al Mulk.

Hassan y Nizain fueron en su juventud a Naishapur para instruirse en ciencia y sabiduría, atraídos por la fama del anciano y célebre imán Novassak. Allí conocieron a Omar Kheyyam, que en su ciudad natal estudiaba matemáticas y astronomía, creándose prontamente entre ellos una íntima y leal amistad. Los tres amigos concluyeron un pacto solemne: El que primero triunfase, estaba obligado a ayudar a los otros dos.

Quien lo logró primero fue Nizam, que consiguió llegar a secretario y visir del sultán Alp Arlan, el León, y de Malek Chah, hijo y nieto respectivamente de Toghrul Beg, fundador de la dinastía de los Seldjucidas. Sus dos amigos fueron a recordarle el compromiso contraído en sus tiempos mozos. Hassam pidió y obtuvo un cargo en la Corte, pero metiose en intrigas y devaneos y pronto cayó en desgracia, retirándose despachado a las montañas del sur del Caspio, y al frente de un ejército de rebeldes aterrorizó con sus desmanes los países colindantes, adquiriendo una triste celebridad, aun entre los cruzados cristianos, que le dieron el nombre de El Viejo de la Montaña[2].

Omar, poco o nada ambicioso, limitose a solicitar una pensión para retirarse a Naíshapur y poder dedicarse a las matemáticas y al estudio del curso de los astros. Cuando le fueron concedidos 1.200 mitkales de oro, vivió plácidamente entregado a sus estudios matemáticos y astronómicos y al cultivo de la poesía. Rodeose de amigos, y con ellos se absorbió en la contemplación estática. Dicen los cronistas que su mayor placer era el de conversar y beber con sus amistades al claro de luna, en la terraza de su casa, muellemente tumbado en divanes cubiertos de tapices multicolores, acompañado de cantantes, danzarinas y tañedores de laúdes, y servido por una hermosa y gentil doncella que le escanciaba el vino en una copa de oro.

En su delicioso retiro alternaba sus días entre austeros trabajos y fáciles placeres. Estos momentos felices fueron los que determinaron que, al albur de su fantasía, y de manera expansiva, compusiera las cuartetas que nos han llegado con el nombre de rubaiyat, que son uno de los más bellos y famosos monumentos de la poesía persa aun de todo el mundo musulmán.

Sus estudios le hicieron prontamente un astro de primera magnitud en el firmamento científico de su época.

Malek Chah lo llamó a Merv, donde le colmó de honores y mercedes, y lo designó, con otros siete sabios, para reformar el calendario, con lo cual se estableció una nueva era, denominada jalaliana o Seljúk, que comienza en el año 471 del al-Hegir (15 de marzo de 1079). Parece ser que nuestro poeta descolló, además, en Ciencias Naturales, Ética, Metafísica y Derecho, pero su mayor reputación como científico la alcanzó como astrónomo y matemático[3].

Omar Kheyyam falleció a una edad avanzada en Naíshapur, donde residió siempre, el año 517 del al-Hegír (1123 de nuestra era), y donde fue enterrado. Uno de sus discípulos, Kuajah Nizam, aporta la siguiente poética anécdota necrológica: «Con el Maestro, acostumbrábamos a conversar en un jardín, Un día nos dijo: "Mi tumba la hallaréis en el lugar aquel donde el viento del Norte pueda cubrirla de rosas". Chocáronme sus palabras, pero tuve el presentimiento de que no fueron pronunciadas en balde. Años más tarde, al volver a Naishapur después de una prolongada ausencia, fui al lugar donde se me indicó que encontraría la tumba del astrónomo poeta. La hallé junto a un jardín. Los árboles, en su exuberancia primaveral, inclinaban sus ramas por encima del muro y una suave brisa iba deshojando sus flores, que al caer cubrían de pétalos la losa sepulcral...».

 

* * *

No se sabe cuántos fueron los rubaiyat que Omar Kheyyam escribió, o bien que recogieron y transmitieron sus discípulos. Los modernos críticos no han llegado a ponerse de acuerdo para precisarlos y determinarlos entre los doscientos cincuenta y uno que contiene el llamado manuscrito bodleriano[4], considerado el más antiguo conocido de la obra de Kheyyam, y los ochocientos de un manuscrito guardado en la biblioteca de la Universidad de Cambridge. Entre los dos existen otros con un variable contenido de cuartetas, lo que contribuye a la desorientacíón. Es de creer que Kheyyam debió de componer un determinado número de versos que, con el tiempo, irían multiplicándose, surgidos posiblemente de un espíritu de emulación, y ello ha llevado a esta confusión, haciéndonos difícil, por no decir imposible, la selección de las cuartetas apócrifas de las que por Kheyyam fueron concebidas. Y, entretanto, ha proseguido la publicación de rubaiyat a número y gusto de los traductores.

Las cuartetas de Kheyyam fueron impresas por vez primera en Calcuta, en 1836. Años después, 1857 y 1862, se imprimieron en Teherán.

Fue en Inglaterra donde primeramente se gustaron en Europa las primicias de la obra del vate persa, habiendo sido el poeta irlandés Fitzgerald el que la dio a conocer con la traducción de cien cuartetas, que publicó en 1859, en la que consiguió exponer magistralmente el espíritu de la poesía omariana, haciendo comprensibles sus bellezas. Su admirable versión, reeditada en 1868, 1872, 1879, 1900, 1908, etc., mereció que los ingleses sigan considerándola un poema clásico. La impresión que allí produjeron las obras de Kheyyam se revela por el número de ediciones que se publicaron. En 1882 y 1883, E. H. Whienfeld dio a conocer dos traducciones, una de ellas crítica, con texto original y su versión correspondiente; en 1896 fue Dofe el traductor; en 1898, Peyne, continuándose las ediciones hasta 1920, en que O. A. Shrubsole llegó a publicar hasta trescientos cuarenta y seis rubaiyat[5].

Numerosas son también las traducciones publicadas en alemán, francés, italiano, húngaro, checo y turco. En los Estados Unidos, las ediciones de Kheyyam se cuentan por decenas, y en la América Latina se ha traducido, en prosa y en verso, en Buenos Aires, Río de Janeiro, Santiago, Lima y La Habana.

En España, las cuartetas de Kheyyam fueron traducidas por primera vez en Barcelona por Vives Pastor, que en 1907 las publicó en verso catalán[6]. En el mismo año, el comediógrafo Martínez Sierra dió a conocer una versión en prosa de setenta y cinco en la revista madrileña Renacimiento. En fecha no expresada, la editorial barcelonesa Cervantes publicó la traducción en verso de setenta y ocho rubaiyat, por Pedro Guiras, y más reciente, sin fecha tampoco de impresión, Pelegrín Breda publicó, también en Barcelona, en edición privada, ciento ocho cuartetas en prosa. Y, entretanto, en ninguna de las antologías castellanas de los grandes poetas universales dejó de faltar una más o menos nutrida selección de rubaiyat.

Tal ha sido el aprecio que el mundo contemporáneo ha tenido siempre por la obra poético-filosófica de Omar Kheyyam.

En la Biblioteca de la Universidad de Bagdad se guardan catorce libros manuscritos de los siglos XVI al XVIII (era cristiana), algunos de ellos con primorosas miniaturas, conteniendo rubaiyat de Kheyyam, ya íntegramente, ya recogidos junto con otras poesías de otros clásicos orientales. En ninguno de ellos su número sobrepasa del centenar. Leyéndolos y examinándolos puede deducirse que el conjunto de rubaiyat concebidos por Kheyyam no debió de llegar a los trescientos, ya que muchos no son sino meras repeticiones, con ligeras variantes de imágenes, lo que hace suponer que éstos pueden ser modalidades de un mismo concepto original. En el estudio y cotejo de estos manuscritos iraniamos fue donde el profesor Habanah me guió y ayudó en la búsqueda, selección y traducción de aquellos rubaiyat que a su docto parecer mejor podían dar una clara y completa exposición del pensamiento de Kheyyam.

"Cuando quieras - me dijo - publica éstos. Son más que suficientes para dar a conocer y comprender, íntegra y totalmente, la obra poético-filosófica de Omar Kheyyam. Procura conservar su sabor original, porque si los occidentalizas perderán su primordial encanto."

Y éstos, los designados, en número de doscientos cincuenta, literalmente traducidos, son los que se publican en la presente edición, magistralmente puestos en verso castellano por Diego Navarro, que ha logrado, dentro de la más absoluta fidelidad, conservar su sabor y su gracia originales.



[1] Su nombre completo era Ghiyathuddin Abulfash Omar ben Ibrahim al Kheyyam.

[2] De su nombre proviene la palabra “asesino”, tantos fueron los crímenes cometidos por su gente, los hassasines.

[3] Woepcke: L'Algebre d'Omar Alkheyyami, París, 1881; Gerald Meerman: Specimen calculi fluxionalis, 1742; Libri: Histoire des Stiences mathématiques en Italie, Sedillot: Nouvel Journal Asiatique, 1834; Notices et extraits de la Bib. Royale, vol. XII; G. Sarton: Introduction to the History of Science, vol. 1, Carnegie Institution of Washington, Pub. n.º 376, etc.

 

[4] De Bodler, su descubridor. Fué escrito en el año 1460, es decir, dos siglos y medio después del fallecimiento del poeta.

[5] Marlborough and Co., London, 1920.

[6] P. O. «L'Avenç».


Hasta aquí el admirable prólogo de Gispert que ha tornado un poco larga esta introducción, de modo que dejaré para la próxima nota el aportar algunas de las rubái de Omar para que puedan ustedes degustarlas.

¡Hasta la próxima!

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