domingo, 2 de enero de 2022

Mizuki

En esta oportunidad, estimados amigos, deseo compartir con ustedes un cuento de mi autoría titulado Mizuki (hermosa como la Luna, en japonés). Lo hago, no tanto para exhibir sus méritos o desméritos, sino porque aporta ideas, datos e interpretaciones que ahondan temas que ya hemos tratado en notas anteriores como, por ejemplo, en Otras Miradas o en Robots Conscientes. De hecho, mi objetivo con esta nota es aportar "otras miradas" sobre temas que ya parecen saldados y sin más discusión. Si, además, el cuento les gusta, eso será un bonus adicional que me dejará muy satisfecho.

Sin más, los dejo con Mizuki.

¡Hasta la próxima!


Mis labios la besaban ávidos, mi lengua se hundía en sus profundidades y sentía el ardor crecer dentro de mí. Besé su cuello, su garganta y sus pechos. ¡Sus pechos! Pequeños, pero firmes y bien torneados. Me entretuve largamente en ellos, besándolos, acariciándolos, mordisqueándolos...

Seguí por su vientre, la piel de Mizuki era nacarada, suave, fragante. Sentí cómo se entregaba, cómo su cuerpo reaccionaba a mis caricias, cómo comenzábamos a vibrar al unísono. Cada vez me sentía más inmerso en ella. Lejos había quedado el stress de aquella tarde; de las duras negociaciones en las que había participado. Mi universo era ahora Mizuki. Su piel, su aroma, su...

¡Me detuve bruscamente! Por estúpido que parezca, una idea asaltó de repente mi pensamiento: ¡Estaba por hacer el amor a un robot! Sofisticado, hermoso, cuasi humano, ¡pero robot! ¡¿Y me estaba preocupando por satisfacerla?! No sé por qué, pero la sola idea de que así fuera me pareció ridícula... ¡y esto bastó para que mi ardor se evaporara!

Dándose cuenta del brusco cambio de situación, Mizuki tomó suavemente mi cabeza entre sus manos y con voz suave me preguntó:

- ¿Qué sucede Martín san? ¿Por qué te detienes?

No supe bien qué contestarle y apenas balbuceé:

- No,... yo,... eeeeh,...

Con una paciencia y dulzura muy propias del modelo japonés del cual era un bello exponente, Mizuki me atrajo hacia su pecho y, mientras me rascaba suavemente la nuca, me dijo:

- Estás muy tenso Martín san, déjame que te haga un masaje. ¿Quieres que te cante una canción de amor japonesa?

E iba a comenzar a hacerlo cuando respondí, un poco torpemente:

- ¡No! Creo que mejor dejamos esto...

Estaba confuso y molesto por haber arruinado lo que pensaba que iba a ser una estupenda noche. Mi encuentro con Mizuki lo había programado ni bien supe que viajaba a Japón representando a la empresa de software en la que trabajaba. Hasta hubo un momento, durante las negociaciones, en que me distraje pensando en la noche que me esperaba. ¡Y resulta que lo arruinaba así!

Como si leyera mi mente, Mizuki se levantó, se puso su sugerente negligeé y mientras preparaba dos tés me preguntó, siempre suave y melodiosamente:

- ¿Tal vez este robot no te ha satisfecho, Martín san?

¡Diablos con la japonesita!

- No, Mizuki, no es eso, es que...

Mientras seguía con el té, Mizuki continuó implacable:

- ¿Es que soy sólo un robot, Martín san?

Quedé mudo, admirando su aguda percepción. Mi cara de sorpresa debe haber advertido a Mizuki que había dado en el blanco, así que continuó.

- ¿Me permites que te cuente una historia Martín san? Creo que podremos sacar algo útil de ello.

- Pues,... si es así... cuéntamela.

- Bien, lo que quiero contarte sucedió en el verano de 1963, en un experimento llevado a cabo aquel año, el profesor e investigador español de Fisiología José Manuel Rodríguez Delgado se paró por primera vez en su vida delante de un toro, lo azuzó una y otra vez con el capote y cuando el animal inició la embestida consiguió hacer que se detuviera pulsando un botón en el radiotransmisor que sostenía entre sus manos: El profesor había instalado electrodos en el cerebro del novillo activados por el radiotransmisor. Es decir, la estimulación eléctrica del cerebro logró inhibir la conducta agresiva del miura. Una pulsación de un botón en el pequeño transmisor de radio y el toro frenó en seco. La pulsación de otro botón en el transmisor y el toro se volvió hacia la derecha y se alejó al trote.

- Rodríguez Delgado fue el primero en implantar electrodos activados por radio en el cerebro de gatos, monos, chimpancés, gibones, toros y también seres humanos. Con estos artilugios, Delgado pudo controlar su comportamiento (inducir o frenar movimientos) con solo apretar un botón.

- El estado de ánimo podía igualmente ser modificado, dependiendo del lugar del cerebro en el que se implantaran los electrodos y podían inducirse sensaciones de alegría, concentración mental, relajación, visiones coloreadas y todo tipo de sensaciones.

- Delgado explicó que las funciones tradicionalmente relacionadas con la psique, como la amistad, el placer o la expresión verbal, pueden ser inducidas, modificadas e inhibidas por la estimulación eléctrica directa del cerebro.

- ¿Me sigues, Martín san?

- Si, pero no sé dónde quieres llegar con esto.

- Ya lo verás, Martín san. Resulta que, en la misma línea de investigación, se ha instalado electrodos en el cerebro de gatos de modo tal que, ante la estimulación eléctrica de ciertas zonas cerebrales, el felino reacciona como si frente a él hubiera una presa, se agazapa, achata sus orejas, las pupilas se le dilatan, los bigotes se tensan hacia atrás. El único inconveniente es que, frente al animal, no hay ninguna presa.

- Pero, volviendo a Delgado, él apreciaba particularmente el experimento que realizó con una chimpancé llamada Paddy. Paddy era un animal nervioso y Delgado probó curarle su nerviosismo. Para ello conectó electrodos al cerebro de Paddy los cuales, a su vez, estaban conectados a un ordenador. Los electrodos recogían las señales que emitía la región cerebral denominada amígdala, que era la que señalaba el estado de nerviosismo del animal. Cuando el ordenador detectaba las señales, emitía otra, en respuesta, que causaba una sensación desagradable a Paddy. Así, en pocas horas, las dos amígdalas cerebrales de Paddy comenzaron a emitir señales con menor frecuencia: ¡Paddy había sido educada!

- ¿Te sugiere algo esto, Martín san?

- Pues,... parece como si los animales fueran...

- ¿Robots?

- Si, iba a decir autómatas.

- Bueno, autómatas, sí. Ahora bien, Martín san, si admitimos que los animales se comportan como si fueran autómatas... y, si consideramos que el hombre está hecho de lo mismo que los animales, el ADN, las células, el cerebro, la diferencia es de grado, no de naturaleza y si unos son autómatas,... ¿No cabría pensar que el hombre también es un autómata? Mucho más sofisticado que el gato o que el toro o que Paddy, pero autómata al fin.

Interrumpí su perorata bruscamente.

- ¿Qué? ¿Qué el hombre es un robot? Jaja, por favor Mizuki, ¿Qué estás diciendo? ¡Hay diferencias fundamentales entre un humano y un robot!

- ¿Si, Martín san? ¿Cuáles, por ejemplo?

Sin saber en qué terreno cenagoso me estaba metiendo, disparé:

- ¡El libre albedrío! Sí, eso, el libre albedrío. Ustedes están programados y hasta muy bien como en tu caso, pero nosotros contamos con libertad para decidir sobre nuestras acciones.

Mi efervescencia no mosqueó siquiera a Mizuki que, de nuevo con una dulzura y paciencia muy orientales, respondió:

- La cuestión de si un ser, el humano en este caso, es o no libre y, por consiguiente, responsable de sus actos, sigue siendo debatida en círculos filosóficos y científicos. Sin embargo, las modernas técnicas de imaginería cerebral han permitido establecer algo muy curioso, Martín san. Han permitido detectar qué regiones del cerebro se ponen en funcionamiento cuando se toma una decisión. Y sucede que, utilizando esta tecnología, en la primera década del siglo XXI los científicos pudieron predecir con un 60% de exactitud si una persona iba o no a tomar una decisión sencilla (presionar o no un botón, asir o no un objeto…). Esto parecería no tener demasiada importancia para el tema que estamos tratando. Pero, si consideramos que la actividad cerebral que permitía esta predicción se iniciaba nada menos que cerca de 10 segundos antes de que los sujetos fueran conscientes de lo que habían decidido, llegamos a la conclusión de que el cerebro decidía primero y luego informaba a lo que quiera que sea el “yo” de la decisión tomada, haciendo creer a ese “yo”, además, que lo había decidido “él”.

- Esto, trabajando con personas, pero también se ha realizado la experiencia con monos macacos y los resultados han sido aún más espectaculares. Al estimular con un electrodo el área adecuada del cerebro, los investigadores fueron capaces de modificar una y otra vez las preferencias de los animales respecto a un color o a un objeto. Estos estudios siguen confirmando la ausencia de libertad de elección y avanzan en la comprensión de las zonas del cerebro implicadas en hacer creer al individuo que es libre.

- El libre albedrío implica que el comportamiento de un ser no está controlado por mecanismos materiales. De modo que, una cosa es que el cerebro se ponga en marcha cuando se decide algo y otra muy distinta que la decisión dependa de ese funcionamiento. Si eso es así, si lo modificamos podríamos causar un cambio en las decisiones. Esto es precisamente lo que sucede. Más, todavía, implica aceptar que el “yo” es una construcción automática del cerebro, un epifenómeno, si quieres, producto de su constitución y fisiología. Así que, ¿Dónde queda el libre albedrío después de todo esto, Martín san?

Comprendí que había sido conducido sutilmente hasta el borde del precipicio y entonces, como suele pasar con los que son derrotados en una argumentación, reaccioné con lo único que me quedaba, la violencia.

- Mucho bla, bla, bla, Mizuki. Puro palabrerío. Pero, aun siendo generoso y concediéndote que haya algo de cierto en lo que dices, no creo que tu materialismo pueda explicar las experiencias cercanas a la muerte, por ejemplo –dije con cierta soberbia, pensando que yo contraatacaba– experiencias que incluyen típicamente, verse a sí mismo fuera del cuerpo, un ascenso por un túnel oscuro con una luz al fondo, encuentros con parientes fallecidos y una inefable sensación de bienestar. ¿Eh? ¿Qué tienes que decir a eso? Nada, ¿Verdad?

Imperturbable, Mizuki, que mientras yo hablaba servía un té de jazmín que despedía un aroma delicioso, respondió:

- Interesante lo que dices, Martín san. Y, al respecto, me gustaría contarte otra historia. Si no te molesta, desde luego.

De nuevo sentí que el terreno faltaba bajo mis pies, pero el orgullo me impidió decir otra cosa que:

- ¡Ja! ¡Por supuesto! ¡Quiero ver cómo te las arreglas ahora!

- Recordarás seguramente, Martín san, la película 2001: Odisea del espa­cio. Lo que tal vez no recuerdes es que, cuando la computadora que dirigía la nave, la HAL 9000, comienza a ser desconectada por el protagonista, podríamos decir, cuando agoniza, comienza a cantar "Una bicicleta para dos", canción que había apren­dido en sus primeros días. Pues bien, Stephen L. Thaler, físico de la McDonnell Douglas, descubrió que esa vuelta a lo aprendido en una fase temprana es lo que realmente le ocu­rre a una red neuronal artificial cuando poco a poco se la va “ma­tando”. A medida que se acerca a la “muerte”, empieza a emitir, no incohe­rencias, sino información aprendida con anterioridad; por así decirlo, su vida de silicio pasa como un destello ante sus ojos.

- Es imposible que esto no nos re­cuerde las llamadas experiencias en el umbral de la muerte; al fin y al cabo, los creadores de redes neuronales pretenden al diseñarlas remedar la estructura y función de un cerebro biológico. Una red neuronal, como el cerebro, es capaz de aprender. Redes neuronales instruidas pue­den tomar a su cargo multitud de tareas, desde la compresión de datos hasta la modelización de los mercados bursátiles.

- Pues bien, mientras investigaba aplicaciones posibles para ellas, Thaler, por curio­sidad, se puso a ver qué pasaba cuando se aniquilaba una red neuronal. Preparó a tal fin un programa que fuera des­truyendo la red gradualmente, cortan­do al azar las conexiones entre uni­dades. Tras cada paso, Thaler examinaba la salida de la red.

- Cuando se destruían entre el 10 y 60 por ciento de las conexiones, la red escupía un galimatías sin sen­tido. Pero cuando el número de co­nexiones destruidas se acercaba al 90 por ciento, la salida empezaba a estabilizarse en valores bien caracte­rizados. En el caso de la red de Thaler, gran parte de lo producido eran los estados con los que fue instruida.

- De modo que redes neuronales construidas a imagen y semejanza del cerebro, cuando son “desmontadas” paso a paso, “recuerdan” lo que primero aprendieron. Del mismo modo que un humano cercano a la muerte recuerda a seres queridos que ya no están como su madre, por ejemplo. Ahora bien, estimo que estarás de acuerdo conmigo, Martín san, en que las redes neuronales son sólo un artefacto electrónico, un robot, ¿Verdad?

- Pues,... si,... estoy de acuerdo.

- O sea que no está animado de ningún espíritu, o alma, o cosa que se le parezca, ¿Verdad?

- No, ciertamente no.

- Y entonces, Martín san, ¿Por qué estás dispuesto a aceptar que el humano es fundamentalmente distinto cuando su comportamiento es básicamente el mismo que el de una red neuronal artificial?

Nuevamente me sentí atrapado y me moví incómodo en la cama. Iba a responder algo cuando Mizuki continuó implacable.

- Es más, si hiciéramos lo mismo con redes más complejas, por ejemplo, una que produjera imágenes. ¿Te extrañaría que al “desmontarla” mostrara en el monitor una luz que brilla al extremo de un largo túnel?

- Bueno, bueno, eso no prueba nada. –contraataqué- Me gustaría, insisto, en que me expliques las apariciones de los místicos, lo del túnel, la sensación de bienestar. Todo lo que has eludido, bah.

Calmadamente, como quien le tiene paciencia a un niño, Mizuki continuó.

- A eso iba, Martín san, a eso iba. Verás, han existido y existen diversos enfoques para explicar lo que planteas. Por cierto que, la investigación no cesa y es dable esperar que los resultados se afinen cada vez más.

- Por ejemplo, comencemos con Dean Hamer, director de estructura y regulación de genes en el Instituto Nacional del Cáncer en Estados Unidos. Él está tratando de vincular la religión a un gen específico.

- ¡La religión con un gen!

- Sí, parece raro, ¿verdad? Que la religiosidad proceda de una actividad genética parecería llevar las cosas demasiado lejos. Pero, ahí están los estudios. En la década de 1980, un equipo de la Universidad de Minnesota llevó a cabo un estudio de 53 gemelos y 31 mellizos, que habían sido criados por separado. El estudio fue el primero en sugerir un componente genético en lo que los investigadores llaman “la religiosidad intrínseca”, que incluye la tendencia a orar a menudo y a sentir la presencia de Dios.

- Hamer comenzó su búsqueda a finales de 1990 cuando reunió 1.000 sujetos para el estudio de la relación entre la genética y la adicción a la nicotina. Para ello, entregó a los participantes un cuestionario detallado que contenía una sección donde se les pedía que evaluaran su sentimiento de distracción, la conexión con la naturaleza, la creencia en la percepción extrasensorial y otros rasgos. Según él, estas preguntas proporcionan una medida de la tendencia de los sujetos hacia la espiritualidad, lo que el grupo de Minnesota llama religiosidad intrínseca.

- Lo cierto es que Hamer encontró una variante de un gen, llamado VMAT, que se correlacionaba con las puntuaciones más altas en lo que él había definido como espiritualidad. Hamer llama la variante VMAT “el alelo espiritual”, o más dramáticamente “el gen de Dios” que también es el título del libro que ha escrito sobre el tema.

- Pero esto no es nada, Martín san, espera que te cuente acerca de Rick Strassman.

Debo confesar que el tema ya empezaba a interesarme por lo que había escuchado atentamente lo que Mizuki relataba.

- Rick Strassman, ¿Qué hay con él?

- Strassman, un psiquiatra en Nuevo México, alega que la espiritualidad es el efecto que produce un compuesto llamado dimetiltriptamina o DMT. En su libro DMT: The Spirit Molecule, Strassman explica que el cerebro humano secreta la DMT y ésta desempeña un profundo papel en la conciencia humana. En concreto, plantea la hipótesis de que la DMT provoca visiones místicas, alucinaciones psicóticas, experiencias de abducción extraterrestre, experiencias cercanas a la muerte y otros fenómenos cognitivos exóticos.

- ¡Pero esas son sólo hipótesis! –interrumpí.

- Si, Martín san, pero sucede que, más allá de esta DMT producida por el cerebro, existe también la DMT artificial. Resultó ser el principal ingrediente activo de la ayahuasca, un té alucinógeno que es ingerido como un sacramento por algunos indios del Amazonas y del que se la sintetizó en 1931. La DMT pura normalmente no tiene ningún efecto sobre la consciencia cuando se la consume por vía oral, debido a que una enzima en el intestino la torna inactiva. Pero en la década de 1950 se descubrió que cuando se inyecta, la DMT desencadena un viaje alucinógeno extremadamente poderoso que dura alrededor de una hora.

- Estos descubrimientos dieron lugar a la especulación de que la DMT endógena, tal vez producida en exceso o mal regulada por el organismo provoca, naturalmente, los efectos alucinógenos que llevaron, por ejemplo, a santa Teresa de Jesús a tener visiones de Cristo.

- Si, si, pero, tú misma lo has dicho, eso es una especulación...

- Si, Martín san, pero, motivado por ella, Strassman, que sospechaba que la DMT endógena jugaba un papel importante en el desencadenamiento de estas experiencias místicas obtuvo, en 1990, el permiso de las autoridades federales para inyectar el fármaco en voluntarios humanos. De 1990 a 1995, Strassman supervisó más de 400 sesiones de DMT en las que participaron 60 voluntarios de la Universidad de Nuevo México. Las sesiones aportaron abundante material a Strassman. Muchos de sus sujetos reportaron sensaciones cuasireligiosas de dicha, inefabilidad y atemporalidad; una certeza de que la conciencia sigue después de la muerte del cuerpo y contacto con “una presencia sumamente poderosa, sabia y amorosa”. Otros atravesaron clásicas experiencias cercanas a la muerte, sintiendo que abandonaban sus cuerpos y se movían a través de un túnel hacia una luz radiante. Sin embargo, Martín san, los voluntarios también reportaron visiones que no encajaban con la visión científica o espiritual del mundo de Strassman. Algunos refirieron haberse encontrado con seres de otro mundo descritos como payasos, duendes, robots humanoides, insectos, de estilo E.T., o “entidades” que desafiaron descripción. Estos seres extraños no siempre eran amables. Uno de los sujetos de Strassman afirmó que había sido devorado por un insecto. En parte debido a la preocupación acerca de esta experiencia negativa, Strassman suspendió su investigación.

- Como puedes ver, Martín san, hay más cosas entre el cielo y la...

¡No la dejé terminar! Mi frustración era tan grande que sólo hallé un modo de zafar de la situación,.. la tomé bruscamente por la cintura y la volqué sobre la cama. Desgarré sus vestiduras hasta dejarla completamente desnuda y le hice el amor frenéticamente, salvajemente.

Al terminar, me tumbé a su lado, todavía jadeante, sólo para escucharla decir, con una sonrisa:

- Está claro que quien me asignó a tu compañía intuyó, sabiamente, que lo que encendería tu deseo sería una charla sobre Metafísica, Martín san.

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