domingo, 5 de diciembre de 2021

NUEVA HISTORIA DEL ÁTOMO Edad Antigua

Aunque no parezca, la Historia del Átomo es mucho más antigua de lo que, a primera vista, podría pensarse, por lo que no es sencillo establecer una fecha de partida para esta aventura del pensamiento humano. Sin embargo, un buen comienzo tendría en cuenta, seguramente, la eclosión del conocimiento que se dio en la Grecia antigua, alrededor del siglo V antes de nuestra era (a.n.e.), en la que el hombre comenzó a transitar el camino del pensamiento científico, artístico, literario, etc., valiéndose solo de su mente, abandonando así, lentamente, el auxilio de los Dioses. Comienza a preguntarse, entonces, acerca de la Naturaleza, confiando en que las respuestas surgirán del correcto uso de su raciocinio.

Así, comenzaron a acumularse preguntas tales como ¿De qué está hecha la materia? ¿Cuáles son sus ladrillos últimos? ¿Hasta cuándo se puede subdividir? Y, que sepamos nosotros, uno de los primeros que filosofó al respecto fue Leucipo de Mileto, natural de Jonia, en el siglo V a.n.e., al que se atribuye ser uno de los fundadores del atomismo.

Fue uno de los primeros en poner en tela de juicio la suposición, aparentemente natural, que afirma que cualquier trozo de materia, por muy pequeño que sea, siempre puede dividirse en otros trozos aún más pequeños.​ Él afirmaba que arribaba un momento en que dicha división llegaba a un fin.

Tampoco podemos dejar de considerar a Anaxágoras de Clazómenas (en la actual Turquía), (500 - 428 a.n.e.). Si bien nació en Clazómenas, Anaxágoras se trasladó a Atenas hacia el 483 a.n.e., siendo el primer pensador extranjero en establecerse en ella.

En Atenas, Anaxágoras fundó una escuela que contó, entre sus alumnos, a ilustres figuras como el estadista griego Pericles, el filósofo Arquelao, el retórico Protágoras de Abdera, el historiador y militar Tucídides, el dramaturgo griego Eurípides y se dice que también Demócrito y Sócrates. ¡Toda una pléyade de estrellas del firmamento griego! Si hemos de juzgar a Anaxágoras por los logros de sus alumnos, no queda sino admirar a este hombre…

Pero Anaxágoras contaba también con méritos propios que exhibir. A él se le atribuyen las explicaciones racionales de los eclipses y de la respiración de los peces, como también investigaciones sobre la anatomía del cerebro. Sin embargo, quien, por sus logros personales y conocimientos, saca su cabeza por encima de la de los demás, suele ser objeto de la envidia y el recelo de los mediocres que no soportan verse en un espejo que les muestre su mediocridad. Así, Anaxágoras, que había enseñado en Atenas durante unos treinta años, tuvo que exiliarse en Jonia tras ser acusado de impiedad al sugerir que el Sol era una masa de hierro candente y que la Luna era una roca que reflejaba la luz del Sol. Marchó allí y se estableció en Lámpsaco (una colonia de Mileto), donde, según dicen, se dejó morir de hambre.

Una lamentable pérdida que, desafortunadamente, es solo una de las muchas que podemos contabilizar en la cuenta de los mediocres. Los casos de Sócrates y de Giordano Bruno, por ejemplo, son dos ejemplos más del embate de la mediocridad.

Anaxágoras expuso su filosofía en su obra Peri physeos (Sobre la naturaleza) de la cual, de nuevo lamentablemente, sólo algunos fragmentos han perdurado. Sin embargo, podemos reconocer en su pensamiento el germen del atomismo ya que, para explicar la pluralidad de objetos en el mundo dotados de cualidades diferentes, Anaxágoras recurre a la suposición de que todas las cosas estarían formadas por partículas elementales, que llama con el nombre de “semillas” (spermata, en griego).

Pues bien, se cree que tanto Anaxágoras como Leucipo fueron maestros de Demócrito de Abdera (hacia 460-370), que continúa el pensamiento de sus maestros para establecer lo que se reconoce como el atomismo mecanicista, según el cual la realidad está formada tanto por infinitas partículas, indivisibles, de formas variadas y siempre en movimiento, los átomos (del griego antiguo ἄτομοι, lo que no puede ser dividido), como por el vacío. Así, Demócrito afirma que existe tanto el ser como el no-ser: El primero está representado por los átomos y el segundo, por el vacío, que existe no menos que el ser, siendo imprescindible para que exista movimiento.

Demócrito logró dominar y sintetizar todo el saber de su época. Era un genio uni­versal, como en el siglo siguiente lo fue Aristóteles. También como éste, era De­mócrito al mismo tiempo físico y filósofo o, como entonces se decía, sofista; y en ambos territorios alcanzó cotas muy elevadas.

Sus innumerables escritos comprendían todas las ramas de la ciencia de aquel tiempo: Matemática, Astronomía, Geografía, Medicina, Biología, Físi­ca, Teoría del Conocimiento, Ética, Filología, Teoría del Arte.

Es interesante detenerse, aunque sea brevemente, en el pensamiento ético de Demócrito. No hace estrictamente a nuestro tema, pero muestra cómo existen cuestiones eternas de la vida humana que el hombre ha encarado desde hace ya mucho tiempo. Veamos, sostenía Demócrito que:

1. En sí y por sí, nada es bueno ni malo, sino sólo en relación con las sensaciones que las cosas nos producen. 

Para valorar la profundidad del pensamiento de Demócrito, es interesante notar que hubo que esperar hasta el siglo XVIII para que Kant nos dijera que: En sí y por sí, un acto no es bueno ni malo, sino que, para saberlo, hay que evaluar la intención con que fue hecho.

2. El derecho del más fuerte es fundado en la Naturaleza; pero viene limitado por el orden del Estado, de cuya consistencia depende toda nuestra bienandanza e infortunio. 

Hemos hablado ya largamente, en notas anteriores, de este aserto de Demócrito que nos recuerda que el derecho del más fuerte se encuentra en la propia naturaleza del humano, así como de todas las criaturas del reino animal.

3. Por eso la primera virtud consiste en cumplir nuestro deber para con la comu­nidad y sus miembros; el que conculca este deber, el que roba y mata, debe ser sacrificado como una bestia salvaje. 

Viendo las simas de corrupción y degradación a las que es capaz de llegar el homo predator, me siento tentado a coincidir con la solución que recomienda Demócrito.

4. Mas no debemos hacer lo recto y justo por miedo a los te­rrores del infierno, que son solo una imagen fantástica, ni tampoco por miedo al cas­tigo de los hombres, sino porque es lo justo y por respeto a nosotros mismos. 

Bella meta a la cual aspirar en la vida.

5. La conciencia de haber cumplido el deber provoca una paz del ánimo muy suave y alegre, que él llamó eutimia, que es el sumo bien que podemos alcanzar. Pues la felicidad y la desdicha no dependen de cosas exteriores; en nuestra propia alma habita nuestro buen o mal demonio. Sólo los placeres del espíritu, la contemplación de las hermosas obras artísticas y, sobre todo, la investigación científica produ­cen una satisfacción perdurable, pues «la educación es un adorno en la fortuna, un refugio en la desventura».

Interesante, ¿Verdad?

Ahora bien, volviendo al atomismo, digamos que el punto de par­tida para el pensamiento físico de Demócrito lo constituye la teoría que desarrollara y que consta de los siguientes puntos principales:

1. La apariencia sensible engaña; pero tras el mundo de las apariencias está el mundo real, que podemos conocer por medio del pensamiento.

2. No hay, en realidad, nada más que la materia y el espacio va­cío y la materia consta de corpúsculos pequeñísimos, que son eternos e invaria­bles y que, como hemos dicho, Demócrito llamaba «átomos»; son iguales unos a otros en cualidad, pero distintos en figura, magnitud y, por tanto, también en peso; merced a este peso caen en el espacio vacío hacia abajo, pero con distinta velocidad y se reúnen por esta razón para formar los cuerpos.

3. El peso y la dureza de los cuerpos dependen del número de átomos de que constan y de la compacidad con que los átomos están unidos unos a otros.

4. El sabor y el color dependen de la impresión que los átomos producen en nuestros sentidos por su tamaño y figura.

5. Y como no hay, en gene­ral, nada más que átomos y espacio vacío, nuestra alma también tiene que com­ponerse de átomos, bien que éstos sean de especie finísima. El movimiento de los átomos del alma produce el pensamiento.

Como se puede apreciar, si bien, no todos, varios de estos asertos continúan siendo ciertos hoy en día.

Acerca del propio Demócrito sabemos poco. Se sabe que nació en colonia jónica, en Abdera; que además de Leucipo y Anaxágoras sus profesores fueron caldeos y magos persas; que viajaba mucho y que era erudito; que vivió unos cien años y fue enterrado en el año 370 antes de nuestra era a cuenta pública por los habitantes de su ciudad natal, que le respetaban profunda­mente. Las generaciones posteriores de pintores represen­taban a Demócrito como a un hombre alto de barba corta, vestido con túnica blanca y calzando sandalias. Se contaba que Demócrito reía muy a menudo y decía que «la risa lo hace a uno más sabio»,​ lo que llevó a que, durante el Renacimiento, se lo mencionara como «el filósofo que ríe» o «el abderita risueño».

Pues bien, la leyenda dice que cierta vez Demócrito estaba sentado en una piedra a orillas del mar con una manzana en la mano (parece que a la manzana le está reservado un lugar especial en la Física) y meditaba: Si parto ahora esta manzana por la mitad me quedará la mitad; si luego vuelvo a cortarla en dos partes, obtendré la cuarta parte; más, si sigo con esta división, ¿Me quedará, siempre 1/8, 1/16, etc., parte de la manzana y podré seguir dividiéndola en forma indefinida? ¿O en cierto momento la siguiente división llevará a que la parte restante ya no posea propiedades de la manzana, o bien habrá una última división de la manzana? Después de una profunda reflexión, el filósofo llegó a la conclusión de que existe un límite de semejante división y denominó a esta última partícula, indivisible ya, átomo, exponiendo sus deducciones en el libro El Pequeño Diacosmos donde nos dice:

El Universo tiene su origen en los átomos y el vacío, todo lo demás sólo es producto del razonamiento. Hay infinita cantidad de mundos y éstos tienen su principio y fin en el tiempo. Nada surge de la inexistencia ni se resuelve en ella. También es infinita la cantidad de los átomos y la variedad de sus dimensiones; ellos flotan en el Universo, girando en torbellinos y dando origen a todo lo compuesto: El fuego, el agua, el aire y la tierra. Es que estos últimos son combinaciones de algunos átomos, mien­tras que los propios átomos no se someten a ninguna influencia y son invariables debido a su dureza.

¡Esto fue escrito hace más de dos mil años!

Busto de un griego desconocido que algunos, algo 
dudosamente, identifican con el filósofo Demócrito. El original fue hallado en la Villa de los Papiros en Herculano y se encuentra, actualmente, en el Museo Arqueológico de Nápoles.

Demócrito, creó, pues, un sistema de la naturaleza de gran sencillez y cohe­sión. Para formar el cosmos le basta a Demócrito la materia cualitativamente uniforme y una sola fuerza natural empíricamente cognoscible, la gravitación. Pero sólo la moderna física ha sido justa con él; su propio tiempo no estaba maduro para semejante doctrina. Pues precisamente cuando este sistema surgió, hallábase el mundo saturado de filosofía natural y otros problemas ocu­paban ya el primer plano del interés. Además, Demócrito vivía en la apartada ciudad de Abdera, en la costa de Tracia del Mediterráneo y, aunque hizo amplios viajes con fines de estudio, no quiso dedicarse a la enseñanza peregrinante como su compatriota Protágoras. De esta suerte quedó desconocido fuera de su propia patria, sobre todo en Atenas. Y Atenas era entonces no sólo el centro de la vida artística sino también el de la vida científica de toda la nación griega. En Atenas actuaba en la época de Pericles, Anaxágoras. En Atenas enseñaban, aunque generalmente de paso, todos los sofistas importantes. Atenas era el asiento principal del comer­cio de libros que comenzaba entonces a desarrollarse. Sólo quien en Atenas lo­grase fama y aplauso podía llegar a ser un director espiritual de la nación.

Es interesante observar que no solo en Grecia se llegaba a estas conclusiones. Al igual que Demócrito, el filósofo de la India antigua Kanâda también concibió idea de que deberían existir partículas mínimas de tierra, agua, fuego, aire y éter. La leyenda de su descubrimiento es la siguiente: Él tenía en la mano una cantidad de comida. Comía pedacitos, desmenuzando el alimento en trozos cada vez más pequeños. En un cierto punto tuvo la intuición de que seguramente tendrían que existir partículas tan pequeñas que no se pudieran partir en más partes. Él llamó a esas partículas anu (‘minúsculo’).

Kanâda, que vivió alrededor del siglo II de nuestra era, enseñaba pues casi lo mismo que Demócrito. De hecho, Kanâda, traducido del sánscrito, significa devorador de partículas. Según Kanâda, la divisibilidad infinita de la materia es un absurdo, por cuanto, en este caso, un grano de mostaza es igual a una montaña, ya que... lo infinito es siempre igual a lo infinito.

La partícula más pequeña en la naturaleza, enseñaba Kanâda, es la de polvo en el rayo solar; consta de seis átomos, los cuales están unidos de a pares por la voluntad de Dios o por algo más.

Volviendo a Demócrito, digamos que no pudo demostrar sus afirmaciones, siendo necesario entonces creerle de palabra. Mas no le creyeron y el pri­mero en no hacerlo fue Aristóteles, su gran contemporáneo. Al morir Demócrito, Aristóteles, el futuro maestro de Alejandro Magno, tenía 14 años. En la plenitud de sus fuerzas era delgado, de baja estatura y refinado y el respeto de que gozaba sobrepasaba a menudo todos los límites sensatos. Desde luego, para esto había fundadas razones: Aristóteles dominaba todos los conocimientos de aquella época. Sin embargo, en lo tocante al tema de dividir la materia enseñaba lo contrario que Demócrito: El proceso de división de la manzana se podía continuar infinitamente, por lo menos, en principio. Esta doctrina llegó a ser dominante, Demócrito fue olvidado por muchos siglos y sus obras fueron destruidas con una meticulosidad digna de mejor causa. Por eso la doctrina de Demócrito se conservó sólo en fragmentos y testimonios de sus contemporáneos y Europa la conoció por intermedio del poeta Tito Lucrecio Caro (99—55 a. n. e.). Tito Lucrecio Caro fue un poeta y filósofo romano, autor de un único texto: El poema didáctico De rerum natura (Acerca la naturaleza de las cosas), que defiende la física atomista de Demócrito y Leucipo.

Tito Lucrecio Caro

En la misma línea que Demócrito, en lo que hace al atomismo, se ubicó su connacional Epicuro de Samos. Epicuro, 341 a.n.e. - 270 a.n.e.), fue un filósofo griego, fundador de la escuela que lleva su nombre (epicureísmo). Los aspectos más destacados de su doctrina son el hedonismo racional y el atomismo.

Defendió una doctrina basada en la búsqueda del placer, la cual debe ser dirigida por la prudencia. Se manifestó en contra del destino, de la necesidad y del recurrente sentido griego de fatalidad.

La naturaleza, según Epicuro, está regida por el azar, entendido como ausencia de causalidad (Sorprendente prefacio a la Teoría de la Evolución de Darwin). Solo así es posible la libertad, sin la cual el hedonismo no tiene motivo de ser.


Manifestó que los mitos religiosos amargan la vida de los hombres. El fin de la vida humana es procurar el placer y evadir el dolor, pero siempre de una manera racional, evitando los excesos, pues estos provocan un sufrimiento posterior.

Los placeres del espíritu son superiores a los del cuerpo y ambos deben satisfacerse con inteligencia, procurando llegar a un estado de bienestar corporal y espiritual al que llamaba ataraxia. Criticaba tanto el desenfreno como la renuncia a los placeres de la carne, y argüía que debería buscarse un término medio y que los goces carnales deberían satisfacerse, siempre y cuando no conllevaran un dolor en el futuro. Como se ve, en esto estaba en un todo de acuerdo con Aristóteles que preconizaba la búsqueda del justo medio de las cosas por medio de la prudencia, la mayor virtud.


La filosofía epicúrea afirma que la filosofía debe ser un instrumento al servicio de la vida de los hombres y que el conocimiento por sí mismo no tiene ninguna utilidad si no se emplea en la búsqueda de la felicidad.

Aunque la mayor parte de su obra se ha perdido, conocemos bien sus enseñanzas gracias, otra vez, a Tito Lucrecio Caro y su obra De rerum natura (un homenaje a Epicuro y una exposición amplia de sus ideas), así como a través de algunas cartas recogidas por Diógenes Laercio y fragmentos rescatados.

Según la física de Epicuro, toda la realidad está formada por dos elementos fundamentales. De un lado los átomos, que tienen forma, extensión y peso y del otro el vacío, que no es sino el espacio en el cual se mueven esos átomos. Es interesante acotar aquí que este concepto de que el espacio es un escenario inmutable y fijo donde se mueven los actores que son los átomos, se mantuvo por 2100 años después de Epicuro, hasta que la Teoría de la Relatividad determinó que el espacio no es un marco de referencia rígido sino algo plástico, deformable, que cambia con la presencia o ausencia de materia en él.

Bien, seguía diciendo Epicuro que las distintas cosas que hay en el mundo son fruto de las distintas combinaciones de átomos. El ser humano, de la misma forma, no es sino un compuesto de átomos. Incluso el alma está formada por un tipo especial de átomos, más sutiles que los que forman el cuerpo, pero no por ello deja el alma de ser material. Debido a ello, cuando el cuerpo muere, el alma muere con él.

Epicuro de Samos

Con respecto a la totalidad de la realidad Epicuro afirma que ésta, como los átomos que la forman, es eterna. No hay un origen a partir del caos o un momento inicial. Tal y como leemos en la Carta a Heródoto: Desde luego, el todo fue siempre tal como ahora es y siempre será igual.

Esta concepción atomista procede de Demócrito, pero Epicuro modifica la filosofía de aquél en aspectos importantes, pues no acepta el determinismo que el atomismo conllevaba en su forma original. Por ello, introduce un elemento de azar en el movimiento de los átomos, llamado clinamen, una desviación de los átomos en su caída en el vacío, es decir, una desviación de la cadena de las causas y efectos, con lo que la libertad queda asegurada y se anticipa a la evolución.

Este interés por parte de Epicuro en salvaguardar la libertad es fruto de la consideración de la ética como la culminación de todo el sistema filosófico al cual se han de subordinar las restantes partes. Estas son importantes tan sólo en la medida en que son necesarias para la ética, tercera y última división de la filosofía.

Como se puede apreciar, ahora sí, la época estaba madura para tratar temas de esta naturaleza y quedaron en pie dos posturas: La materia no se podía dividir en forma infinita y existían corpúsculos últimos llamados átomos y, por el otro lado, la materia era infinitamente divisible y no existían los átomos. Esta última postura, sostenida por la autoridad de Aristóteles, fue la que prevaleció y lo hizo por, aproximadamente, dos mil años.

Es absurdo culpar a los antiguos por tal elección, puesto que para ellos ambos sistemas eran igualmente sensatos y admisibles: Veían el objetivo de su ciencia no en aplicaciones prácticas (se avergonzaban de ellas), sino en alcanzar mediante la especulación el sentimiento de la armonía del mundo, que comunica al hombre toda filosofía perfecta.

Ahora bien, para entender el porqué de los dos mil años de duración de las ideas de Aristóteles hay que bucear un poco más hondo en otros aspectos de la vida humana, más allá de la Ciencia.

Los romanos, ocupados como estaban en construir un gran imperio y en el orden jurídico de la sociedad (aun hoy se estudia Derecho Romano en la carrera de abogacía), no participaron en el desarrollo de la Física, en general, ni del concepto de átomo, en particular. 

Sin embargo, para entender los dos mil años de aristotelismo es importante analizar hechos de la época romana. Nuestra búsqueda comienza en el año 313 de nuestra era cuando el emperador Constantino, con la idea de neutralizar la peligrosidad para el Estado de la Iglesia cristiana y considerando que los intentos de represión se habían manifestado totalmente ineficaces, promulgó el edicto de tolerancia (el edicto de Milán), en el que proclamaba una libertad general religiosa y la reposición a las comunidades cristianas de su anterior propiedad y de todos sus derechos: concedemos, tanto a los cristianos como a todos los demás, plena libertad para adherir a la religión que cada cual elija, con el objeto de que la deidad que gobierna los cielos sea favorable y propicia para nosotros y para nuestros súbditos.

Constantino se decantó en pro del cristianismo como hombre de Estado, buscaba con ello la salud del Imperio y no la salvación de su alma. De hecho, solo se bautizó en su lecho de muerte y hasta el final de sus días adoraba tanto al Dios cristiano como a los Dioses romanos. La ortodoxia y mucho menos la beatería de los futuros Césares papistas estaban infinitamente lejos de su pensamiento. Pero, claramente se nota que, para él, la dominación sobre la Iglesia cristiana era un complemento esencial de la monarquía y, por ejemplo, gustoso se designó a sí mismo, más tarde, como obispo de la Iglesia para asuntos exteriores. A tanto llegó su celo de controlar la Iglesia que, ante las diversas ideas reinantes dentro de ésta acerca de la naturaleza divina o no de Jesús, convocó al Concilio de Nicea en el 325 para que fijara cuál era la ortodoxia cristiana, cuál debía ser la ortodoxia cristiana.

¿Y por qué esta historia de Constantino es importante para nuestra Historia del Átomo? Pues, porque a partir de allí, la Iglesia quedó indisolublemente unida al Estado. Cuestión que desembocó en el Edicto de Tesalónica, por el cual el emperador romano Teodosio convirtió el cristianismo en la religión oficial del Imperio Romano el 27 de febrero del año 380.

Así las cosas, el poder de la Iglesia creció y creció a todo lo largo de la Edad Media. Pero,… ¡Justamente, eso ya es tema para la segunda nota de esta serie, en la que hablaremos de la historia de átomo en la Edad Media!

¡Hasta entonces!









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