domingo, 12 de diciembre de 2021

NUEVA HISTORIA DEL ÁTOMO Hasta las puertas del siglo XX

Decíamos en la nota anterior, que el poder de la Iglesia creció y creció a todo lo largo de la Edad Media. Y es importante recordar que, durante esta época, el hijo varón mayor era el que recibía en herencia todas las posesiones y títulos de su padre (esto era lo que se conocía como ley del mayorazgo), las mujeres no recibían nada y en cuanto a los demás hijos varones cabían las siguientes posibilidades: O la carrera religiosa o la carrera de armas. Así pues, no es de extrañar que fuera la nobleza la que nutriera los estamentos superiores de la Iglesia con el resultado de que duques, príncipes y reyes fueran parientes de obispos, cardenales y papas.

Como dato de color, digamos que el juego de ajedrez refleja esta realidad imitando lo que sucedía en las cortes de esa época, es decir, el alfil, que representa la figura del obispo, se sitúa a la vera del rey y de la reina. Y el idioma inglés es más explícito en esto llamando al alfil: bishop, que significa obispo.

¿Y qué importancia tiene para nuestra Historia del Átomo que la Iglesia se haya transformado en una corporación sumamente poderosa? Pues, que durante toda la Edad Media fue la depositaria del conocimiento. Los reyes estaban ocupados en sus cuestiones de Estado y la clase baja (que era la única otra que había aparte de la nobleza) en sobrevivir, de modo que la cultura quedó en manos de los monjes.

Así pues, la Iglesia además de dictar la verdad en cuestiones teológicas, dictó qué es lo que había que creer en Filosofía Natural (como se llamaba a la Física y, por extensión, a la Ciencia, en esa época), sobre todo merced a la interpretación que Tomás de Aquino (reconocido como uno de los Doctores de la Iglesia) hizo de Aristóteles basándose en las Sagradas Escrituras. Interpretación esta que dio origen a la llamada Escolástica, que se trató de una corriente teológica y filosófica que utilizó la filosofía grecolatina clásica para comprender la revelación religiosa del cristianismo.

La escolástica fue la corriente teológico-filosófica dominante del pensamiento medieval y se basó en la coordinación entre la fe y la razón, aunque siempre dejando en claro la subordinación de la razón a la fe (Philosophia ancilla theologiae, “la filosofía es sierva de la teología”).

Lo malo es que se adoptó la escolástica como una verdad inmutable que ya no podía ser corregida ni ampliada, so pena de ser considerado un hereje y ejecutado en la hoguera. Así, la Iglesia concluyó que, en Astronomía, la verdad era la que había propuesto Tolomeo.

Claudio Tolomeo fue un científico del segundo siglo de nuestra era, griego por nacimiento, egipcio por adopción, autor de la famosa hipótesis geocéntrica, es decir, que la Tierra es el centro del Universo y todo gira alrededor de ella.

En cuanto a la Filosofía Natural, la Iglesia dispuso que la verdad era lo que había establecido el maestro Aristóteles, con lo que quedaba zanjada toda discusión acerca de cómo funciona la Naturaleza. Así pues, la Iglesia aplicó un cepo a la investigación científica; algo que, tanto Aristóteles como Tolomeo, claramente, no hubieran aprobado.

Y dado que Aristóteles había sostenido la infinita divisibilidad de la materia, esto pasó a ser una verdad incontrovertible para la Iglesia y, en consecuencia, para todos sus fieles.

Para librarse de las opiniones erróneas del prestigioso estagirita se necesitaron dos mil años. Y en cuanto a la hipótesis de Claudio Tolomeo debieron pasar doce siglos para superarla. Dado que, como dijimos, la Iglesia era la depositaria del conocimiento en la Edad Media, no resultó raro que quienes ofrecieran opiniones contrarias a las de estos dos grandes pensadores, fueran miembros de ella.

En lo que respecta a la hipótesis de Claudio Tolomeo, fue el canónigo Nicolás Copérnico (1473 - 1543), astrónomo polaco del Renacimiento, quien la derrumbó en favor de la teoría heliocéntrica del sistema solar, concebida en primera instancia por Aristarco de Samos. Su libro De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de las esferas celestes) suele ser considerado como el punto inicial o fundador de la astronomía moderna, además de ser una pieza clave en lo que se llamó la Revolución científica en la época del Renacimiento. Copérnico pasó cerca de veinticinco años trabajando en el desarrollo de su modelo heliocéntrico del universo. En aquella época resultó difícil que los científicos lo aceptaran, ya que suponía una auténtica revolución.

Nicolás Copérnico

Copérnico era un polímata con muchos intereses además de la Astronomía. Junto con sus extensas responsabilidades, la Astronomía figuraba como poco más que una distracción. Sin embargo, por su enorme contribución a esta ciencia, en 1935 se dio el nombre «Copernicus» a uno de los mayores cráteres lunares, ubicado en el Mare Insularum

El modelo heliocéntrico es considerado una de las teorías más importantes en la historia de la ciencia occidental.

Ahora bien, conocedor Copérnico de lo peligroso que era opinar en contra de lo que sostenía la Iglesia, no publicó su obra en la que defendía el heliocentrismo hasta 1543, año de su fallecimiento. En su lecho de muerte alcanzó a ver la primera edición de su obra impresa. Desde luego que sus libros serían incluidos en el Index librorum prohibitorum (que era la lista de los libros prohibidos por la autoridad de la Iglesia), hasta muchos años después de su muerte, como en el caso de Galileo.


En lo que respecta a la hipótesis atomista que nos ocupa, otro polímata, el francés Pierre Gassendi (1592—1655), “el faro de Francia”, re­sucitó la idea de los átomos por lo que fue perseguido por la iglesia, de la que era sacerdote: Nacido en la Provenza francesa, Gassendi es conocido por haber tratado de reconciliar el atomismo de Epicuro con el pensamiento cristiano, sustituyendo los átomos infinitos, eternos y semovientes de Epicuro por un número finito de átomos creados e impulsados por Dios.​ Gassendi propugnó el lema sapere aude, “atrévete a saber”.

En la obra Syntagma philosophicum, publicada póstumamente en 1658, Pierre Gassendi abogó por el método inductivo aplicado a la experiencia sensible como base para el conocimiento; aceptó sin embargo el razonamiento deductivo en disciplinas como las matemáticas.

Gassendi consideró la armonía de la naturaleza y la capacidad del hombre para percibirla como la prueba definitiva de la existencia de Dios. Siguiendo los pasos de su admirado Epicuro, definió la felicidad como el fin motivador -en último término inalcanzable- del hombre.

Entre sus convicciones encontramos las siguientes:

· La materia está formada por partículas indivisibles o átomos.

· Imaginó los átomos diminutos y compactos, de tamaños diferentes.

Pierre Gassendi

Fue adversario del aristotelismo escolástico (consideraba que los silogismos no servían para probar nada). Resucitó el atomismo materialista de Epicuro y Lucrecio. A Gassendi se le atribuye también ser uno de los primeros de la historia en medir la velocidad del sonido (con un error del 25%), midiendo el tiempo entre que se veía el disparo de un cañón y se oía, a una cierta distancia, el ruido producido.

Cerca del fin, nos legó este pensamiento, no exento de humor: Nací sin saber por qué. He vivido sin saber cómo. Y muero sin saber ni cómo ni por qué.



Así pues, en el siglo XVII surgió la Ciencia Física que pronto desalojó a la antigua Filosofía Natural. Esta nueva ciencia, la Física, no se asentaba en la especulación pura, sino en la experiencia y en las matemáticas.

Empezaron a estudiar la naturaleza circundante: No sim­plemente observarla, sino realizar experimentos conscientes para comprobar las hipótesis y anotar los resultados de esta verificación por medio de números. La idea de Aristó­teles no pasó esta prueba, mientras que la hipótesis de Demócrito sí.

Sin embargo, hasta que la hipótesis sobre los átomos no se comprobara en la práctica, pese a toda su atracción, seguía siendo sólo una hipótesis.

La primera prueba palmaria de que tenía razón Demó­crito y no Aristóteles la encontró el botánico escocés Robert Brown (1773—1858). En 1827, siendo ya un hombre maduro, ocupaba el cargo de director de la Sección Botánica del Museo Británico. En su juventud pasó cuatro años en expediciones por Australia y trajo de allí cerca de 4 mil variedades de plantas. Veinte años más tarde seguía estu­diando aún dichas colecciones. En verano de 1827, Brown se dio cuenta de que el finísimo polen de las plantas se movía a su antojo en el agua, sometido a la acción de una fuerza desconocida. Inmediatamente publicó un artícu­lo, cuyo título es muy característico de aquella época calmosa: “Breve informe de las observaciones microscópi­cas, realizadas en junio, julio y agosto de 1827, sobre par­tículas contenidas en el polen de las plantas; y de la existencia de moléculas activas en los cuerpos orgánicos e inorgánicos”.

Al principio su experimento provocó una confusión, agravada por el mismo Brown, quien trató de explicar este fenómeno con cierta “fuerza viva”, propia, supuesta­mente, de las moléculas orgánicas. Lógicamente, seme­jante rectitud de explicación del “movimiento browniano” no satisfizo a los científicos y éstos emprendieron nuevos intentos de estudiarlo. Entre ellos se destacaron por su labor importante el holandés Carbonnelle (1880) y el francés Gouy (1888), quienes aclararon por medio de experi­mentos escrupulosos que el movimiento browniano no dependía de los factores externos como las estaciones del año, las horas del día, la adición de sales, el tipo de polen y “...se observa igualmente bien tanto de noche en una aldea, como de día cerca de una calle concurrida por la que pa­san carruajes pesados. No depende siquiera del tipo de partículas, sino únicamente de su tamaño y, lo principal, nunca cesa”.

Es menester señalar que inicialmente este movimien­to raro no atrajo la atención debida. La mayoría de los físicos lo desconocía en general y los que estaban al tanto consideraban que dicho fenómeno carecía de interés, su­poniendo que era análogo al movimiento de las partículas de polvo en el rayo solar. Sólo pasados cuarenta años, probablemente, por primera vez se formó la idea de que los movimientos desordenados del polen, observados en el microscopio, se debían a choques eventuales contra pequeñas partículas invisibles de líquido. Después de los trabajos de Gouy se convencieron de ello casi todos y la hipótesis sobre los átomos se ganó numerosos adeptos.

Sin embargo, fue el estudio independiente de Albert Einstein en su artículo de 1905 (Über die von der molekularischen Theorie der Wärme geforderte Bewegung von in ruhenden Flüssigkeiten suspendierten Teilchen / Sobre el movimiento postulado por la teoría cinética molecular del calor de pequeñas partículas suspendidas en un líquido estacionario) en el que mostró la solución a los físicos, como una forma indirecta de confirmar la existencia de átomos y moléculas.

En definitiva, se concluyó que el movimiento de las partículas de polen se debía a que eran permanentemente chocadas por “átomos” (en realidad por moléculas) del líquido que se movían aleatoriamente en él.

Diecinueve siglos antes de Brown estas propiedades del movimiento browniano se habían imagi­nado y descrito, ¿Adivinan por quién? ¡Acertaron, por Tito Lucrecio Caro en su poema!: Observa lo que acontece cuando rayos de sol son admitidos dentro de un edificio y cómo arroja la luz sobre los lugares oscuros. Puedes ver la multitud de pequeñas partículas moviéndose en un sinnúmero de caminos... su baile es un indicio de movimientos subyacentes de materia escondidos de nuestra vista... eso origina el movimiento de los átomos en sí mismos (p.e., espontáneamente). Entonces los pequeños organismos que son eliminados del impulso de los átomos son puestos en marcha por golpes invisibles y a su vez en contra de unos diminutos cañones. Así, el movimiento de los átomos emerge gradualmente de un nivel del sentido, que estos cuerpos están en movimiento como vemos en el rayo de sol, movidos por soplos que parecen invisibles.

Sobre la naturaleza de las cosas, Lucrecio.

Nótese que lo que, para algunos de pobre intelecto, era algo sin importancia (el movimiento aleatorio de las partículas de polvo suspendidas en el aire), para Lucrecio Caro fue una anticipación de la explicación del movimiento browniano.

Desde luego, también antes de Brown muchos creían firmemente ya que todos los cuerpos estaban compuestos de átomos.

Por ejemplo, a finales del siglo XVII aparece en el horizonte científico de Europa la familia Bernoulli. Se trató de una familia de matemáticos y físicos suizos procedentes de la ciudad de Basilea.

El fundador de la familia fue el hugonote Jacobo, apodado El Viejo, que nació en Amberes (Bélgica), pero se trasladó a Basilea en 1622 por la persecución religiosa de que eran objeto los protestantes en su ciudad natal. Jacobo se casó tres veces, pero sólo tuvo un hijo, Nikolaus. Este, por su parte, tuvo una docena, de los cuales cuatro llegaron a edad adulta y dos de ellos alcanzaron elevadas cotas en Matemáticas: Jacob, nacido en 1654, y Johann, nacido en 1667. Ambos estudiaron la Teoría del Cálculo Infinitesimal de Newton-Leibniz y desarrollaron variadas aplicaciones de la misma.

Un hijo de Johann, Daniel Bernoulli, publicó, en 1738, una obra titulada Hydrodynamica, que estableció las bases de la Teoría Cinética de los Gases basándose en la premisa de que los gases se componen de un gran número de partículas (luego precisaríamos que son moléculas) que se mueven en todas las direcciones, de tal manera que su impacto sobre las superficies del recipiente que encierra el gas causa la presión del mismo sobre dicho recipiente. Y que lo que se experimenta en forma de calor es simplemente la energía cinética del movimiento de las partículas. Esta teoría fue de avanzada y, como suele suceder en estos casos, no fue aceptada de inmediato. Sin embargo, la contribución de muchos otros científicos fue acumulando pruebas en su favor hasta dejarla sólidamente establecida.

Para ellos algunas propiedades de los átomos eran evidentes sin investigaciones ulteriores. En efecto, todos los cuerpos en la naturaleza, a pesar de las enormes diferencias entre sí, tienen peso y dimensiones. Por lo visto, sus átomos también debían tener peso y dimensiones. Precisamente en estas propiedades basó sus razonamien­tos John Dalton (1766 —1844), modesto profesor de mate­máticas y de Filosofía Natural en la ciudad de Manchester, gran científico, que determinó el desarrollo de la química para unos cien años.

Dalton elaboró la que conocemos hoy en día como su Teoría Atómico-Molecular, de la que vamos a considerar algunos de sus postulados:

· La materia es discontinua; está formada por átomos que son partículas indivisibles. Lo que se encuentra en completa coincidencia con los atomistas predecesores de Dalton.

· Todos los átomos de un mismo elemento son iguales, tienen la misma masa y átomos de diferentes elementos difieren en su masa. Con lo que Dalton define la sustancia elemental o elemento químico como aquella sustancia formada por un único tipo de átomos.

· Los átomos se combinan entre sí para formar "moléculas". Con lo que introduce el concepto novedoso de molécula como una agrupación de átomos, iguales o distintos, que funciona como una unidad.

Los partidarios del atomismo se preguntaron en se­guida: La variedad de cuerpos, ¿Significa también idéntica variedad de átomos, como afirmaba Demócrito? Resultó que no era así. Al formular el concepto de elemento, Dalton dejaba claro que varios cuerpos pueden ser muy deferentes, pero, si están formados por el mismo elemento, tienen todos átomos iguales. Se aclaró inclusive que los elementos no eran tan numerosos: A la sazón se conocían unos 40 (actualmente, 118).

Todas las sustancias que no son elementales, se denominan sustancias compuestas o, simplemente, compuestos, y están constituidas por moléculas formadas por di­ferentes clases de átomos.

Ahora bien, los átomos de elementos diferentes difieren entre sí. Y una de tales dife­rencias, tal como dijo Dalton, era la masa del átomo. Así pues, los científicos se dieron a la tarea de medir dicha masa. Tarea esta, sumamente difícil dado lo extraordinariamente pequeña que es la masa de los átomos. Sin embargo, a falta de poder medir la masa real o absoluta de los átomos, se pudo medir la masa relativa de los mismos, es decir la masa de cualquiera de ellos respecto a los otros. Y se tomó como unidad la masa atómica del gas más ligero —el hidrógeno— expresando la masa atómica de los demás elementos respecto a él. Así, la masa atómica del oxígeno es igual a 16 (o sea que, el oxígeno, es 16 veces más masivo que el hidrógeno); la del hierro es 56 (56 veces más masivo que el hidrógeno), etc. De esta forma, en la ciencia que trata del átomo hicieron su aparición los números, por primera vez; ¡Acontecimiento de importancia extraordinaria!

Sin embargo, igual que antes, no se sabía nada de las dimensiones y masas absolutas de los átomos.

Uno de los primeros intentos científicos de evaluar las dimensiones del átomo le pertenece al ruso Mijaíl Vasílievich Lomonósov (1711 - 1765). En 1742 notó que los orfebres hábiles lograban reducir el espesor de una lámina de oro hasta una diezmilésima de centímetro (0,0001 cm), de ello dedujo que el diámetro de los átomos de oro no podía su­perar este valor. ¡Aparecía una cota superior a dicho diámetro!

Siguiendo un razonamiento igual de sencillo, pero igual de ingenioso, en 1773, Benjamín Franklin (1706 - 1790) notó que una cucharilla de aceite (su volumen es igual a unos 4 cm3), derramada sobre la superficie del agua tranquila, se extendía por un área de 0,2 hectáreas, es decir, 2 mil metros cuadrados o 20.000.000 cm2. Dividiendo, entonces, el volumen de aceite por el área que ocupa, se obtiene el espesor de la capa oleosa. O sea:

Espesor = volumen/área = 4 cm3 / 2•10
7 cm2 = 2•10-7 cm

De modo que el diámetro de la molécula (y, obviamente, menos el de un átomo) no puede superar este valor: d = 0,0000002 cm (o sea, dos diezmillonésimas de centímetro).

Sin embargo, como primera tentativa exitosa de evaluar el tamaño y la masa de los átomos se debe considerar el trabajo del profesor de física de la Universidad de Viena Joseph Loschmidt (1821 - 1895), quien en 1865 descubrió que las dimensiones de todos los átomos eran más o me­nos idénticas e iguales a 10
-8 cm, mientras que la masa del átomo de hidrógeno era del orden de 10-24 g.

Por primera vez nos encontramos aquí con magnitudes tan pequeñas y sencillamente no tenemos práctica necesa­ria para comprenderlas. En el mejor de los casos podemos decir: Liviano como el plumón o fino como la telaraña. Y aunque unos 30 gramos de telaraña bastarían para extenderla a través del Atlántico es, no obstante, algo ponderable, plenamente real. El grosor de la telaraña supera, con todo, un millón de veces el diámetro de los átomos y para llenar de algún modo la laguna entre el sentido común la pequeñez de estas magnitudes se recurre, generalmente, a la comparación. Por ejemplo, si tomamos un átomo de una sandía y una guinda de 1 cm de diámetro y empezamos a aumentarlos simultáneamente, en el preciso momento en que la guinda alcance las dimensiones del globo terráqueo, el átomo de la sandía empezará a parecerse -tanto por el peso como por las dimensiones- a una buena sandía.

Sin embargo, el valor de tales comparaciones es relativo. Por eso es mejor dejar las tentativas de imaginar semejantes números, que a pesar de su extrema pequeñez no son arbitrarios, y es importante comprender que hay que atri­buir a los átomos diámetros y masas precisamente tan pequeños para que las propiedades de las sustancias compuestas de estos átomos resulten tales como las observamos en la natura­leza.


Bien, quedamos ante las puertas del siglo XX en el que se produjeron importantes y radicales avances en todas las áreas del saber humano, como no había sucedido nunca en la historia de la humanidad. Por cierto que, nuestra historia del átomo se verá grandemente afectada en este período… como veremos en notas futuras.

¡Hasta entonces!

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