domingo, 26 de diciembre de 2021

Punto de Encuentro. T01 – E02

¡Buenas noches, queridos amigos de Punto de Encuentro!

Nos encontramos nuevamente, en el marco de nuestro programa, para charlar hoy de dos personas, un monje y un científico, que, hacia el final de sus vidas, atravesaron una experiencia que, por su similitud, los transformó, inmediatamente, en habitantes de Punto de Encuentro.

Comencemos por el monje.

Se hacía llamar "el Nolano", por haber crecido en Nola, una localidad italiana próxima a Nápoles. Pero ninguna ciudad ni ningún país lograron contener a quien fue uno de los espíritus más inquietos e indómitos de la Europa del siglo XVI. A los 15 años partió hacia Nápoles, donde intentó encauzar su exaltada religiosidad ingresando en un convento de la orden de los dominicos, pero muy pronto empezó a causar revuelo por su carácter indócil y sus actos de desafío a la autoridad. Por ejemplo, quitó de su celda los cuadros de vírgenes y santos y dejó tan sólo un crucifijo en la pared y, en otra ocasión, le dijo a un novicio que no leyera un poema devoto sobre la Virgen.

Tales gestos podían considerarse sospechosos de protestantismo, en unos años en que la Iglesia perseguía duramente en Italia a todos los seguidores de Lutero y Calvino. Nuestro hombre fue denunciado por ello a la Inquisición. La acusación, sin embargo, no tuvo consecuencias y pudo proseguir sus estudios. A los 24 años fue ordenado sacerdote y a los 28 obtuvo su licenciatura como lector de teología en su convento napolitano.

Parecía destinado a una tranquila carrera como fraile y profesor de teología, pero se atravesó de por medio su insaciable curiosidad. Se las arregló para leer los libros del humanista holandés Erasmo de Rotterdam, prohibidos por la Iglesia, que le mostraban que no todos los "herejes" eran ignorantes. También se interesó por la emergente literatura científica de su época, desde los alquimistas hasta la nueva astronomía de Copérnico.

De este modo fueron germinando en su mente ideas enormemente atrevidas, que ponían en cuestión la doctrina filosófica y teológica oficial de la Iglesia. Por ejemplo, rechazaba, como Copérnico, que la Tierra fuera el centro del cosmos; no sólo eso, llegó a sostener que vivimos en un universo infinito repleto de mundos donde seres semejantes a nosotros podrían rendir culto a su propio Dios. Kepler, por su parte, creía que todas las estrellas estaban confinadas en una distante concha (como una capa de cebolla) de tan solo tres kilómetros de espesor. En cambio, nuestro hombre, sugería que eran cuerpos como el Sol y se hallaban, por lo tanto, a enormes distancias de nosotros. Una visión absolutamente moderna.

Tenía también una concepción materialista de la realidad, según la cual todos los objetos se componen de átomos que se mueven por impulsos: No había diferencia, pues, entre materia y espíritu, de modo que la transmutación del pan en carne y el vino en sangre en la Eucaristía católica era, a sus ojos, una falsedad. Como no dudaba en mantener acaloradas discusiones con sus compañeros de orden sobre estos temas sucedió lo que cabía esperar: En 1575 fue acusado de herejía ante el inquisidor local. Sin ninguna posibilidad de enfrentarse a una institución tan poderosa, decidió huir de Nápoles.

A partir de ese momento, se convirtió en un fugitivo que iba de una ciudad a otra con la Inquisición pisándole los talones. En los siguientes cuatro años pasó por Roma, Génova, Turín, Venecia, Padua y Milán. La vida errante no era fácil, los viajes eran duros, las habitaciones para alguien sin recursos estaban sucias e infestadas de ratas, los asesinatos de viajeros eran frecuentes, y las enfermedades y epidemias constituían una amenaza que se sumaba a la de sus perseguidores.

Durante sus viajes, conoció a pensadores, filósofos y poetas que se sintieron atraídos por sus ideas y se convirtieron en verdaderos amigos, al tiempo que le ayudaron en la publicación de sus obras. Tras pasar un tiempo en Ginebra, Lyon y Toulouse, en 1581 llegó a París. Su fama le precedía y enseguida fue aceptado en grupos influyentes. El propio rey Enrique III se sintió atraído por sus disertaciones y, aunque no podía apoyar de manera abierta sus ideas heréticas, le extendió una carta de recomendación para que se trasladara a Inglaterra. En Londres, se alojó en la casa del embajador francés y fue presentado a la reina Isabel. Tras casi tres años en Inglaterra reanudó su vida itinerante, viajando a París, Wittenberg, Praga, Helmstedt, Fráncfort y Zúrich.

Hallándose en Frankfurt, recibió una carta de un noble veneciano, Giovanni Mocenigo, quien mostraba un gran interés por sus obras y le invitaba a trasladarse a Venecia para enseñarle sus conocimientos a cambio de grandes recompensas. Sus amigos le advirtieron de los riesgos de volver a Italia, pero el filósofo aceptó la oferta y se trasladó a Venecia a finales de 1591. Allí asistía a las sesiones de la Accademia degli Uranini, lugar donde se reunían ocultistas famosos, académicos e intelectuales liberales y daba clases en la Universidad de Padua.

En mayo de 1592 el filósofo decidió volver a Frankfurt para supervisar la impresión de sus obras. Mocenigo insistió en que se quedara y, tras una larga discusión, accedió a posponer su viaje hasta el día siguiente. Fueron sus últimos momentos en libertad. El 23 de mayo, al amanecer, Mocenigo entró en su habitación con algunos gondoleros, que sacaron al filósofo de la cama y lo encerraron en un sótano oscuro. Al día siguiente llegó un capitán con un grupo de soldados y una orden de la Inquisición Veneciana para arrestarlo y confiscar todos sus bienes y libros.

Tres días más tarde dio comienzo el juicio. El primero en hablar fue el acusador, Mocenigo, que trabajaba desde hacía algunos años para la Inquisición. Tras declarar que, efectivamente, había tendido una trampa a nuestro hombre, proporcionó una larga lista de ideas heréticas que había oído del acusado, muchas distorsionadas y algunas de su propia invención. Entre otras cosas, dijo que el acusado se burlaba de los sacerdotes y que sostenía que los frailes eran unos asnos y que Cristo utilizaba la magia. Cuando fue interrogado,
Bruno, pues, de él se trata, de Giordano Bruno, explicó que sus obras eran filosóficas y en ellas sólo sostenía que "el pensamiento debería ser libre de investigar con tal de que no dispute la autoridad divina".

Creía que podría convencer al tribunal de Venecia, una ciudad liberal dedicada al comercio, donde la Inquisición no actuaba con tanta dureza como en Roma. Pero en febrero de 1593 fue puesto en manos de la Inquisición Romana.

Giordano Bruno

En cuanto al científico, digamos que fue un astrónomo, filósofo, matemático, ingeniero y físico. Nacido en Pisa (Italia) el 15 de febrero de 1564 y fallecido el 8 de enero de 1642.

Nació, pues, en el Gran Ducado de Toscana (Pisa), como el mayor de siete hermanos e hijo de un músico y matemático. Provenía de la baja nobleza y fue educado desde los 10 años por un vecino religioso que consiguió que entrara en el convento de Santa María de Vallombrosa de Florencia. Allí se planteó una vida religiosa, momento en el que su padre le sacó del convento para que siguiera estudiando. Fue aceptado en la Universidad de Pisa donde estudió medicina, filosofía y matemáticas. A pesar de que el sueño de su padre es que fuera médico, fueron las matemáticas las que cautivaron la mente del italiano.

Aun siendo estudiante, descubre la ley de la isocronía del péndulo, el comienzo de lo que sería una nueva ciencia: La mecánica.

A pesar de no descansar en su tiempo universitario, abarcando varias disciplinas, vuelve sin título, pero con las ideas claras de que quiere seguir en el campo de la ciencia aplicando todos los conocimientos adquiridos.

Durante casi una década su actividad científica se desarrolla intensamente y comienza a demostrar muchos teoremas. De la misma forma, sigue con su faceta de inventor. Crea el pulsómetro, instrumento que permitía medir el pulso y aportar una escala de tiempo inexistente en la época. Descubre la cicloide, consistente en una curva descrita por un punto de la circunferencia al rotar esta, usado para dibujar arcos de puentes. Todos sus hallazgos e investigaciones le valen una cátedra de matemáticas en la Universidad de Pisa, lo que le permitía seguir con sus estudios además de percibir un sueldo.

En 1591 redacta su primera obra mecánica De motu.

En 1592 comienza en la Universidad de Padua como profesor de mecánica, geometría y astronomía. El cambio de ciudad le permite una gran libertad intelectual en comparación con los dirigentes que regían Pisa, mucho más conservadora.

Tras la muerte de su padre, se siente obligado a sustentar económicamente a su familia por lo que ocupa numerosas horas a la semana en ser profesor particular para estudiantes ricos que aloja en su propia casa. Es en estos tiempos cuando tiene tres hijos, dos niñas y un niño. Las hijas son enviadas a un convento al ser ilegítimas por no estar casado ni convivir con la madre de las mismas. Su hijo se queda bajo su cuidado.

Sin duda, ustedes ya habrán concluido que estamos hablando de Galileo Galilei. Y, efectivamente, él es nuestro científico.

En 1604 la fama de Galileo va en aumento debido a sus grandes descubrimientos: Probó su bomba de agua, descubrió la ley del movimiento uniformemente acelerado y publicó el Dialogo de Cecco da Ronchitti da Bruzene in perpuosito de la stella Nova. En ella, pone en duda las teorías de Aristóteles y apoya las del Copérnico. Quiere demostrar que el cielo sí es alterable al descubrir una nova. Recordemos que, según la Iglesia, el cielo de las estrellas era inmutable y sin cambios.

Su primer termoscopio lo construye en 1606, aparato capaz de comparar de manera objetiva el nivel del calor y frío.

Hasta 1609 se centra en el estudio de las estructuras de los imanes.

En 1609 recibe una carta que le hace tomar una nueva dirección. En la misma, uno de sus antiguos alumnos le informa de la existencia de un telescopio que permite ver los cuerpos a muchísima distancia. Galilelo se interesa en el tema y decide fabricar su propio telescopio. El mismo, mejora la versión existente al no deformar los objetos y aumentar seis veces el alcance. Además, la utilización de una lente divergente le permite ver la imagen derecha y no invertida. No contento con ello sigue fabricando más prototipos, que mejoran sus predecesores. El 21 de agosto de 1609 presenta un nuevo telescopio en el Senado de Venecia donde los asistentes son capaces de ver Murano que está a más de 2km.

Lega los derechos a la República de Venecia para su uso militar. A cambio, es confirmado de por vida como trabajador de la Universidad de Padua que le permite una estabilidad económica y dejar sus clases particulares. Por fin puede dedicarse solo a sus investigaciones y creaciones.

En 1610 Galileo consigue que el telescopio alcance un aumento de 20 veces y observa la Luna. Al ver que no era una esfera traslúcida y perfecta como decía la teoría aristotélica carga contra esta. Se aventuró incluso a realizar ilustraciones de las fases de la luna.

Tras este hito, descubrió la naturaleza de la Vía Láctea, cuenta las estrellas de Orión y que algunas de las estrellas visibles a simple vista son en realidad cúmulos de estrellas. Consigue observar los anillos de Saturno identificándolos como extraños apéndices. Descubre cuatro objetos que giran alrededor de Júpiter que aún hoy son llamados satélites galileanos: Ío, Europa, Ganímedes y Calixto.

Todos estos descubrimientos los agrupa en su publicación El mensajero de las estrellas.

Continúa con su cruzada en desestimar las afirmaciones de Aristóteles como, por ejemplo, que todos los cuerpos celestes giran alrededor de la Tierra. A pesar de que sus tendencias eran más copernicanas, también desestima la idea de que todos los cuerpos celestes giran alrededor del sol.

El 10 de abril de 1610 presenta todas sus investigaciones a la corte de Toscana, siendo todo un éxito.

A pesar de los consejos de sus colegas, deja la estabilidad de Venecia para volver a la Universidad de Pisa como Primer matemático. La Universidad le quería por su fama y sus investigaciones, liberándole de toda la carga docente.

Sigue investigando los planetas y sus primeros avistamientos sirvieron de base para otro gran astrónomo, Christiaan Hyugens.

Bajo el paraguas de Pisa prosigue sus estudios del universo y descubre las manchas solares, las fases de Venus y el argumento de las mareas.

En 1611 es nombrado sexto miembro de la Academia de los Linces, la academia de las ciencias italiana. Desde entonces todos sus estudios publicados tendrán en la portada el sello de la academia. Incluso el propio Colegio Romano da como válidas todas sus investigaciones.

Sin embargo, no todo es bienandanza, los seguidores de la teoría geocéntrica se alzan con ataques feroces sobre sus investigaciones. Los ataques se agudizan mediante la publicación de varios panfletos reivindicativos. Es entonces cuando los seguidores de Galileo también sacan las garras para defender las teorías de su líder. Durante años los ataques de varios seguidores son encarnizadas con publicaciones que rozan los ataques personales, dejando en ocasiones de lado las teorías científicas.

Tras la vuelta a Florencia de Galileo y siendo intocable en cuanto a su vertiente astronómica, sus detractores comienzan a criticar su teoría de los cuerpos flotantes. La lucha dura poco ya que sale victorioso del enfrentamiento durante el almuerzo en la mesa de Cosme II.

Poco después de la primera batalla, se pone en entredicho su hallazgo de las manchas solares. Galileo demuestra nuevamente que las manchas están sobre el sol y que no son conjuntos de estrellas situados frente al mismo.

Más tarde es su teoría de la rotación la protagonista. Vuelve a salir victorioso, pero, es el comienzo de los ataques religiosos, ataques que continuarían durante muchos años basándose en el Libro de Josué en el cual este detiene el movimiento del Sol y de la Luna, de lo que la Iglesia colegía que es el Sol el que se mueve y no la Tierra. Todos estos ataques y el hecho de haber escrito un libro (el famoso Diálogo sobre los principales sistemas del mundo), en el que ridiculizaba la posición de la Iglesia, provocan ser convocado por el Santo Oficio.

Galileo Galilei

Y así pues, mis queridos amigos, queda claro cuál es el punto de encuentro de estas dos notables personalidades.

¡Ambos enfrentaron un juicio por herejía ante el tribunal de la Santa Inquisición!

Detengámonos a considerar cuál fue la actitud de nuestros invitados de esta noche al enfrentar los juicios de marras. Comencemos por el Nolano:

Giordano Bruno pasó siete años en la cárcel de la Inquisición en Roma, junto al palacio del Vaticano. Sus mazmorras eran famosas y temidas. Se encerraba a los prisioneros en celdas oscuras y húmedas, desde las cuales se podían oír los gritos de los prisioneros torturados y donde el olor a cloaca era insoportable. Cuando compareció ante el tribunal, en enero de 1599, era un hombre delgado y demacrado, pero que no había perdido un ápice de su determinación: Se negó a retractarse y los inquisidores le ofrecieron cuarenta días para reflexionar. Éstos se convirtieron en nueve meses más de encarcelamiento.

El 21 de diciembre de 1599 fue llamado otra vez ante la Inquisición, pero él se mantuvo firme en su negativa a retractarse. El 4 de febrero de 1600 se leyó la sentencia. Giordano Bruno fue declarado hereje y se ordenó que sus libros fueran quemados en la plaza de San Pedro e incluidos en el Índice de Libros Prohibidos.

Al mismo tiempo, la Inquisición transfirió al reo al tribunal secular de Roma para que castigara su delito de herejía "sin derramamiento de sangre". Eufemismo para significar que debía ser quemado vivo. Tras oír la sentencia Bruno dijo: "Espero vuestra sentencia con menos miedo del que sentís vosotros al dictarla. Llegará el tiempo en el que todos veáis las cosas como yo las veo". Ese tiempo ha llegado ya, pero es probable que el martirio de Bruno sirviera de poco para lograr ese objetivo ya que significa responder a la emoción con la emoción y esta no es la esencia del pensamiento racional.

El 17 de febrero, a las cinco y media de la mañana, Bruno fue llevado al lugar de la ejecución, el Campo dei Fiore, en Roma. Los prisioneros eran conducidos en mula, pues muchos no podían mantenerse en pie a causa de las torturas; algunos eran previamente ejecutados para evitarles el sufrimiento de las llamas, pero Bruno no gozó de este privilegio. Para que no hablara a los espectadores le paralizaron la lengua con una brida de cuero, o quizá con un clavo. Cuando ya estaba atado al poste, un monje se inclinó y le mostró un crucifijo, pero Bruno volteó la cabeza. Las llamas consumieron su cuerpo y sus cenizas fueron arrojadas al Tíber.


En cuanto a Galileo, su libro Diálogo… estaba tan llanamente escrito y con una inclinación emocional tan grande hacia la teoría copernicana (en detrimento de la postura de la Iglesia), que su defensa tenía pocas probabilidades de triunfar. Y así se le hizo ver privadamente. Si quería evitar la tortura, la condena o la muerte, el único camino era reconocer su error, retractarse y pedir misericordia, lo que, como es bien sabido, fue lo que hizo.

El documento en el que se abjuró y maldijo sus “falsas” opiniones comienza diciendo:

Yo, Galileo, hijo del difunto Vinzenzo Galilei, florentino, con setenta años de edad, acusado ante este tribunal y arrodillado ante ustedes, Eminentísimos y Reverendísimos Señores Cardenales Inquisidores-Generales contra la herética depravación y tocando con mis manos los Sagrados Evangelios, juro que siempre he creído, creo y, con la ayuda de Dios, creeré en el futuro, en todo lo que sostiene, predica y enseña la Santa Iglesia Católica y Apostólica, pero después de habérseme ordenado por este Santo Oficio que abandone por completo la falsa noción de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y que no se mueve, así como que no debo sostener, defender ni enseñar en modo alguno, oralmente ni por escrito

El resultado del proceso de Galileo fue que se vio obligado a negar la doctrina copernicana y a vivir, el resto de su vida, en detención domiciliaria en su casa de campo, cerca de Florencia. Le permitieron recibir visitas y mucha gente fue a verlo desde el extranjero. Durante el último año de su encierro le falló la vista, pero nunca su mente indagadora.

En esos años consigue escribir valiosas obras y estudios que son publicados por sus discípulos. Antes de perder la visión definitivamente, consigue escribir Discursos sobre dos nuevas ciencias, donde establece los fundamentos de la Mecánica, poniendo fin a la física aristotélica.

El 8 de enero de 1642 Galileo Galilei fallece a los 77 años. Sus restos permanecen desde entonces en el mausoleo erigido para él en la iglesia de la Santa Cruz de Florencia.



Fácil es, queridos amigos, criticar ambas posturas, una por terca y la otra por complaciente. Creo, sin embargo, mucho más correcto admirar la valentía de Bruno para enfrentar a la muerte y agradecer los años extra que vivió Galileo porque nos dejaron lo mejor de su obra.

Por último, creo también que, antes de criticar, uno debe pensar en qué hubiera hecho en la posición de nuestros invitados de hoy.

Soy Martín Ignacio NIEVA y esto fue: Punto de Encuentro.

¡Hasta nuestro próximo episodio!

domingo, 19 de diciembre de 2021

OTRAS MIRADAS

El título de esta nota, estimados amigos, hace referencia a que existen hechos en la historia que tienen una interpretación “ortodoxa”, por así decirlo, y me refiero con ello a que tienen una interpretación universalmente aceptada. Sin embargo, nunca falta quien, haciendo gala de otra mirada, aparezca con otra explicación de los hechos.

Sin ninguna duda, esto es lo que explica la existencia de las llamadas “teorías conspiranoides” que, toman hechos salientes de la historia y les dan una interpretación diferente de la oficial. A modo de ejemplo, podemos traer a la mesa la teoría que, negando la versión oficial, sostiene que a John Fitzgerald Kennedy no lo mató Lee Harvey Oswald sino una conspiración montada por petroleros de Texas, militares de alto rango y la mafia, liderada en esa época por Sam Giancana. Y, ¡Cuidado!, la versión alternativa puede resultar más cierta que la versión oficial, pero, por el momento es solo otra mirada.

Ahora bien, hay que distinguir entre otras miradas sin base ni asidero alguno de las otras miradas con un fundamento serio. Y es a esta última clase a la que pertenece la que hoy motiva esta nota. En ella, Erica Benner, investigadora en la Universidad de Yale y autora de ‘Be Like the Fox: Machiavelli’s Lifelong Quest for Freedom’ (2016), nos trae otra perspectiva sobre el libro de Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, del que la versión “ortodoxa” dice que fue escrito para educar al gobernante en el ejercicio de sus funciones. Érica tiene otra mirada sobre el tema que no deja de ser muy interesante de considerar.

Los dejo pues, en compañía de nuestra invitada de hoy, en la esperanza de que les provea de un momento de interés y reflexión cuando los conceptos de Benner los aplicamos a nuestras realidades.



El autor de ‘El príncipe’ dedicó su vida a tratar de advertir a la gente sobre los peligros que amenazaban sus libertades. Sus reflexiones sobre desigualdad y abuso de poder tienen plena vigencia

ERICA BENNER
21 OCT 2017 - 19:00 ART

Me gustaría enseñarles el camino al infierno para que se mantengan apartados de él”. El famoso filósofo italiano Nicolás Maquiavelo escribió estas palabras a un amigo en 1526, poco antes de su muerte. El infierno al que se refería era muy terrenal, el que surge de malas decisiones políticas e instituciones corruptas. Las personas a las que quería rescatar eran, para empezar, sus propios compatriotas: Los ciudadanos de Florencia y de otros lugares de Italia que estaban a punto de perder sus últimos restos de soberanía y libertades civiles.

Así como él había aprendido mucho de la historia antigua, Maquiavelo deseaba que sus enseñanzas fueran útiles a futuros lectores —vivieran donde vivieran— para que evitaran caer ciegamente en sus respectivas pesadillas políticas. Sobre todo, quería enseñar a la gente cómo enfermaban las democracias y cómo podían curarse.

Hoy día, pocos consideran al viejo Nicolás como un sanador de enfermedades democráticas. Incluso podría parecer perverso pedir consejo médico al autor de El príncipe, un libro que muchos consideran un auténtico manual para tiranos. Sin embargo, las reflexiones de Maquiavelo no consisten solo en luchas salvajes por alcanzar el poder o en dominar los medios sin escrúpulos para lograr un fin que lo justifique. Los primeros lectores de El príncipe —filósofos como Spinoza y Rousseau— sabían, sin lugar a dudas, que el libro era una astuta denuncia de los métodos que emplean los tiranos en su ascenso al poder.

En 1585, el jurista italiano exiliado Alberico Gentili dijo que Maquiavelo era “un firme defensor y entusiasta de la democracia”, que pretendía “no instruir al tirano”, sino poner al descubierto “todos sus secretos” ante los ciudadanos. “Mientras parecía educar al príncipe”, decía Gentili, “en realidad, estaba educando al pueblo”.

Los primeros lectores de sus obras sabían que eran una astuta denuncia de los métodos de los tiranos

Si nos detenemos en la dramática historia de la vida de Maquiavelo y en la época que inspiró sus ideas, esta opinión cobra verosimilitud. Los florentinos, como los ciudadanos de las democracias establecidas de hoy, estaban orgullosos de su particular forma de gobierno. Florencia era una república en la que había amplias asambleas populares, cambios frecuentes de magistrados y una aversión oficial a cualquier dirigente que sobrepasara los estrictos límites de su poder.

Pero, al mismo tiempo, aquella era una época agitada en Florencia y en Italia, y la inquietud hacía que la gente bajara la guardia. Cuando nació Maquiavelo, la acaudalada familia de los Médici se había convertido en la dinastía más poderosa de la ciudad, unos auténticos príncipes, pese a que, como los primeros emperadores romanos, mantenían la fantasía de que no eran más que los “primeros ciudadanos” de la República.

Con sus relaciones y sus recursos económicos sin igual, y con su habilidad para explotar las divisiones sociales, los Médici redujeron la famosa libertà de Florencia a una cáscara vacía. Varios familiares de Maquiavelo intentaron impedir sus maniobras anticonstitucionales: Uno de ellos murió en prisión, y otro, en el exilio.

Cuando Nicolás tenía poco más de 20 años, los Médici fueron expulsados de Florencia y se restableció un gobierno popular. Durante 15 años, Maquiavelo fue uno de los funcionarios más fieles de la República. Nadie luchó tanto como él para defenderla frente a los peligros constantes que la acechaban desde fuera y desde dentro. Aquella lucha le llevó a un largo viaje por Francia con el rey Luis XII y a la hermética corte de César Borgia, que amenazaba con atacar la ciudad y restaurar a los Médici en el poder.

El secretario Maquiavelo y su ciudad escaparon por los pelos, pero esto no duró mucho. En 1512, en un golpe apoyado por el Papa y por las temibles tropas españolas, los Médici volvieron al Gobierno. Despojaron a Maquiavelo de todos sus cargos, le encarcelaron y le torturaron bajo sospecha de haber conspirado contra ellos.

Diez meses después, tras pasar un periodo deprimido y desempleado, Maquiavelo dijo a sus amigos que había escrito el libro que conocemos con el título de El príncipe.

Se dice con frecuencia que fue su manera de solicitar trabajo, de congraciarse de nuevo con sus patrones. Pero el contenido de la obra es tan escandaloso que no parece probable que su autor se la enviara nunca a los dueños de Florencia, o, si lo hizo, que creyera que la iban a recibir como una muestra de repentino respeto por su poder. El libro está lleno de irónicos “elogios” a los príncipes y Papas que habían llegado al poder a base de mentiras, sobornos y asesinatos, una extraña selección de ejemplos para una dinastía cuyo jefe, Juan de Médici, acababa de ser elegido líder espiritual de toda la cristiandad, con el nombre de papa León X.

Más bien, como pensaron Gentili y otros, El príncipe es un manual de autoayuda retorcido y astuto al servicio de los ciudadanos: Parece que elogia a los príncipes más taimados, pero, en realidad, enseña a los ciudadanos a no deslizarse por sus rampas y a protegerse contra la tiranía.

Tanto cuando era secretario de la República como a través de sus brillantes y variados escritos —que incluyen comedias picantes, poemas, canciones festivas y una historia de Florencia—, Maquiavelo dedicó su vida a tratar de advertir a la gente sobre los peligros que amenazaban sus libertades políticas, con la esperanza de que aprendieran a defenderse. ¿Qué diría sobre las dificultades que atraviesan hoy nuestras democracias?

Las demandas de conformidad empujan a los fanáticos a dividir a la gente en bandos enemigos

Seguramente empezaría por recomendar que, para tratar al Estado, hay que practicar una medicina de calidad y no quedarse en los síntomas superficiales, sino buscar las causas fundamentales. En sus escritos sobre Florencia, la antigua Roma y otras repúblicas, Maquiavelo llega a la conclusión de que las crisis democráticas tienen dos causas especialmente profundas. Una es el sectarismo extremo, que no es lo mismo que las discrepancias, por grandes que sean, entre unos partidos políticos organizados. Las discrepancias, subraya, pueden ser síntomas de la buena salud de una democracia: En toda sociedad libre existen valores e intereses distintos, y hay que dejar que se expresen, que ocupen su parte correspondiente del espacio público. La enfermedad aparece cuando la gente confunde la sana discrepancia con unos desacuerdos irremediables y empieza a exigir la conformidad ideológica además de la obediencia a las leyes comunes.

Las demandas de conformidad empujan a los más fanáticos a dividir a la gente en bandos enemigos, no a tener en cuenta los intereses comunes y pensar que necesitan la “victoria suprema” sobre sus adversarios. “Quienes creen que así se puede unir una república”, dice Maquiavelo, “están muy engañados y aspiran a algo que va en detrimento de la libertad".

La otra gran amenaza es la que generan las desigualdades extremas. Maquiavelo no era un estricto partidario de la igualdad, pero sí pensaba que, para evitar la corrupción, las democracias necesitan tener una vaga “igualdad” de oportunidades, riqueza y posición social entre los ciudadanos. Un exceso de desigualdades destruye la confianza de la gente porque facilita que los ricos dominen a los demás y hace pensar a los pobres que el sistema está manipulado en su contra. Y o, alteran el equilibrio general de las libertades que preserva la estabilidad de las sociedades libres.

Maquiavelo hace hincapié en una cosa: Que los ciudadanos corrientes son tan responsables de estas patologías como los dirigentes y los ricos. Después de presenciar los enfrentamientos sangrientos entre partidarios y enemigos del carismático fraile dominico Girolamo Savonarola —cuyos sermones contra la corrupción le convirtieron, durante un tiempo, en el líder real de Florencia—, Maquiavelo se dio cuenta de que el increíble poder del religioso derivaba, más que de sus manipulaciones, de la credulidad de sus seguidores.

Entre dichos seguidores había algunos muy educados y otros más “toscos”, pero todos deseaban un drástico cambio, en aquellos tiempos llenos de miedo y corrupción y vieron a Savonarola, con sus palabras contra el sistema, como su salvador. Sus seguidores y adversarios transformaron la política en una lucha por el alma de Florencia y, en el proceso, casi acabaron con la República.

Respecto a las desigualdades, Maquiavelo señala que, en sociedades de mercaderes y banqueros, con tanta competitividad —hoy habría encontrado muchas similitudes—, todo el mundo se obsesiona con ganar y perder, con las clasificaciones y los títulos, e intenta adelantar a los demás como sea. A menudo, los que proceden de las capas medias, muy preocupados por su estatus, son los que más quieren avanzar, para no quedarse atrás: “Porque a los hombres no les parece que tienen asegurada la posesión de lo que corresponde a un hombre si no adquieren algo nuevo”. Es lo que ocurrió en Florencia, recuerda Maquiavelo en sus Historias Florentinas, cuando los ciudadanos de clase media arrinconaron y expulsaron a los trabajadores pobres del sistema gremial que había protegido sus derechos. El resultado fue una guerra civil que destruyó la confianza entre las clases sociales durante siglos

Si examinamos las democracias liberales de hoy, es fácil ver grietas como las que denunciaba Maquiavelo, que fue testigo de la facilidad con la que el autoritarismo puede arraigar y florecer en unas circunstancias semejantes. Pero, un momento, ¿No nos dice el “realismo maquiavélico” que, en este mundo despiadado, uno debe pensar ante todo en su propia seguridad, y que la preocupación por las luchas civiles y las desigualdades debe pasar a un segundo plano muy distante?

Solo si nos tomamos en serio el consejo de algunas frases estremecedoras de El príncipe como que “los príncipes deben saber entrar en el mal”; pero eso es no tener en cuenta la opinión autorizada de que Maquiavelo no estaba elogiando esos métodos, sino enseñando a los ciudadanos los mecanismos de la tiranía. Maquiavelo era un hombre muy divertido, con un irrefrenable impulso satírico, y sus blancos preferidos eran los gobernantes que no respetaban ningún límite en su búsqueda de un poder cada vez mayor. Los argumentos más enérgicos de El príncipe plantean que el unilateralismo egocéntrico es una forma muy poco realista de adquirir seguridad. “Las victorias nunca están aseguradas sin cierto grado de respeto”, dice en un fragmento que la mayoría de los estudiosos suele pasar por alto; “sobre todo, respeto a la justicia”.

¿Qué pueden hacer los ciudadanos para salvar sus democracias acosadas? Si Maquiavelo viviera hoy, quizá empezaría por decirnos que asumamos más responsabilidad por nuestros problemas, en lugar de culpar a determinados líderes o al “sistema”. No cabe duda de que los políticos engañan, inflaman, difunden “noticias falsas” y “hechos alternativos”; pero algunos ciudadanos son tan quisquillosos respecto a su honor, tan propensos a caer en el pánico, que se cumple la máxima de que “quien engaña siempre encuentra a alguien que se deja engañar”. No cabe duda de que las democracias actuales son inmensas máquinas impersonales manejadas por personas a las que parece importar más su carrera que el bien público. Pero los ciudadanos que desean el cambio deben organizarse y trabajar para lograrlo, no dejar todo en manos de extremistas o grandes salvadores que les prometen transformar el sistema. Cuando la gente está harta e irritada, apunta con perspicacia Maquiavelo, le es muy fácil “convencerse” de que un líder de comportamiento ilegal y “vida sin escrúpulos puede hacer que surja la libertad”. Pero el resultado nunca es el esperado. Los ciudadanos, que se dejan llevar demasiado deprisa por “grandes esperanzas y promesas deslumbrantes”, a menudo se encuentran después con que “bajo la superficie se esconde la ruina de la República”.

Maquiavelo pensaba que señalar a los ciudadanos sus errores fuera suficiente para que se despertaran y se alejaran del abismo. Le gustaba analizar los trucos retóricos con los que las personas se engañan a sí mismas para no tener que asumir su responsabilidad democrática: La responsabilidad de juzgar con atención las políticas y a los candidatos, de escuchar a la otra parte, de entablar un diálogo civilizado y de no pretender tener más poder y recursos de los que, con justicia, le corresponden. Sin embargo, a pesar de su brutal franqueza al hablar de los defectos del gobierno popular y sus responsables, Maquiavelo deja claro por qué una democracia basada en las leyes es siempre mejor que un gobierno autoritario: “Un pueblo capaz de hacer lo que quiere no es sabio, pero un príncipe capaz de hacer lo que quiere está loco”. Maquiavelo nos ayuda a interpretar con agudeza las señales de peligro político, y su vida y sus palabras nos enseñan a no crear nuestros propios infiernos políticos, ni empeorar los que ya tenemos.

domingo, 12 de diciembre de 2021

NUEVA HISTORIA DEL ÁTOMO Hasta las puertas del siglo XX

Decíamos en la nota anterior, que el poder de la Iglesia creció y creció a todo lo largo de la Edad Media. Y es importante recordar que, durante esta época, el hijo varón mayor era el que recibía en herencia todas las posesiones y títulos de su padre (esto era lo que se conocía como ley del mayorazgo), las mujeres no recibían nada y en cuanto a los demás hijos varones cabían las siguientes posibilidades: O la carrera religiosa o la carrera de armas. Así pues, no es de extrañar que fuera la nobleza la que nutriera los estamentos superiores de la Iglesia con el resultado de que duques, príncipes y reyes fueran parientes de obispos, cardenales y papas.

Como dato de color, digamos que el juego de ajedrez refleja esta realidad imitando lo que sucedía en las cortes de esa época, es decir, el alfil, que representa la figura del obispo, se sitúa a la vera del rey y de la reina. Y el idioma inglés es más explícito en esto llamando al alfil: bishop, que significa obispo.

¿Y qué importancia tiene para nuestra Historia del Átomo que la Iglesia se haya transformado en una corporación sumamente poderosa? Pues, que durante toda la Edad Media fue la depositaria del conocimiento. Los reyes estaban ocupados en sus cuestiones de Estado y la clase baja (que era la única otra que había aparte de la nobleza) en sobrevivir, de modo que la cultura quedó en manos de los monjes.

Así pues, la Iglesia además de dictar la verdad en cuestiones teológicas, dictó qué es lo que había que creer en Filosofía Natural (como se llamaba a la Física y, por extensión, a la Ciencia, en esa época), sobre todo merced a la interpretación que Tomás de Aquino (reconocido como uno de los Doctores de la Iglesia) hizo de Aristóteles basándose en las Sagradas Escrituras. Interpretación esta que dio origen a la llamada Escolástica, que se trató de una corriente teológica y filosófica que utilizó la filosofía grecolatina clásica para comprender la revelación religiosa del cristianismo.

La escolástica fue la corriente teológico-filosófica dominante del pensamiento medieval y se basó en la coordinación entre la fe y la razón, aunque siempre dejando en claro la subordinación de la razón a la fe (Philosophia ancilla theologiae, “la filosofía es sierva de la teología”).

Lo malo es que se adoptó la escolástica como una verdad inmutable que ya no podía ser corregida ni ampliada, so pena de ser considerado un hereje y ejecutado en la hoguera. Así, la Iglesia concluyó que, en Astronomía, la verdad era la que había propuesto Tolomeo.

Claudio Tolomeo fue un científico del segundo siglo de nuestra era, griego por nacimiento, egipcio por adopción, autor de la famosa hipótesis geocéntrica, es decir, que la Tierra es el centro del Universo y todo gira alrededor de ella.

En cuanto a la Filosofía Natural, la Iglesia dispuso que la verdad era lo que había establecido el maestro Aristóteles, con lo que quedaba zanjada toda discusión acerca de cómo funciona la Naturaleza. Así pues, la Iglesia aplicó un cepo a la investigación científica; algo que, tanto Aristóteles como Tolomeo, claramente, no hubieran aprobado.

Y dado que Aristóteles había sostenido la infinita divisibilidad de la materia, esto pasó a ser una verdad incontrovertible para la Iglesia y, en consecuencia, para todos sus fieles.

Para librarse de las opiniones erróneas del prestigioso estagirita se necesitaron dos mil años. Y en cuanto a la hipótesis de Claudio Tolomeo debieron pasar doce siglos para superarla. Dado que, como dijimos, la Iglesia era la depositaria del conocimiento en la Edad Media, no resultó raro que quienes ofrecieran opiniones contrarias a las de estos dos grandes pensadores, fueran miembros de ella.

En lo que respecta a la hipótesis de Claudio Tolomeo, fue el canónigo Nicolás Copérnico (1473 - 1543), astrónomo polaco del Renacimiento, quien la derrumbó en favor de la teoría heliocéntrica del sistema solar, concebida en primera instancia por Aristarco de Samos. Su libro De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de las esferas celestes) suele ser considerado como el punto inicial o fundador de la astronomía moderna, además de ser una pieza clave en lo que se llamó la Revolución científica en la época del Renacimiento. Copérnico pasó cerca de veinticinco años trabajando en el desarrollo de su modelo heliocéntrico del universo. En aquella época resultó difícil que los científicos lo aceptaran, ya que suponía una auténtica revolución.

Nicolás Copérnico

Copérnico era un polímata con muchos intereses además de la Astronomía. Junto con sus extensas responsabilidades, la Astronomía figuraba como poco más que una distracción. Sin embargo, por su enorme contribución a esta ciencia, en 1935 se dio el nombre «Copernicus» a uno de los mayores cráteres lunares, ubicado en el Mare Insularum

El modelo heliocéntrico es considerado una de las teorías más importantes en la historia de la ciencia occidental.

Ahora bien, conocedor Copérnico de lo peligroso que era opinar en contra de lo que sostenía la Iglesia, no publicó su obra en la que defendía el heliocentrismo hasta 1543, año de su fallecimiento. En su lecho de muerte alcanzó a ver la primera edición de su obra impresa. Desde luego que sus libros serían incluidos en el Index librorum prohibitorum (que era la lista de los libros prohibidos por la autoridad de la Iglesia), hasta muchos años después de su muerte, como en el caso de Galileo.


En lo que respecta a la hipótesis atomista que nos ocupa, otro polímata, el francés Pierre Gassendi (1592—1655), “el faro de Francia”, re­sucitó la idea de los átomos por lo que fue perseguido por la iglesia, de la que era sacerdote: Nacido en la Provenza francesa, Gassendi es conocido por haber tratado de reconciliar el atomismo de Epicuro con el pensamiento cristiano, sustituyendo los átomos infinitos, eternos y semovientes de Epicuro por un número finito de átomos creados e impulsados por Dios.​ Gassendi propugnó el lema sapere aude, “atrévete a saber”.

En la obra Syntagma philosophicum, publicada póstumamente en 1658, Pierre Gassendi abogó por el método inductivo aplicado a la experiencia sensible como base para el conocimiento; aceptó sin embargo el razonamiento deductivo en disciplinas como las matemáticas.

Gassendi consideró la armonía de la naturaleza y la capacidad del hombre para percibirla como la prueba definitiva de la existencia de Dios. Siguiendo los pasos de su admirado Epicuro, definió la felicidad como el fin motivador -en último término inalcanzable- del hombre.

Entre sus convicciones encontramos las siguientes:

· La materia está formada por partículas indivisibles o átomos.

· Imaginó los átomos diminutos y compactos, de tamaños diferentes.

Pierre Gassendi

Fue adversario del aristotelismo escolástico (consideraba que los silogismos no servían para probar nada). Resucitó el atomismo materialista de Epicuro y Lucrecio. A Gassendi se le atribuye también ser uno de los primeros de la historia en medir la velocidad del sonido (con un error del 25%), midiendo el tiempo entre que se veía el disparo de un cañón y se oía, a una cierta distancia, el ruido producido.

Cerca del fin, nos legó este pensamiento, no exento de humor: Nací sin saber por qué. He vivido sin saber cómo. Y muero sin saber ni cómo ni por qué.



Así pues, en el siglo XVII surgió la Ciencia Física que pronto desalojó a la antigua Filosofía Natural. Esta nueva ciencia, la Física, no se asentaba en la especulación pura, sino en la experiencia y en las matemáticas.

Empezaron a estudiar la naturaleza circundante: No sim­plemente observarla, sino realizar experimentos conscientes para comprobar las hipótesis y anotar los resultados de esta verificación por medio de números. La idea de Aristó­teles no pasó esta prueba, mientras que la hipótesis de Demócrito sí.

Sin embargo, hasta que la hipótesis sobre los átomos no se comprobara en la práctica, pese a toda su atracción, seguía siendo sólo una hipótesis.

La primera prueba palmaria de que tenía razón Demó­crito y no Aristóteles la encontró el botánico escocés Robert Brown (1773—1858). En 1827, siendo ya un hombre maduro, ocupaba el cargo de director de la Sección Botánica del Museo Británico. En su juventud pasó cuatro años en expediciones por Australia y trajo de allí cerca de 4 mil variedades de plantas. Veinte años más tarde seguía estu­diando aún dichas colecciones. En verano de 1827, Brown se dio cuenta de que el finísimo polen de las plantas se movía a su antojo en el agua, sometido a la acción de una fuerza desconocida. Inmediatamente publicó un artícu­lo, cuyo título es muy característico de aquella época calmosa: “Breve informe de las observaciones microscópi­cas, realizadas en junio, julio y agosto de 1827, sobre par­tículas contenidas en el polen de las plantas; y de la existencia de moléculas activas en los cuerpos orgánicos e inorgánicos”.

Al principio su experimento provocó una confusión, agravada por el mismo Brown, quien trató de explicar este fenómeno con cierta “fuerza viva”, propia, supuesta­mente, de las moléculas orgánicas. Lógicamente, seme­jante rectitud de explicación del “movimiento browniano” no satisfizo a los científicos y éstos emprendieron nuevos intentos de estudiarlo. Entre ellos se destacaron por su labor importante el holandés Carbonnelle (1880) y el francés Gouy (1888), quienes aclararon por medio de experi­mentos escrupulosos que el movimiento browniano no dependía de los factores externos como las estaciones del año, las horas del día, la adición de sales, el tipo de polen y “...se observa igualmente bien tanto de noche en una aldea, como de día cerca de una calle concurrida por la que pa­san carruajes pesados. No depende siquiera del tipo de partículas, sino únicamente de su tamaño y, lo principal, nunca cesa”.

Es menester señalar que inicialmente este movimien­to raro no atrajo la atención debida. La mayoría de los físicos lo desconocía en general y los que estaban al tanto consideraban que dicho fenómeno carecía de interés, su­poniendo que era análogo al movimiento de las partículas de polvo en el rayo solar. Sólo pasados cuarenta años, probablemente, por primera vez se formó la idea de que los movimientos desordenados del polen, observados en el microscopio, se debían a choques eventuales contra pequeñas partículas invisibles de líquido. Después de los trabajos de Gouy se convencieron de ello casi todos y la hipótesis sobre los átomos se ganó numerosos adeptos.

Sin embargo, fue el estudio independiente de Albert Einstein en su artículo de 1905 (Über die von der molekularischen Theorie der Wärme geforderte Bewegung von in ruhenden Flüssigkeiten suspendierten Teilchen / Sobre el movimiento postulado por la teoría cinética molecular del calor de pequeñas partículas suspendidas en un líquido estacionario) en el que mostró la solución a los físicos, como una forma indirecta de confirmar la existencia de átomos y moléculas.

En definitiva, se concluyó que el movimiento de las partículas de polen se debía a que eran permanentemente chocadas por “átomos” (en realidad por moléculas) del líquido que se movían aleatoriamente en él.

Diecinueve siglos antes de Brown estas propiedades del movimiento browniano se habían imagi­nado y descrito, ¿Adivinan por quién? ¡Acertaron, por Tito Lucrecio Caro en su poema!: Observa lo que acontece cuando rayos de sol son admitidos dentro de un edificio y cómo arroja la luz sobre los lugares oscuros. Puedes ver la multitud de pequeñas partículas moviéndose en un sinnúmero de caminos... su baile es un indicio de movimientos subyacentes de materia escondidos de nuestra vista... eso origina el movimiento de los átomos en sí mismos (p.e., espontáneamente). Entonces los pequeños organismos que son eliminados del impulso de los átomos son puestos en marcha por golpes invisibles y a su vez en contra de unos diminutos cañones. Así, el movimiento de los átomos emerge gradualmente de un nivel del sentido, que estos cuerpos están en movimiento como vemos en el rayo de sol, movidos por soplos que parecen invisibles.

Sobre la naturaleza de las cosas, Lucrecio.

Nótese que lo que, para algunos de pobre intelecto, era algo sin importancia (el movimiento aleatorio de las partículas de polvo suspendidas en el aire), para Lucrecio Caro fue una anticipación de la explicación del movimiento browniano.

Desde luego, también antes de Brown muchos creían firmemente ya que todos los cuerpos estaban compuestos de átomos.

Por ejemplo, a finales del siglo XVII aparece en el horizonte científico de Europa la familia Bernoulli. Se trató de una familia de matemáticos y físicos suizos procedentes de la ciudad de Basilea.

El fundador de la familia fue el hugonote Jacobo, apodado El Viejo, que nació en Amberes (Bélgica), pero se trasladó a Basilea en 1622 por la persecución religiosa de que eran objeto los protestantes en su ciudad natal. Jacobo se casó tres veces, pero sólo tuvo un hijo, Nikolaus. Este, por su parte, tuvo una docena, de los cuales cuatro llegaron a edad adulta y dos de ellos alcanzaron elevadas cotas en Matemáticas: Jacob, nacido en 1654, y Johann, nacido en 1667. Ambos estudiaron la Teoría del Cálculo Infinitesimal de Newton-Leibniz y desarrollaron variadas aplicaciones de la misma.

Un hijo de Johann, Daniel Bernoulli, publicó, en 1738, una obra titulada Hydrodynamica, que estableció las bases de la Teoría Cinética de los Gases basándose en la premisa de que los gases se componen de un gran número de partículas (luego precisaríamos que son moléculas) que se mueven en todas las direcciones, de tal manera que su impacto sobre las superficies del recipiente que encierra el gas causa la presión del mismo sobre dicho recipiente. Y que lo que se experimenta en forma de calor es simplemente la energía cinética del movimiento de las partículas. Esta teoría fue de avanzada y, como suele suceder en estos casos, no fue aceptada de inmediato. Sin embargo, la contribución de muchos otros científicos fue acumulando pruebas en su favor hasta dejarla sólidamente establecida.

Para ellos algunas propiedades de los átomos eran evidentes sin investigaciones ulteriores. En efecto, todos los cuerpos en la naturaleza, a pesar de las enormes diferencias entre sí, tienen peso y dimensiones. Por lo visto, sus átomos también debían tener peso y dimensiones. Precisamente en estas propiedades basó sus razonamien­tos John Dalton (1766 —1844), modesto profesor de mate­máticas y de Filosofía Natural en la ciudad de Manchester, gran científico, que determinó el desarrollo de la química para unos cien años.

Dalton elaboró la que conocemos hoy en día como su Teoría Atómico-Molecular, de la que vamos a considerar algunos de sus postulados:

· La materia es discontinua; está formada por átomos que son partículas indivisibles. Lo que se encuentra en completa coincidencia con los atomistas predecesores de Dalton.

· Todos los átomos de un mismo elemento son iguales, tienen la misma masa y átomos de diferentes elementos difieren en su masa. Con lo que Dalton define la sustancia elemental o elemento químico como aquella sustancia formada por un único tipo de átomos.

· Los átomos se combinan entre sí para formar "moléculas". Con lo que introduce el concepto novedoso de molécula como una agrupación de átomos, iguales o distintos, que funciona como una unidad.

Los partidarios del atomismo se preguntaron en se­guida: La variedad de cuerpos, ¿Significa también idéntica variedad de átomos, como afirmaba Demócrito? Resultó que no era así. Al formular el concepto de elemento, Dalton dejaba claro que varios cuerpos pueden ser muy deferentes, pero, si están formados por el mismo elemento, tienen todos átomos iguales. Se aclaró inclusive que los elementos no eran tan numerosos: A la sazón se conocían unos 40 (actualmente, 118).

Todas las sustancias que no son elementales, se denominan sustancias compuestas o, simplemente, compuestos, y están constituidas por moléculas formadas por di­ferentes clases de átomos.

Ahora bien, los átomos de elementos diferentes difieren entre sí. Y una de tales dife­rencias, tal como dijo Dalton, era la masa del átomo. Así pues, los científicos se dieron a la tarea de medir dicha masa. Tarea esta, sumamente difícil dado lo extraordinariamente pequeña que es la masa de los átomos. Sin embargo, a falta de poder medir la masa real o absoluta de los átomos, se pudo medir la masa relativa de los mismos, es decir la masa de cualquiera de ellos respecto a los otros. Y se tomó como unidad la masa atómica del gas más ligero —el hidrógeno— expresando la masa atómica de los demás elementos respecto a él. Así, la masa atómica del oxígeno es igual a 16 (o sea que, el oxígeno, es 16 veces más masivo que el hidrógeno); la del hierro es 56 (56 veces más masivo que el hidrógeno), etc. De esta forma, en la ciencia que trata del átomo hicieron su aparición los números, por primera vez; ¡Acontecimiento de importancia extraordinaria!

Sin embargo, igual que antes, no se sabía nada de las dimensiones y masas absolutas de los átomos.

Uno de los primeros intentos científicos de evaluar las dimensiones del átomo le pertenece al ruso Mijaíl Vasílievich Lomonósov (1711 - 1765). En 1742 notó que los orfebres hábiles lograban reducir el espesor de una lámina de oro hasta una diezmilésima de centímetro (0,0001 cm), de ello dedujo que el diámetro de los átomos de oro no podía su­perar este valor. ¡Aparecía una cota superior a dicho diámetro!

Siguiendo un razonamiento igual de sencillo, pero igual de ingenioso, en 1773, Benjamín Franklin (1706 - 1790) notó que una cucharilla de aceite (su volumen es igual a unos 4 cm3), derramada sobre la superficie del agua tranquila, se extendía por un área de 0,2 hectáreas, es decir, 2 mil metros cuadrados o 20.000.000 cm2. Dividiendo, entonces, el volumen de aceite por el área que ocupa, se obtiene el espesor de la capa oleosa. O sea:

Espesor = volumen/área = 4 cm3 / 2•10
7 cm2 = 2•10-7 cm

De modo que el diámetro de la molécula (y, obviamente, menos el de un átomo) no puede superar este valor: d = 0,0000002 cm (o sea, dos diezmillonésimas de centímetro).

Sin embargo, como primera tentativa exitosa de evaluar el tamaño y la masa de los átomos se debe considerar el trabajo del profesor de física de la Universidad de Viena Joseph Loschmidt (1821 - 1895), quien en 1865 descubrió que las dimensiones de todos los átomos eran más o me­nos idénticas e iguales a 10
-8 cm, mientras que la masa del átomo de hidrógeno era del orden de 10-24 g.

Por primera vez nos encontramos aquí con magnitudes tan pequeñas y sencillamente no tenemos práctica necesa­ria para comprenderlas. En el mejor de los casos podemos decir: Liviano como el plumón o fino como la telaraña. Y aunque unos 30 gramos de telaraña bastarían para extenderla a través del Atlántico es, no obstante, algo ponderable, plenamente real. El grosor de la telaraña supera, con todo, un millón de veces el diámetro de los átomos y para llenar de algún modo la laguna entre el sentido común la pequeñez de estas magnitudes se recurre, generalmente, a la comparación. Por ejemplo, si tomamos un átomo de una sandía y una guinda de 1 cm de diámetro y empezamos a aumentarlos simultáneamente, en el preciso momento en que la guinda alcance las dimensiones del globo terráqueo, el átomo de la sandía empezará a parecerse -tanto por el peso como por las dimensiones- a una buena sandía.

Sin embargo, el valor de tales comparaciones es relativo. Por eso es mejor dejar las tentativas de imaginar semejantes números, que a pesar de su extrema pequeñez no son arbitrarios, y es importante comprender que hay que atri­buir a los átomos diámetros y masas precisamente tan pequeños para que las propiedades de las sustancias compuestas de estos átomos resulten tales como las observamos en la natura­leza.


Bien, quedamos ante las puertas del siglo XX en el que se produjeron importantes y radicales avances en todas las áreas del saber humano, como no había sucedido nunca en la historia de la humanidad. Por cierto que, nuestra historia del átomo se verá grandemente afectada en este período… como veremos en notas futuras.

¡Hasta entonces!

domingo, 5 de diciembre de 2021

NUEVA HISTORIA DEL ÁTOMO Edad Antigua

Aunque no parezca, la Historia del Átomo es mucho más antigua de lo que, a primera vista, podría pensarse, por lo que no es sencillo establecer una fecha de partida para esta aventura del pensamiento humano. Sin embargo, un buen comienzo tendría en cuenta, seguramente, la eclosión del conocimiento que se dio en la Grecia antigua, alrededor del siglo V antes de nuestra era (a.n.e.), en la que el hombre comenzó a transitar el camino del pensamiento científico, artístico, literario, etc., valiéndose solo de su mente, abandonando así, lentamente, el auxilio de los Dioses. Comienza a preguntarse, entonces, acerca de la Naturaleza, confiando en que las respuestas surgirán del correcto uso de su raciocinio.

Así, comenzaron a acumularse preguntas tales como ¿De qué está hecha la materia? ¿Cuáles son sus ladrillos últimos? ¿Hasta cuándo se puede subdividir? Y, que sepamos nosotros, uno de los primeros que filosofó al respecto fue Leucipo de Mileto, natural de Jonia, en el siglo V a.n.e., al que se atribuye ser uno de los fundadores del atomismo.

Fue uno de los primeros en poner en tela de juicio la suposición, aparentemente natural, que afirma que cualquier trozo de materia, por muy pequeño que sea, siempre puede dividirse en otros trozos aún más pequeños.​ Él afirmaba que arribaba un momento en que dicha división llegaba a un fin.

Tampoco podemos dejar de considerar a Anaxágoras de Clazómenas (en la actual Turquía), (500 - 428 a.n.e.). Si bien nació en Clazómenas, Anaxágoras se trasladó a Atenas hacia el 483 a.n.e., siendo el primer pensador extranjero en establecerse en ella.

En Atenas, Anaxágoras fundó una escuela que contó, entre sus alumnos, a ilustres figuras como el estadista griego Pericles, el filósofo Arquelao, el retórico Protágoras de Abdera, el historiador y militar Tucídides, el dramaturgo griego Eurípides y se dice que también Demócrito y Sócrates. ¡Toda una pléyade de estrellas del firmamento griego! Si hemos de juzgar a Anaxágoras por los logros de sus alumnos, no queda sino admirar a este hombre…

Pero Anaxágoras contaba también con méritos propios que exhibir. A él se le atribuyen las explicaciones racionales de los eclipses y de la respiración de los peces, como también investigaciones sobre la anatomía del cerebro. Sin embargo, quien, por sus logros personales y conocimientos, saca su cabeza por encima de la de los demás, suele ser objeto de la envidia y el recelo de los mediocres que no soportan verse en un espejo que les muestre su mediocridad. Así, Anaxágoras, que había enseñado en Atenas durante unos treinta años, tuvo que exiliarse en Jonia tras ser acusado de impiedad al sugerir que el Sol era una masa de hierro candente y que la Luna era una roca que reflejaba la luz del Sol. Marchó allí y se estableció en Lámpsaco (una colonia de Mileto), donde, según dicen, se dejó morir de hambre.

Una lamentable pérdida que, desafortunadamente, es solo una de las muchas que podemos contabilizar en la cuenta de los mediocres. Los casos de Sócrates y de Giordano Bruno, por ejemplo, son dos ejemplos más del embate de la mediocridad.

Anaxágoras expuso su filosofía en su obra Peri physeos (Sobre la naturaleza) de la cual, de nuevo lamentablemente, sólo algunos fragmentos han perdurado. Sin embargo, podemos reconocer en su pensamiento el germen del atomismo ya que, para explicar la pluralidad de objetos en el mundo dotados de cualidades diferentes, Anaxágoras recurre a la suposición de que todas las cosas estarían formadas por partículas elementales, que llama con el nombre de “semillas” (spermata, en griego).

Pues bien, se cree que tanto Anaxágoras como Leucipo fueron maestros de Demócrito de Abdera (hacia 460-370), que continúa el pensamiento de sus maestros para establecer lo que se reconoce como el atomismo mecanicista, según el cual la realidad está formada tanto por infinitas partículas, indivisibles, de formas variadas y siempre en movimiento, los átomos (del griego antiguo ἄτομοι, lo que no puede ser dividido), como por el vacío. Así, Demócrito afirma que existe tanto el ser como el no-ser: El primero está representado por los átomos y el segundo, por el vacío, que existe no menos que el ser, siendo imprescindible para que exista movimiento.

Demócrito logró dominar y sintetizar todo el saber de su época. Era un genio uni­versal, como en el siglo siguiente lo fue Aristóteles. También como éste, era De­mócrito al mismo tiempo físico y filósofo o, como entonces se decía, sofista; y en ambos territorios alcanzó cotas muy elevadas.

Sus innumerables escritos comprendían todas las ramas de la ciencia de aquel tiempo: Matemática, Astronomía, Geografía, Medicina, Biología, Físi­ca, Teoría del Conocimiento, Ética, Filología, Teoría del Arte.

Es interesante detenerse, aunque sea brevemente, en el pensamiento ético de Demócrito. No hace estrictamente a nuestro tema, pero muestra cómo existen cuestiones eternas de la vida humana que el hombre ha encarado desde hace ya mucho tiempo. Veamos, sostenía Demócrito que:

1. En sí y por sí, nada es bueno ni malo, sino sólo en relación con las sensaciones que las cosas nos producen. 

Para valorar la profundidad del pensamiento de Demócrito, es interesante notar que hubo que esperar hasta el siglo XVIII para que Kant nos dijera que: En sí y por sí, un acto no es bueno ni malo, sino que, para saberlo, hay que evaluar la intención con que fue hecho.

2. El derecho del más fuerte es fundado en la Naturaleza; pero viene limitado por el orden del Estado, de cuya consistencia depende toda nuestra bienandanza e infortunio. 

Hemos hablado ya largamente, en notas anteriores, de este aserto de Demócrito que nos recuerda que el derecho del más fuerte se encuentra en la propia naturaleza del humano, así como de todas las criaturas del reino animal.

3. Por eso la primera virtud consiste en cumplir nuestro deber para con la comu­nidad y sus miembros; el que conculca este deber, el que roba y mata, debe ser sacrificado como una bestia salvaje. 

Viendo las simas de corrupción y degradación a las que es capaz de llegar el homo predator, me siento tentado a coincidir con la solución que recomienda Demócrito.

4. Mas no debemos hacer lo recto y justo por miedo a los te­rrores del infierno, que son solo una imagen fantástica, ni tampoco por miedo al cas­tigo de los hombres, sino porque es lo justo y por respeto a nosotros mismos. 

Bella meta a la cual aspirar en la vida.

5. La conciencia de haber cumplido el deber provoca una paz del ánimo muy suave y alegre, que él llamó eutimia, que es el sumo bien que podemos alcanzar. Pues la felicidad y la desdicha no dependen de cosas exteriores; en nuestra propia alma habita nuestro buen o mal demonio. Sólo los placeres del espíritu, la contemplación de las hermosas obras artísticas y, sobre todo, la investigación científica produ­cen una satisfacción perdurable, pues «la educación es un adorno en la fortuna, un refugio en la desventura».

Interesante, ¿Verdad?

Ahora bien, volviendo al atomismo, digamos que el punto de par­tida para el pensamiento físico de Demócrito lo constituye la teoría que desarrollara y que consta de los siguientes puntos principales:

1. La apariencia sensible engaña; pero tras el mundo de las apariencias está el mundo real, que podemos conocer por medio del pensamiento.

2. No hay, en realidad, nada más que la materia y el espacio va­cío y la materia consta de corpúsculos pequeñísimos, que son eternos e invaria­bles y que, como hemos dicho, Demócrito llamaba «átomos»; son iguales unos a otros en cualidad, pero distintos en figura, magnitud y, por tanto, también en peso; merced a este peso caen en el espacio vacío hacia abajo, pero con distinta velocidad y se reúnen por esta razón para formar los cuerpos.

3. El peso y la dureza de los cuerpos dependen del número de átomos de que constan y de la compacidad con que los átomos están unidos unos a otros.

4. El sabor y el color dependen de la impresión que los átomos producen en nuestros sentidos por su tamaño y figura.

5. Y como no hay, en gene­ral, nada más que átomos y espacio vacío, nuestra alma también tiene que com­ponerse de átomos, bien que éstos sean de especie finísima. El movimiento de los átomos del alma produce el pensamiento.

Como se puede apreciar, si bien, no todos, varios de estos asertos continúan siendo ciertos hoy en día.

Acerca del propio Demócrito sabemos poco. Se sabe que nació en colonia jónica, en Abdera; que además de Leucipo y Anaxágoras sus profesores fueron caldeos y magos persas; que viajaba mucho y que era erudito; que vivió unos cien años y fue enterrado en el año 370 antes de nuestra era a cuenta pública por los habitantes de su ciudad natal, que le respetaban profunda­mente. Las generaciones posteriores de pintores represen­taban a Demócrito como a un hombre alto de barba corta, vestido con túnica blanca y calzando sandalias. Se contaba que Demócrito reía muy a menudo y decía que «la risa lo hace a uno más sabio»,​ lo que llevó a que, durante el Renacimiento, se lo mencionara como «el filósofo que ríe» o «el abderita risueño».

Pues bien, la leyenda dice que cierta vez Demócrito estaba sentado en una piedra a orillas del mar con una manzana en la mano (parece que a la manzana le está reservado un lugar especial en la Física) y meditaba: Si parto ahora esta manzana por la mitad me quedará la mitad; si luego vuelvo a cortarla en dos partes, obtendré la cuarta parte; más, si sigo con esta división, ¿Me quedará, siempre 1/8, 1/16, etc., parte de la manzana y podré seguir dividiéndola en forma indefinida? ¿O en cierto momento la siguiente división llevará a que la parte restante ya no posea propiedades de la manzana, o bien habrá una última división de la manzana? Después de una profunda reflexión, el filósofo llegó a la conclusión de que existe un límite de semejante división y denominó a esta última partícula, indivisible ya, átomo, exponiendo sus deducciones en el libro El Pequeño Diacosmos donde nos dice:

El Universo tiene su origen en los átomos y el vacío, todo lo demás sólo es producto del razonamiento. Hay infinita cantidad de mundos y éstos tienen su principio y fin en el tiempo. Nada surge de la inexistencia ni se resuelve en ella. También es infinita la cantidad de los átomos y la variedad de sus dimensiones; ellos flotan en el Universo, girando en torbellinos y dando origen a todo lo compuesto: El fuego, el agua, el aire y la tierra. Es que estos últimos son combinaciones de algunos átomos, mien­tras que los propios átomos no se someten a ninguna influencia y son invariables debido a su dureza.

¡Esto fue escrito hace más de dos mil años!

Busto de un griego desconocido que algunos, algo 
dudosamente, identifican con el filósofo Demócrito. El original fue hallado en la Villa de los Papiros en Herculano y se encuentra, actualmente, en el Museo Arqueológico de Nápoles.

Demócrito, creó, pues, un sistema de la naturaleza de gran sencillez y cohe­sión. Para formar el cosmos le basta a Demócrito la materia cualitativamente uniforme y una sola fuerza natural empíricamente cognoscible, la gravitación. Pero sólo la moderna física ha sido justa con él; su propio tiempo no estaba maduro para semejante doctrina. Pues precisamente cuando este sistema surgió, hallábase el mundo saturado de filosofía natural y otros problemas ocu­paban ya el primer plano del interés. Además, Demócrito vivía en la apartada ciudad de Abdera, en la costa de Tracia del Mediterráneo y, aunque hizo amplios viajes con fines de estudio, no quiso dedicarse a la enseñanza peregrinante como su compatriota Protágoras. De esta suerte quedó desconocido fuera de su propia patria, sobre todo en Atenas. Y Atenas era entonces no sólo el centro de la vida artística sino también el de la vida científica de toda la nación griega. En Atenas actuaba en la época de Pericles, Anaxágoras. En Atenas enseñaban, aunque generalmente de paso, todos los sofistas importantes. Atenas era el asiento principal del comer­cio de libros que comenzaba entonces a desarrollarse. Sólo quien en Atenas lo­grase fama y aplauso podía llegar a ser un director espiritual de la nación.

Es interesante observar que no solo en Grecia se llegaba a estas conclusiones. Al igual que Demócrito, el filósofo de la India antigua Kanâda también concibió idea de que deberían existir partículas mínimas de tierra, agua, fuego, aire y éter. La leyenda de su descubrimiento es la siguiente: Él tenía en la mano una cantidad de comida. Comía pedacitos, desmenuzando el alimento en trozos cada vez más pequeños. En un cierto punto tuvo la intuición de que seguramente tendrían que existir partículas tan pequeñas que no se pudieran partir en más partes. Él llamó a esas partículas anu (‘minúsculo’).

Kanâda, que vivió alrededor del siglo II de nuestra era, enseñaba pues casi lo mismo que Demócrito. De hecho, Kanâda, traducido del sánscrito, significa devorador de partículas. Según Kanâda, la divisibilidad infinita de la materia es un absurdo, por cuanto, en este caso, un grano de mostaza es igual a una montaña, ya que... lo infinito es siempre igual a lo infinito.

La partícula más pequeña en la naturaleza, enseñaba Kanâda, es la de polvo en el rayo solar; consta de seis átomos, los cuales están unidos de a pares por la voluntad de Dios o por algo más.

Volviendo a Demócrito, digamos que no pudo demostrar sus afirmaciones, siendo necesario entonces creerle de palabra. Mas no le creyeron y el pri­mero en no hacerlo fue Aristóteles, su gran contemporáneo. Al morir Demócrito, Aristóteles, el futuro maestro de Alejandro Magno, tenía 14 años. En la plenitud de sus fuerzas era delgado, de baja estatura y refinado y el respeto de que gozaba sobrepasaba a menudo todos los límites sensatos. Desde luego, para esto había fundadas razones: Aristóteles dominaba todos los conocimientos de aquella época. Sin embargo, en lo tocante al tema de dividir la materia enseñaba lo contrario que Demócrito: El proceso de división de la manzana se podía continuar infinitamente, por lo menos, en principio. Esta doctrina llegó a ser dominante, Demócrito fue olvidado por muchos siglos y sus obras fueron destruidas con una meticulosidad digna de mejor causa. Por eso la doctrina de Demócrito se conservó sólo en fragmentos y testimonios de sus contemporáneos y Europa la conoció por intermedio del poeta Tito Lucrecio Caro (99—55 a. n. e.). Tito Lucrecio Caro fue un poeta y filósofo romano, autor de un único texto: El poema didáctico De rerum natura (Acerca la naturaleza de las cosas), que defiende la física atomista de Demócrito y Leucipo.

Tito Lucrecio Caro

En la misma línea que Demócrito, en lo que hace al atomismo, se ubicó su connacional Epicuro de Samos. Epicuro, 341 a.n.e. - 270 a.n.e.), fue un filósofo griego, fundador de la escuela que lleva su nombre (epicureísmo). Los aspectos más destacados de su doctrina son el hedonismo racional y el atomismo.

Defendió una doctrina basada en la búsqueda del placer, la cual debe ser dirigida por la prudencia. Se manifestó en contra del destino, de la necesidad y del recurrente sentido griego de fatalidad.

La naturaleza, según Epicuro, está regida por el azar, entendido como ausencia de causalidad (Sorprendente prefacio a la Teoría de la Evolución de Darwin). Solo así es posible la libertad, sin la cual el hedonismo no tiene motivo de ser.


Manifestó que los mitos religiosos amargan la vida de los hombres. El fin de la vida humana es procurar el placer y evadir el dolor, pero siempre de una manera racional, evitando los excesos, pues estos provocan un sufrimiento posterior.

Los placeres del espíritu son superiores a los del cuerpo y ambos deben satisfacerse con inteligencia, procurando llegar a un estado de bienestar corporal y espiritual al que llamaba ataraxia. Criticaba tanto el desenfreno como la renuncia a los placeres de la carne, y argüía que debería buscarse un término medio y que los goces carnales deberían satisfacerse, siempre y cuando no conllevaran un dolor en el futuro. Como se ve, en esto estaba en un todo de acuerdo con Aristóteles que preconizaba la búsqueda del justo medio de las cosas por medio de la prudencia, la mayor virtud.


La filosofía epicúrea afirma que la filosofía debe ser un instrumento al servicio de la vida de los hombres y que el conocimiento por sí mismo no tiene ninguna utilidad si no se emplea en la búsqueda de la felicidad.

Aunque la mayor parte de su obra se ha perdido, conocemos bien sus enseñanzas gracias, otra vez, a Tito Lucrecio Caro y su obra De rerum natura (un homenaje a Epicuro y una exposición amplia de sus ideas), así como a través de algunas cartas recogidas por Diógenes Laercio y fragmentos rescatados.

Según la física de Epicuro, toda la realidad está formada por dos elementos fundamentales. De un lado los átomos, que tienen forma, extensión y peso y del otro el vacío, que no es sino el espacio en el cual se mueven esos átomos. Es interesante acotar aquí que este concepto de que el espacio es un escenario inmutable y fijo donde se mueven los actores que son los átomos, se mantuvo por 2100 años después de Epicuro, hasta que la Teoría de la Relatividad determinó que el espacio no es un marco de referencia rígido sino algo plástico, deformable, que cambia con la presencia o ausencia de materia en él.

Bien, seguía diciendo Epicuro que las distintas cosas que hay en el mundo son fruto de las distintas combinaciones de átomos. El ser humano, de la misma forma, no es sino un compuesto de átomos. Incluso el alma está formada por un tipo especial de átomos, más sutiles que los que forman el cuerpo, pero no por ello deja el alma de ser material. Debido a ello, cuando el cuerpo muere, el alma muere con él.

Epicuro de Samos

Con respecto a la totalidad de la realidad Epicuro afirma que ésta, como los átomos que la forman, es eterna. No hay un origen a partir del caos o un momento inicial. Tal y como leemos en la Carta a Heródoto: Desde luego, el todo fue siempre tal como ahora es y siempre será igual.

Esta concepción atomista procede de Demócrito, pero Epicuro modifica la filosofía de aquél en aspectos importantes, pues no acepta el determinismo que el atomismo conllevaba en su forma original. Por ello, introduce un elemento de azar en el movimiento de los átomos, llamado clinamen, una desviación de los átomos en su caída en el vacío, es decir, una desviación de la cadena de las causas y efectos, con lo que la libertad queda asegurada y se anticipa a la evolución.

Este interés por parte de Epicuro en salvaguardar la libertad es fruto de la consideración de la ética como la culminación de todo el sistema filosófico al cual se han de subordinar las restantes partes. Estas son importantes tan sólo en la medida en que son necesarias para la ética, tercera y última división de la filosofía.

Como se puede apreciar, ahora sí, la época estaba madura para tratar temas de esta naturaleza y quedaron en pie dos posturas: La materia no se podía dividir en forma infinita y existían corpúsculos últimos llamados átomos y, por el otro lado, la materia era infinitamente divisible y no existían los átomos. Esta última postura, sostenida por la autoridad de Aristóteles, fue la que prevaleció y lo hizo por, aproximadamente, dos mil años.

Es absurdo culpar a los antiguos por tal elección, puesto que para ellos ambos sistemas eran igualmente sensatos y admisibles: Veían el objetivo de su ciencia no en aplicaciones prácticas (se avergonzaban de ellas), sino en alcanzar mediante la especulación el sentimiento de la armonía del mundo, que comunica al hombre toda filosofía perfecta.

Ahora bien, para entender el porqué de los dos mil años de duración de las ideas de Aristóteles hay que bucear un poco más hondo en otros aspectos de la vida humana, más allá de la Ciencia.

Los romanos, ocupados como estaban en construir un gran imperio y en el orden jurídico de la sociedad (aun hoy se estudia Derecho Romano en la carrera de abogacía), no participaron en el desarrollo de la Física, en general, ni del concepto de átomo, en particular. 

Sin embargo, para entender los dos mil años de aristotelismo es importante analizar hechos de la época romana. Nuestra búsqueda comienza en el año 313 de nuestra era cuando el emperador Constantino, con la idea de neutralizar la peligrosidad para el Estado de la Iglesia cristiana y considerando que los intentos de represión se habían manifestado totalmente ineficaces, promulgó el edicto de tolerancia (el edicto de Milán), en el que proclamaba una libertad general religiosa y la reposición a las comunidades cristianas de su anterior propiedad y de todos sus derechos: concedemos, tanto a los cristianos como a todos los demás, plena libertad para adherir a la religión que cada cual elija, con el objeto de que la deidad que gobierna los cielos sea favorable y propicia para nosotros y para nuestros súbditos.

Constantino se decantó en pro del cristianismo como hombre de Estado, buscaba con ello la salud del Imperio y no la salvación de su alma. De hecho, solo se bautizó en su lecho de muerte y hasta el final de sus días adoraba tanto al Dios cristiano como a los Dioses romanos. La ortodoxia y mucho menos la beatería de los futuros Césares papistas estaban infinitamente lejos de su pensamiento. Pero, claramente se nota que, para él, la dominación sobre la Iglesia cristiana era un complemento esencial de la monarquía y, por ejemplo, gustoso se designó a sí mismo, más tarde, como obispo de la Iglesia para asuntos exteriores. A tanto llegó su celo de controlar la Iglesia que, ante las diversas ideas reinantes dentro de ésta acerca de la naturaleza divina o no de Jesús, convocó al Concilio de Nicea en el 325 para que fijara cuál era la ortodoxia cristiana, cuál debía ser la ortodoxia cristiana.

¿Y por qué esta historia de Constantino es importante para nuestra Historia del Átomo? Pues, porque a partir de allí, la Iglesia quedó indisolublemente unida al Estado. Cuestión que desembocó en el Edicto de Tesalónica, por el cual el emperador romano Teodosio convirtió el cristianismo en la religión oficial del Imperio Romano el 27 de febrero del año 380.

Así las cosas, el poder de la Iglesia creció y creció a todo lo largo de la Edad Media. Pero,… ¡Justamente, eso ya es tema para la segunda nota de esta serie, en la que hablaremos de la historia de átomo en la Edad Media!

¡Hasta entonces!









Conjeturas, hipótesis, teorías.

La especulación o conjetura, es una forma filosófica de pensar para ganar conocimiento yendo más allá de la experiencia o práctica tradicion...