domingo, 26 de septiembre de 2021

¡No solo de genios vive el hombre!

 

Que Wolfgang Amadeus Mozart (1756 – 1791) fue un genio de la música, ¡Qué duda cabe!

Fue compositor, pianista, director de orquesta y profesor, figura prominente del clasicismo, considerado como uno de los músicos más influyentes y destacados de la historia.

Su obra abarca todos los géneros musicales de su época e incluye más de seiscientas creaciones, en su mayoría reconocidas como obras maestras de la música sinfónica, concertante, de cámara, para fortepiano, operística y coral.

Cuando transcribía sus obras a la partitura, lo hacía sin enmiendas ni borrones, simplemente volcaba al pentagrama lo que ya estaba listo y terminado en su mente.

  Su influencia en toda la música occidental posterior es profunda: Ludwig van Beethoven escribió sus primeras composiciones a la sombra de Mozart y Joseph Haydn escribió que la posteridad no verá tal talento otra vez en cien años. ¡Se quedó corto!

  Sin dudas, por la calidad de su obra y por la cantidad de la misma, Mozart se ganó un lugar entre los inmortales. Sin embargo, semejante logro puede ser obtenido sin necesidad de lucir la brillantez y el genio de Mozart, de hecho, pudo ser obtenido con tan solo una obra, una perla, compuesta por un músico que, sin ser desconocido, distaba mucho de ser un Mozart. Me estoy refiriendo a Johann Pachelbel (1653 – 1706).

 Pachelbel fue compositor y, además, un organista sobresaliente, su estilo era plácido y sin complicaciones, haciendo especial énfasis en la claridad melódica y armónica. Exploró muchas técnicas y formas de variaciones musicales, dejándolas manifiestas en varias de sus obras, que fueron desde conciertos de música sacra hasta suites de clavicordios. Pero, de toda su obra, sobresale nítidamente el Canon en Re mayor, una obra delicada y deliciosa que significó para él su pasaporte a la inmortalidad. Se la puede gustar en la siguiente dirección electrónica:

https://music.youtube.com/watch?v=lgh68Swuak0&list=OLAK5uy_kYURgE3BEjn-it-u0jtjwk-DCvI935YlU

  Conocí el Canon de Pachelbel gracias a ese grande de la Filosofía que fue el astrónomo Carl Sagan que la incluyó en su opera magna, la serie Cosmos de los 80, y quedé inmediatamente prendado de él.


  Que Lope de Vega Carpio (1562 – 1635) fue un genio de la literatura, ¡Qué duda cabe!


  Fue uno de los poetas y dramaturgos más importantes del Siglo de Oro español y por la extensión de su obra, uno de los autores más prolíficos de la literatura universal.

  Ya el mote con el que se le conoce, Fénix de los ingenios, es un tácito reconocimiento a su genio literario. Por su parte, Miguel de Cervantes, con quien mantuvo una larga rivalidad lo tildaba de Monstruo de Naturaleza por su talento. Sus obras siguen representándose en la actualidad y constituyen una de las cotas más altas alcanzadas en la literatura y las artes españolas. Fue también uno de los grandes líricos de la lengua castellana y autor de varias novelas y obras narrativas largas en prosa y en verso.

  Se le atribuyen unos 3000 sonetos, tres novelas, cuatro novelas cortas, nueve epopeyas, tres poemas didácticos y varios centenares de comedias. Amigo de Francisco de Quevedo y de Juan Ruiz de Alarcón, enemistado con Luis de Góngora, su vida fue tan extrema como su obra. Fue padre de la también dramaturga sor Marcela de San Félix.

  De su vasta producción, quiero recordar aquí ese maravilloso soneto que dice:

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?

 

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!

 

¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!

 

¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!


  Sin dudas, por la calidad de su obra y por la cantidad de la misma, Lope de Vega se ganó un lugar entre los inmortales. Sin embargo, semejante logro puede ser obtenido sin necesidad de lucir su brillantez y genio, de hecho, pudo ser obtenido con tan solo una obra, una perla, compuesta por un poeta que, sin ser desconocido, distaba mucho de ser un Lope de Vega. Me estoy refiriendo a Gaspar Núñez de Arce (1832 – 1903).

  Fue un poeta y político español que encuadró su obra en el romanticismo y el realismo literario. Fue gobernador civil de Barcelona, diputado por Valladolid en 1865 y ministro de Ultramar, Interior y Educación. Fue nombrado académico de la RAE en 1874.

  Lejos está Núñez de Arce de ser un desconocido, pero lejos está también de ser un Lope de Vega. Sin embargo, al igual que Pachelbel, fue autor de una perla que también le asegura un lugar entre los inmortales: Su maravilloso poema Miserere. Aprecien, por favor, cómo Núñez de Arce transforma en música las palabras y les otorga, además, una profundidad notable. ¡Disfrútenlo!


Es de noche: el monasterio
que alzó Felipe Segundo
para admiración del mundo
y ostentación de su imperio,
yace envuelto en el misterio
y en las tinieblas sumido.
De nuestro poder, ya hundido,
último resto glorioso,
parece que está el coloso
al pie del monte, rendido.

El viento del Guadarrama
deja sus antros oscuros,
y estrellándose en los muros
del templo, se agita y brama.
Fugaz y rojiza llama
surca el ancho firmamento,
y a veces, como un lamento,
resuena el lúgubre son
con que llama a la oración
la campana del convento.

La iglesia, triste y sombría,
en honda calma reposa,
tan helada y silenciosa
como una tumba vacía.
Colgada lámpara envía
su incierta luz a lo lejos,
y a sus trémulos reflejos
llegan, huyen, se levantan
esas mil sombras que espantan
a los niños y a los viejos.

De pronto, claro y distinto
la regia cripta conmueve
ruido extraño, que aunque leve,
llena el mortuorio recinto.
Es que el César Carlos Quinto,
con mano firme y segura
entreabre su sepultura,
y haciendo una horrible mueca,
su faz carcomida y seca
asoma por la hendidura.

Golpea su descarnada
frente con tenaz empeño,
como quien sale de un sueño
sin acordarse de nada.
Recorre con su mirada
aquel lugar solitario,
alza el mármol funerario,
y arrebatado y resuelto
salta del sepulcro, envuelto
en su andrajoso sudario.

-¡Hola! -grita en son de guerra
con aquella voz concisa,
que oyó en el siglo, sumisa
y amedrentada la tierra.
-¡Volcad la losa que os cierra!
Vástagos de imperial rama,
varones que honráis la fama,
antiguas y excelsas glorias,
de vuestras urnas mortuorias
salid, que el César os llama.

Contestando a estos conjuros,
un clamor confuso y hondo
parece brotar del fondo
de aquellos mármoles duros.
Surgen vapores impuros
de los sepulcros ya abiertos:
la serie de reyes muertos
después a salir empieza,
y es de notar la tristeza,
el gesto despavorido
de los que han envilecido
la corona en su cabeza.

Grave, solemne, pausado,
se alza Felipe Segundo,
en su lucha con el mundo
vencido, mas no domado.
Su hijo se despierta al lado,
y detrás del rey devoto,
aquel que humillado y roto
vio desmoronarse a España,
cual granítica montaña,
a impulsos del terremoto.

Luego el monarca enfermizo,
de infausta y negra memoria,
en cuya Edad, nuestra gloria
como nieve se deshizo.
Bajo el poder de su hechizo
se estremece todavía.
¡Ay qué terrible armonía,
qué oscuro enlace se nota
entre aquel mísero idiota
y su exhausta monarquía!

Con terrífica sorpresa
y en silencioso concierto
todos los reyes que han muerto
van saliendo de su huesa.
La ya apagada pavesa
cobra los vitales bríos
y se aglomeran sombríos
aquellos yertos despojos,
aquellas cuencas sin ojos,
aquellos cráneos vacíos.

De los monarcas en pos,
respondiendo al llamamiento,
cual si llegara el momento
del santo juicio de Dios,
acuden de dos en dos
por claustros y corredores,
príncipes, grandes señores,
prelados, frailes, guerreros,
favoritos, consejeros,
teólogos e inquisidores.

¡Qué es mirar como serpea
por su semblante amarillo
el fosforescente brillo
que la podredumbre crea!
¡Qué espíritu no flaquea
con mil terrores secretos,
viendo aquellos esqueletos,
que ante el César, que los nombra,
se deslizan por la sombra
mudos, absortos, inquietos!

¡Cuántas altas potestades,
cuántas grandezas pasadas,
cuántas invictas espadas,
cuántas firmes voluntades
en aquellas soledades
muestran sus restos livianos!
¡Cuántos cráneos soberanos,
que el genio habitara en vida,
convertidos en guarida
de miserables gusanos!

Desde el triste panteón
en que se agolpa y hacina,
hacia el templo se encamina
la fúnebre procesión.
Marcha con pausado son
tras del rey que la congrega,
y cuando a la iglesia llega,
inunda la altiva nave
un resplandor tibio y suave,
que ni deslumbra ni ciega.

Guardando el regio decoro,
como en los siglos pasados,
reyes, príncipes, prelados
toman asiento en el coro.
Después en tropel sonoro
por el templo se derrama,
rindiendo culto a la fama
con que llena las historias,
aquel haz de muertas glorias,
que el César convoca y llama.

Por mandato soberano
de Carlos, que el cetro ostenta
llega al órgano y se sienta
un viejo esqueleto humano.
La seca y huesosa mano
en el gran teclado imprime,
y la música sublime
que a inmensos raudales brota,
parece que en cada nota
reza y llora, canta y gime.

Uniendo al acorde santo
su voz, los muertos despojos
caen ante el ara de hinojos
y a Dios elevan su canto.
Honda expresión del quebranto,
aquel eco de la tumba
crece, se dilata, zumba,
y al paso que va creciendo
resuena con el estruendo
de un mundo que se derrumba:

«Fuimos las ondas de un río
»caudaloso y desbordado.
»Hoy la fuente se ha secado,
»hoy el cauce está vacío.
»Ya ¡oh Dios! nuestro poderío
»se extingue, se apaga y muere.
»¡Miserere!

»¡Maldito, maldito sea
»aquel portentoso invento
»que dio vida al pensamiento
»y alas de luz a la idea!
»El verbo animado ondea
»y como el rayo nos hiere.
»¡Miserere!

»¡Maldito el hilo fecundo
»que a los pueblos eslabona,
»y busca, y cuenta, y pregona
»las pulsaciones del mundo!
»Ya en el silencio profundo
»ninguna injusticia muere.
»¡Miserere!

»Ya no vive cada raza
»en solitario destierro,
»ya con vínculo de hierro
»la humana especie se enlaza.
»Ya el aislamiento rechaza,
»ya la libertad prefiere.
»¡Miserere!

»Rígido y brutal azote
»con desacordado empuje
»sobre las espaldas cruje
»del rey y del sacerdote.
»Ya nada existe que embote
»el golpe ¡oh Dios! que nos hiere.
»¡Miserere!

»Mas ¡ay! que en su audacia loca,
»también el orgullo humano
»pone en los cielos su mano
»y a ti, Señor, te provoca.
»Mientras blasfeme su boca,
»ni paz ni ventura espere.
»¡Miserere!

»No en la tormenta enemiga:
»no en el insondable abismo:
»el mundo lleva en sí mismo
»el rayo que le castiga.
»Sin compasión ni fatiga
»hoy nos mata; pero muere.
»¡Miserere!

»Grande y caudaloso río,
»que corres precipitado
»ve que el nuestro se ha secado
»y tiene el cauce vacío.
»¡No prevalezca el impío,
»ni la iniquidad prospere!
»¡Miserere!»

Súbito, con sordo ruido
cruje el órgano y estalla,
la luz se amortigua, y calla
el concurso dolorido.
Al disiparse el sonido
del grave y solemne canto
llega a su colmo el espanto
de las mudas calaveras,
y de sus órbitas hueras
desciende abundoso llanto.

A medida que decrece
la luz misteriosa y vaga,
todo murmullo se apaga
y el cuadro se desvanece.
Con el alba que aparece
el cortejo se evapora,
y mientras la blanca aurora
esparce su lumbre escasa,
a lo lejos silba y pasa
la rauda locomotora.

 

El poema, además de bello y profundo, es claro. Sin embargo, me permitiré abundar sobre algunos detalles:

·        El verso acerca del monasterio que alzó Felipe Segundo, con que inicia el poema es, obviamente, El Escorial. Allí reposan los restos de los reyes de España.

·        El título de César que el vate atribuye a Carlos V es una licencia poética destinada a exaltar la figura del más grande de los Habsburgos.

·        Cuando Núñez dice: Luego el monarca enfermizo, de infausta y negra memoria, en cuya Edad, nuestra gloria como nieve se deshizo. Bajo el poder de su hechizo se estremece todavía. Se refiere a Carlos II, conocido como el hechizado. Su sobrenombre le venía de la atribución de su lamentable estado físico a la brujería e influencias diabólicas, aunque es más probable que los sucesivos matrimonios consanguíneos de la familia real ocasionaran sus graves problemas de salud, con síntomas como musculatura débil e infertilidad. Todo ello acarreó un grave conflicto sucesorio, al morir sin descendencia y extinguirse así la rama española de los Habsburgo.

·        Por último, las letanías finales hacen referencia a todo lo que significó la decadencia del concurso dolorido, como, por ejemplo, cuando dice: 

»Ya no vive cada raza
»en solitario destierro,
»ya con vínculo de hierro
»la humana especie se enlaza.
»Ya el aislamiento rechaza,
»ya la libertad prefiere.
»¡Miserere!

Se refiere, claro está, al ferrocarril.

Así pues, debemos regocijarnos de que:

¡No solo de genios vive el hombre!

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