domingo, 29 de octubre de 2023

Minitour por la historia de la Filosofía - Nota 1

 Esta última semana me he topado, queridos amigos, con diversos temas que hacen al discurso filosófico por lo que me pareció oportuno este minitour que les propongo. Para abordarlo, busqué en viejas enciclopedias y he aquí el resultado:

 Es necesario que, ante todo, comencemos por aclarar ciertas dificultades para poder comprender mejor el objeto de estudio de esa ciencia, su utilidad y la problemática que encie­rra. Para ello debe considerarse primeramente el concepto de filosofía, estudiando su etimología y su definición real; en segundo lugar, se debe ubicarla entre las demás ciencias, para lo cual habrá que distin­guir los diversos órdenes de conocimiento: vul­gar, científico y filosófico, y, por último, estable­cer cuáles son los principales problemas que ha tratado la filosofía, y, en consecuencia, las partes en que se divide o clasifica esta ciencia.


 Definición

La palabra filosofía está compuesta  de dos palabras de origen 
griego: filos, amigo o amante de, y sofia, sabiduría, es decir, "amante de la sabiduría". Es, pues, la ciencia de aquellos que tienden a la sa­biduría y que primeramente se llamaron "sabios", pero que luego prefirieron esta nueva denomina­ción de "filósofos", más acorde con la humildad y limitación de la sabiduría humana, pues "sabio", para los antiguos, era solamente uno, Dios, y la "sabiduría" era también una, la ciencia de Dios. 
 Escribe Cicerón en las Cuestiones Tusculanas: "Los que se dedicaban a la contemplación de la naturaleza eran considerados y llamados "sabios" (sofoi), y así se les llamó hasta Pitágoras, el cual, como escribe el discípulo de Platón, Heráclides del Ponto, varón doctísimo, vino a Fliunte (ciudad del Peloponeso) y disertó docta y elocuentemente en presencia de Leonte, príncipe de los fliuntinos; admirado éste de su ingenio y elocuencia, le preguntó qué arte profesaba, a lo cual respondió que él no sabía arte alguna, sino que era filósofo". Lo que hace el filósofo, por tanto, no es la sabiduría, sino tender a ella. En el significado de la palabra filosofía pueden hallarse dos notas esenciales del filosofar: la contemplación de la verdad o búsqueda de las causas de las cosas, y el deseo de una vida honesta, o sea, la consecución de la verdadera felicidad. Esta diversidad lo era para los antiguos y aún persiste en el concepto, según expresa Maurice Blondel: "En este concepto (el de filosofía) parecen aún implicados dos elementos distintos y solida­rios: el conocimiento especulativo de la verdad y la solución práctica y firme del problema del destino humano; en una palabra: reglas de vida y de carácter, fundadas sobre un pensamiento cierto".

 Aunque los problemas básicos de la filosofía son tan antiguos como el hombre que se los plan­tea, la filosofía como tal, es decir, como forma específica de pensamiento inconfundible con otras actividades del espíritu humano, nace en Grecia, en Mileto, ciudad de Jonia, en las colonias grie­gas del Asia Menor.

 Ahora bien, ordenar cronológicamente el pensamiento filosófico ha conducido a distinguir períodos según los cuales este pensamiento se ha ido desarrollando; así, se habla de una filoso­fía antigua, que comprende desde los siglos VI-V antes de nuestra era (a.n.e.) hasta el I de nuestra era (n.e.), o, según algunos autores, hasta el 529 de n.e., año en que se clausuran las escuelas de filosofía de Atenas; se habla de una filosofía medieval, que se des­arrolla hasta aproximadamente el siglo XVI; de una filosofía moderna, cuya vigencia alcanza has­ta comienzos del siglo XIX, y de una filosofía contemporánea, que se despliega hasta la actua­lidad. Aunque aceptable en líneas generales, esta división tiene sólo valor didáctico.


 Para acercarse del modo más adecuado al pen­samiento filosófico griego, es necesario tener pre­sente cuál fue el problema que preocupó primordialmente a los filósofos de Jonia. Toda la filo­sofía griega, por lo menos hasta Aristóteles, se nutre de un estado de ánimo fundamental que es el asombro. No un asombro circunstancial o fortuito causado por hechos aislados, sino el asom­bro fundamental y universal ante el cambiante y variado espectáculo del mundo. En efecto: la realidad exterior, que envuelve y en ocasiones presiona al hombre, es un proceso ininterrum­pido en el cual las cosas que la componen apa­recen, se alteran, crecen, desaparecen, para dar lugar a otras. En términos filosóficos, es una rea­lidad que "es" lo que "es", y al mismo tiempo "no es" lo que "es": más que algo terminado, parece ser un proceso de transformaciones cons­tantes. Nadie dudaría, por ejemplo, de que el agua de un río o del mar es precisamente agua; pero ocurre que esta agua sufre alteraciones y cambios, en cuanto el río se hiela o el calor la evapora. Ciertamente el hielo y el vapor son ambos agua; pero bajo un aspecto y con calidades tales y tan diferentes, que resulta por lo menos justificado plantearse el problema de si se trata de una sola cosa o de tres cosas diferentes. El asombro que hechos como éste causaron a los primeros filósofos griegos los llevó naturalmente a buscar una explicación, no sólo del proceso mismo del cambio, sino de la que parece ser carac­terística fundamental del mismo, a saber, que hay algo o debe haber algo permanente, estable, inmutable, que le sirve de base.

 Pero, veamos a los protagonistas:

 Tales de Mileto. La tradición atribuye a Tales de Mileto (640-546 a.n.e.) el primer plan­teamiento y la primera respuesta a la pregunta de cuál es el sustrato básico de todas las cosas, al que denominó Arché. Tales la habría resuelto afirmando que lo que "verdaderamente es", es el agua. No se sabe muy bien qué quiso decir con esto, si es que efectiva­mente lo dijo, porque la investigación histórica ha llegado a poner en tela de juicio incluso la existencia de Tales; pero cualquiera que haya sido el significado de semejante afirmación, en su dimensión filosófica ella significa que todo está hecho de agua y “la tierra descansa en el agua, como una isla”decía Tales, mientras que el agua es algo origi­nario que no se explica por ninguna otra cosa. Por lo demás, el agua cumple esa extraña condición de manifestarse en todos los procesos de cambio que sufre, permaneciendo siempre la misma; y esto es, en cierto, modo, un principio de explica­ción del espectáculo del mundo, al menos en sus aspectos principales. 
Tales de Mileto

 Anaximandro. El segundo nombre ilustre —pa­ra algunos el primero— de la filosofía jónica es Anaximandro (610-547 a.n.e.), también de Mileto. Anaximandro parece haber partido de la idea de que si lo originario, lo que "es" verdadera­mente, es una cosa real cualquiera de las que encontramos en torno nuestro, necesariamente el proceso que ella explica tendría que terminarse al­guna vez, porque ninguna de tales cosas es inago­table. Pero la terminación de tal proceso signifi­caría la destrucción y aniquilamiento del mundo; y esta idea es impensable para los griegos, for­mados en convicciones religiosas y míticas cen­tradas en la idea de un mundo que "ha sido" y "será" siempre. En consecuencia, Anaximandro propone como ente, como lo que es, lo que él llama lo Indefinido o lo Ilimitado, que no puede ser ninguna de las cosas reales existentes, todas definidas o finitas y limitadas. Precisamente estas cosas han llegado a "ser" lo que "son" en el momento en que "son", en la medida en que han conseguido diferenciarse, adquirir caracteres que las definan y distingan de todas las otras cosas; y por la misma razón vol­verán a sumirse en ese indefinido del cual han surgido, para dar lugar a nuevas cosas y asegu­rar así la continuidad de un proceso que no puede interrumpirse. En esta solución hay un elemento importante: lo Ilimitado no es ninguna sustancia o cosa real, sino que es una "idea", un concepto.
Anaximandro

 Anaxímenes. El tercer gran pensador de la es­cuela jónica es Anaxímenes (siglo VI a.n.e.), para quien lo que "es" verdaderamente es el aire. Pero, siguiendo en esto la enseñanza de su maes­tro Ánaximandro, Anaxímenes llama a este aire "indefinido"; lo cual hace sospechar que no se trata del aire común que respiramos, aunque cum­ple con una función similar. Justamente este aire, dice Anaxímenes, "mantiene la unidad del mun­do", como a nosotros mismos nos mantiene en unidad el aire que respiramos. Evidentemente, lo que mantiene nuestra unidad orgánica es el aire que respiramos; cuando dejamos de hacerlo, es decir, al morir —al exhalar el último suspiro, que es aire—, esa unidad orgánica se rompe, y el cuerpo, precisamente, se corrompe o descompo­ne. Esta idea implica la de que el mundo es algo orgánico, algo así como un ser vivo, similar al ser orgánico del hombre; y especialmente en este caso, como quiera que el hombre es el único ente capaz de penetrar los secretos del mundo, -ocupa en éste un lugar destacado: es un microcosmos, un mundo en pequeño, dentro del macrocosmos o conjunto de todas las cosas que "son". Esta concepción se ha mantenido en muchas de las llamadas filosofías orientales, y está muy próxima a la concepción del animismo primitivo, en el sen­tido de ver en todo cuanto se mueve o transforma una fuerza sobrenatural o divina; esto es lo que más tarde se llamó el alma.
Anaxímenes

 Pero para solucionar ese difícil problema del proceso o del cambio de las cosas es indispensa­ble conciliar dos ideas: una, la de que el cambio tiene un principio; otra, la de que este principio es ajeno al cambio, ya que de otro modo no podría explicarlo, sino que sería explicado también por él. Esta segunda idea no es muy clara en la escue­la jónica; pero sí lo es en el pensamiento ulte­rior, y de modo muy especial en Jenófanes.


 Jenófanes. El principio es para Jenófanes (na­cido en 536? a.n.e.) la Divinidad, cuya uni­dad alcanza un carácter espiritual por la forma en que la opone a la concepción religiosa politeís­ta vigente en su época. Esta divinidad es inmóvil, eterna, inalterable: en una palabra, no es afec­tada por ninguna de las posibles formas de cam­bio; pero al mismo tiempo intenta ser una expli­cación de este cambio, originado en ella. Esto sig­nifica que el principio del cambio y el cambio mismo aparecen separados de un modo terminan­te; y con esto se va haciendo cada vez más difícil explicar racionalmente el cambio a partir de un principio que parece ser precisamente su contrario. Esta dificultad abre el camino a los dos pensadores capitales de la filosofía presocrática: Heráclito de Éfeso y Parménides de Elea.
Jenófanes

 Heráclito. Éste filósofo griego, que vivió en los siglos VI-V a.n.e., parte de la afirma­ción categórica de lo que se halla al alcance de la experiencia inmediata de cualquiera: "todo cambia, todo deviene". En forma poética, ejem­plifica este principio en un pasaje en el que se re­fiere a las aguas del río, pasaje conocido en su versión corriente en la forma "
nunca nos bañaremos dos veces en el mismo río". Así como un río nunca es el mismo porque sus aguas corren y son siempre otras, todas las cosas del mundo cambian constantemente y nunca son las mismas. Esto se explica porque en cada cosa actúan en forma simultánea dos principios contrarios: lo jo­ven y lo viejo, lo húmedo y lo seco, lo frío y lo caliente, etcétera; el predominio de un principio sobre su contrario es lo que causa precisamente el cambio de las cosas en que actúan. El cambio es entonces él resultado de una oposición, de una lucha; y en este sentido declara Heráclito que "la discordia es padre de todas las cosas". En esto se advierte otra vez que la discordia, principio del cambio, no cambia ella misma, es decir, que por debajo del proceso de todas las transformaciones hay algo que permanece inalterable. Por otra par­te, si bien Heráclito insiste en el fluir constante de las cosas, también destaca que este fluir obe­dece a leyes, que es un proceso ordenado, regular y armónico, nociones todas que se vinculan es­trechamente con la de permanencia. Esta armo­nía es ejemplificada por Heráclito en el arco y la lira. El arco es el resultado de dos tensiones, la de la cuerda y la de la madera; si ambas ten­siones se equilibran o armonizan, la flecha está quieta; pero al soltarse la cuerda, una de las tensiones predomina sobre la otra y la flecha se mue­ve, es decir, cambia, en este caso, de lugar. En la lira, la tensión de la madera y la de las cuer­das se oponen; pero sólo si están en equilibrio —armonizadas— el instrumento suena agradable­mente. La armonía que produce la lira no es más que un caso particular de la que existe entre todas las cosas, por debajo de los procesos de cambio que sufren. Esta armonía, que en cierto modo limita los alcances de la discordia, explica que el cambio no opere al azar ni en forma brusca; por el contrario, ocurre según un plan, un orden, una razón; "todo ha sido hecho conforme a la razón". La encarnación sensible de esta razón es el fuego; por eso el mundo "es fuego siempre vivo", y como el alma del hombre está hecha de fuego ("de luz seca"), resulta mantenida la idea de que el hom­bre es parte integrante, como mundo en peque­ño, del mundo que lo rodea.
Heráclito

 Parménides. Este filósofo, que vivió en el si­glo V a.n.e., parte de la afirmación categó­rica de la constancia, permanencia e invariabilidad del ser: el "ser" es. Lo primero que se des­prende es que el "no ser" no es; por lo tanto, no puede siquiera ser pensado, ya que para que algo sea pensado necesita antes "ser". Pensar el "no ser" resulta, por lo tanto, contradictorio; y con ello se comprende por qué Parménides iden­tifica el "ser" con el pensar. Aquí aparece una nueva dualidad: el "ser" se opone al "no ser". Y esta dualidad es decisiva para las cosas, por cuanto éstas, respecto de su "ser", no tienen más que dos posibilidades: "son" o "no son". Estos tres principios se han incorporado desde Parménides a los campos de la metafísica, la ontología y la lógica, como principios fundamentales.

 Con Parménides hace crisis el problema de la explicación del cambio de las cosas. Este cambio es pensado por los griegos como un movimiento, pero en un sentido más amplio que el que se da actualmente a tal concepto. No sólo es movimien­to el de traslación o local; es también movimiento la alteración cualitativa y la alteración cuantita­tiva; y, sobre todo, es movimiento el cambio sus­tancial, según el cual las cosas "llegan a ser" o "dejan de ser". Cabe notar, de paso, que estas expresiones —"llegar a ser", "dejar de ser"—, co­rrientes en nuestro lenguaje, llevan todavía aso­ciada la idea de un movimiento. Este problema del cambio sustancial, dentro de los límites de la filosofía de Parménides, es inexplicable. En efec­to, habría que entenderlo como un tránsito del "no ser" al "ser", o del "ser" al "no ser". Pero para pensar este tránsito habría antes que pen­sar el "no ser", lo cual es imposible. En conse­cuencia, el movimiento es impensable; y por ex­tensión lógica resulta impensable en cualquiera de sus cuatro formas fundamentales. Sobre esta base, Parménides descubre las notas fundamen­tales del "ser" tal y como él lo interpreta:

 1. El "ser" no puede tener principio ni fin; es eterno.

 2. Es imposible que el "ser" se altere o se transforme en otra cosa; es inmutable.

 3. No puede haber dos "seres", porque si hu­biera dos "seres", entre ellos habría el "no ser"; pero para que haya el "no ser", el "no ser" debe "ser", lo cual es imposible; es único.

 4. Por la misma razón no es limitado, ya que si lo fuera, más allá de sus límites habría o sería el "no ser", lo cual es imposible; es infinito.

 En resumen: pensar que el ser cambia, es de­cir, pensar que existe el movimiento, es contra­dictorio. Pero ello no quiere decir que Parménides niegue la existencia del movimiento: esto cualquie­ra puede comprobarlo sin más esfuerzo que hacer uso normal de sus sentidos. Lo que ocurre es que precisamente captamos mediante los sentidos lo que cambia, lo que deviene, lo que fluye, en una palabra, lo que "es", pero impropiamente, por­que "es" y al mismo tiempo "no es". Sin embargo, lo que las cosas "son" de una vez para siempre, lo inmutable de las cosas, lo que ellas "son" real­mente, lo captamos por medio del pensar, iden­tificado, en forma expresa, con el "ser". Por eso distingue Parménides dos vías o caminos que lle­van al conocimiento de las cosas: la de la opinión, que se detiene en el "ser" aparencial de las mis­mas; y la de la verdad, que es capaz de penetrar en su última esencia. De este modo, mientras Heráclito insiste en la idea de la permanencia del cambio, Parménides separa de un modo ra­dical el cambio de lo permanente; y con esto declara insoluble el problema del movimiento, aunque no llegue a declarar inexistente el mo­vimiento mismo.
Parménides

 Zenón. Esta imposibilidad de resolver el pro­blema del movimiento es recogida e ilustrada por la escuela eleática, especialmente por Zenón (nacido hacia 490 a.n.e.), de quien se han hecho clásicas las paradojas que propone a éste respecto. Si Aquiles, dice Zenón, corre una ca­rrera con una tortuga dándole una ventaja inicial cualquiera, nunca podrá alcanzarla. Es evidente que esto no ocurre en la realidad; pero la reali­dad es materia de conocimiento sensible, y por lo mismo inseguro. El conocimiento verdadero conduce a pensar que si la distancia inicial que separa a Aquiles de la tortuga, la ventaja, está formada por infinitos puntos, y como quiera que moverse es ir de un punto a otro, Aquiles, para recorrer infinitos puntos, necesita infinito tiempo, de donde se sigue que nunca llegará adonde está la tortuga. El movimiento existe, pues, pero es contradictorio, paradójico.
Zenón

 Pitágoras. Se atribuye a Pitágoras (siglo V a.n.e.) la fundación de la escuela filosófica llamada pitagórica, que, más que una escuela, parece haber sido una asociación religiosa en la que con el tiempo se llegó incluso a adorar a su fundador como un dios. De aquí deriva el ca­rácter marcadamente práctico de la escuela, para la cual la filosofía no es asunto de pensamiento, sino primordialmente un ideal de vida. Para rea­lizar este ideal es necesario vivir una vida con­templativa o teorética, lo cual supone la nece­sidad de superar lo que se opone a ello, en primer lugar, el cuerpo, fuente de las necesidades mate­riales, llamado "tumba del alma" por los pitagó­ricos. Pero el desarrollo ulterior de la escuela la lleva a abordar problemas teóricos, especialmente el de determinar qué es lo que verdaderamente "es". Las soluciones que la filosofía jónica había dado a este problema estaban centradas en ele­mentos o entes reales, por mucho que tuvieran una proyección metafísica: el agua, el aire, la tierra, el fuego. Los pitagóricos descubren que hay otros entes, los números, que también "son", y que incluso "son" en un sentido más radical que las cosas reales, por cuanto las relaciones que se establecen entre ellos no pueden ser mo­dificadas a voluntad; en consecuencia, tienen ca­rácter de permanentes. A esta idea parece haber­los llevado la comprobación de que los tonos de la lira guardan una relación numérica con la lon­gitud de las cuerdas; de este modo, la armonía total de la lira podría ser expresada mediante re­laciones numéricas. Tal vez basados sobre el pensamiento de Heráclito, concluyeron que, de la misma manera, la transformación o el cambio de la realidad se lleva a cabo de un modo armónico y ordenado porque está regido por una relación numérica, pensable o racional. Pero por otro la­do, los números y sus relaciones, que explicarían el proceso del cambio, no cambian ellos mismos; y en esto hay una evidente similitud con el pen­samiento de Parménides. Por esta razón se con­sidera al pitagorismo como una "filosofía de con­ciliación" entre los pensamientos aparentemente opuestos de Heráclito y Parménides.
Pitágoras

 Precisamente en Parménides, como queda dicho, hace crisis el problema del movimiento, en cuan­to se lo declara insoluble. La razón de la dificul­tad es clara: se trata de explicar una realidad múltiple y móvil por medio de un principio único e inmóvil; y sobre la base de notas tan heterogé­neas parece imposible lograr que ambas cosas se concilien. Para que esta conciliación sea via­ble, es necesario asignar al principio del cambio algunas de las notas que tiene el cambio mismo; y de modo señalado, la multiplicidad y la movi­lidad.

 Esto es lo que intentan Anaxágoras, Empédocles y el atomismo, como se podrá comprobar a continuación.

Anaxágoras y Empédocles y el Atomismo. Co­mún a estas tres concepciones es la idea de que generación (llegar a ser) y corrupción (dejar de ser) son nombres que no corresponden a ningún proceso real. Lo que ocurre en realidad es un proceso de mezcla o de separación de elementos originarios, que Empédocles (490?-435 a.n.e.) llama raíces; /Anaxágoras (500-428 a.n.e.), homeomerías, y el atomismo, átomos. En esta tendencia se advierte un desarrollo de com­plejidad creciente; las raíces de Empédocles son cuatro: agua, tierra, aire, fuego; las homeome­rías son en cambio en número infinito, e infini­tamente divisibles, mientras que los átomos son también en número infinito, pero indivisibles. Mas mientras Empédocles recurre al Amor y al Odio como fuerzas míticas que operan la unión y sepa­ración —respectivamente— en que se originan las cosas, Anaxágoras atribuye esta función a un principio racional, la Inteligencia, que reúne las homeomerías en configuraciones inteligibles; gra­cias a esto, las distintas partes de las cosas y de los organismos guardan entre sí una relación ar­mónica. Los atomistas, en cambio, explican la unión y separación de los átomos sobre la base de afinidades existentes entre ellos en virtud de su composición material; de modo que las diferen­cias de cualidades que existen entre las cosas no se deben a la intervención de ningún principio superior, ni mítico ni espiritual, sino a la mayor o menor cantidad de átomos reunidos. Es ésta, podría decirse, la primera metafísica materialista de la historia.

Bien, hasta aquí esta primera entrega. No tan fácil de digerir, ¿verdad? Pero, ¡nadie dijo que lo fuera!

Seguiremos este minitour en próximas notas. Por el momento, les digo:

¡Hasta entonces!

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