THOMAS MALTHUS:
«LA VIDA ES UNA LUCHA EN LA QUE SOBREVIVEN LOS MÁS APTOS»
Bien amigos, completamos con esta entrega la revista de los pensadores que, con su obra, sentaron las bases para el sugimiento de la Teoría de la Evolución. Lo hacemos siempre de la mano de Maitland y Edey y su libro, La cuestión esencial.
Otro de los hombres del siglo XVII que influirían
en las concepciones evolutivas del XIX, no se dedicó al estudio de la
naturaleza, sino que fue un ejemplo temprano de lo que ahora llamamos
científico social. Thomas Malthus (1766-1834), clérigo inglés, se preocupó
mucho de los oprimidos y desvalidos. También lo hacían otros religiosos, aunque
con motivaciones distintas de la suya. Los intereses de estos eran
parroquiales. Realizaban buenas obras, pronunciaban sermones aleccionadores al
respecto, visitaban a los pobres y comprometían al hidalgo local en el auxilio
de los menesterosos. Malthus, si viviera en la actualidad, describiría sin duda
aquellos desvelos como una cura de urgencia, como atender heridas y traumas con
un botiquín elemental. Pero, él anhelaba llegar a la fuente de los trastornos.
Como a muchos de sus paisanos, le consternó la ferocidad de la revolución
habida al otro lado del canal de la Mancha. Como la mayoría de los europeos la
veían, era fruto directo de la conducta increíblemente indiferente de una
aristocracia ególatra, que no había prestado la más mínima atención a las
masas. La reforma económica y los derechos del hombre —explosivas filosofías
sociales— habían nacido de la injusticia francesa. Bien que fracasaran en
desviar su rumbo fatal, generaron por vez primera en Europa un análisis
meticuloso de la condición humana total. Apoyándose en este fondo; Malthus
publicó su Essay on the Principies of Population (Ensayo sobre los principios
de la población).
Imaginemos, por ejemplo, un nogal ya adulto. Cada temporada se carga de nueces que, si todas ellas se transformaran en un nogal, el mundo sería un bosque de dichos árboles. Sin embargo, las semillas, una vez en el suelo, deben luchar contra depredadores, condiciones climáticas, lugar donde cayeron (propicio o no), condición en que se encuentran, etc. Es decir, solo algunas sobreviven y, normalmente, son las más aptas.
Este principio, tan fácil de entender, tan
observado en todas partes, prendió al instante en las mentes. La vida era
lucha. El cachorro más débil de la camada era apartado de la teta materna. El
pajarillo más endeble del nido era pateado por sus hermanos. De las orugas que
despojaban la fronda de una mata en un día, la última en llegar se
empequeñecía. El campesino sin ánimo perdía su hacienda y andaba al garete.
Incluso entre las malas hierbas del jardín, las vigorosas agotaban a las
débiles.
Malthus, profeta de calamidades para la condición
humana, cayó en descrédito entre los sociólogos y demógrafos del siglo XX,
cuando se observó que la cantidad de alimentos crecía más de prisa que la
población en los países desarrollados. Ha resucitado en las décadas próximas a
nosotros. Hoy abundan las doctrinas neomalthusianas en un planeta cuya
población ha alcanzado los ocho mil millones en el año 2022.
Este estallido de la humanidad procede de la
inauguración de nuevas fuentes de alimentos, de la intensiva obtención de
nuevas cosechas con plantas cada vez más selectas y perfeccionadas, de la gran
utilización de los abonos químicos, de la mecanización de la labranza, de la
roturación de tierras marginales en cantidad creciente y de los programas
sanitarios que reducen la mortalidad infantil. Los críticos de Malthus piensan
que susodicho estallido es consecuencia natural de los avances tecnológicos en
el siglo XX. No ha de preocupar, porque nuevos progresos técnicos, más comida y
la autorregulación deliberada de los nacimientos por quienes practiquen el
control de la natalidad, evitarán que la Tierra llegue a estar intolerablemente
atestada.
Bobadas, exclaman los neomalthusianos. El modelo
de Malthus quizá fuese tosco, pero no incorrecto en lo básico. En las partes
más pobladas del mundo, en las que el nivel de vida es bajísimo, se encuentra
el índice más alto de nacimientos... y hambre a gran escala. La agricultura
marginal desaparece pronto por culpa de la erosión y las tempestades de polvo.
Las selvas tropicales no pueden desmontarse con propósitos agrícolas a causa de
su somera capa de humus y las grandes lluvias. El suelo roturable del planeta
disminuye a razón de millares de hectáreas al día, precisamente en el momento
en que las naciones industrializadas comprueban que no se dispone de
inagotables recursos de petróleo, materia con que se elaboran los abonos
artificiales, de los que dependen para obtener cosechas óptimas. Cuando se
agote el oro negro, ¿qué harán los ocho mil millones de personas? O, lo que
viene más al caso, ¿qué hace ahora mismo casi la mitad de ellos? Está ya
peligrosamente subalimentada.
No es éste, lugar para proyectar a Malthus al
siglo XXI. Se trata de una cuestión complicada. No obstante, nos recuerda una
verdad biológica elemental que Malthus tocó con acierto: quienes comen
propenden a reproducirse en exceso, siempre y cuando no encuentren las trabas
que fuere. La suya —el hambre— parece ahora la respuesta parcial y simplista en
exceso a una cuestión que los estudios de la conducta y la ecología han
revelado como algo mucho más intrincado.
Lo que procedió de Malthus, y siguió camino
adelante hasta donde Darwin pudo recogerlo, fue la noción de lucha: la
supervivencia de los más aptos. El concepto causó honda impresión. Ante todo,
como se indicó más arriba, por ser obvio. En segundo lugar, porque convenía a
las actitudes sociales de las clases elevadas de Europa. Ello era verdad en
Inglaterra, y más verdadero en la Inglaterra del siglo XIX. Entonces se
dedicaba con energía a edificar un imperio mundial a expensas de las «razas
menores», de cultura «inferior» y de «inferior» color de tez. Para las clases
altas británicas, que capitaneaban aquel intenso esfuerzo colonial, Malthus
tenía razón a todas luces. Sus miembros eran los más aptos y, por tanto, los
supervivientes. Habían demostrado su aptitud superviviendo, y su supervivencia
se explicaba con la aptitud hereditaria. No es más que un círculo vicioso, sin
validez probatoria. Pero lo aprovecharían los seguidores de Darwin, que
quisieron usar sus teorías en beneficio propio. Ese uso se llegó a conocer con
el nombre de darwinismo social.
Detengámonos a considerar el caudal inmenso de
conocimientos actuales en biología y ciencias que conciernen a la Tierra;
repasemos el arsenal de instrumentos y técnicas de laboratorio que nos asisten
en la labor de comprobar nuestras ideas sobre el parentesco de las criaturas,
su estructura auténtica y sus funciones más imperceptibles, y nos abrumará la complejidad
de la ciencia. En contraste, las consecuencias científicas del siglo XVIII nos
parecen más bien ingenuas, casi lastimosamente primitivas.
Con todo, tenían entidad. Cuando estamos inseguros
de los principios básicos, debemos cercioramos de que, para entenderlos,
poseemos algunos datos, aun cuando sean elementales. Tenemos que empezar de
manera ordenada en alguna parte. Se ha dicho que el primer paso en la ciencia
es distinguir una cosa de otra. ¿Importa, para comprender el universo, no
confundir una margarita con un botón de oro? Así lo creyó Linneo. Y así se ha
comprobado. De sus esfuerzos se derivó el presente eslabonamiento ordenado de
todos los seres vivos, hazaña en verdad excepcional.
También fue excepcional el difícil, el doloroso
abandono de la creencia de que el mundo tenía poca edad. Aquella convención
temporal, estrecha y precisa, cedió de mala gana el paso a los inexorables
hallazgos de la geología. Los «días» bíblicos de la Creación se convirtieron en
figurativos; se dilataron. Tres franceses, Buffon, Lamarck y Cuvier, lo
entendieron así. Y si uno de ellos, Cuvier, se vio preso en la red del
catastrofismo, fue, por lo menos, un catastrofismo que miraba, más allá del
diluvio de Noé, a otra era perdida en la profundidad del tiempo, y a otra aún
más honda, y a otra. No le correspondió contar todas.
En suma, el tiempo había sido desencadenado
intuitivamente por aquellos tres sabios, y de forma lógica y demostrable por el
escocés Hutton. Nos referimos a una cosa diciendo que es el «evangelio», para
denotar que se trata de una verdad que no admite discusión, del género por la
que juramos, aquella que sentimos en el tuétano de los huesos, la última a la
que renunciaríamos. Esa clase de verdad, creencia universal que habían hecho
embarrancar la tradición, el prejuicio y la fe, debía ser puesta a flote y formulada
de nuevo. A comienzos del siglo XIX esa misión se había cumplido.
En cuanto a la inmutabilidad de las especies,
estaba irresuelta en su mayor parte. Buffon no le había prestado crédito,
después había creído en ella y luego la había rechazado. Lamarck la desdeñó sin
vacilar, pero la justificación de su desdén no podía considerarse
satisfactoria. Lo esencial es que, con la idea de que las especies no eran inmutables,
preparó algo merecedor de ser discutido con sensatez y respeto. Expresó un
pensamiento que anidó en otras mentes y que hubo de batallar con otro dogma,
más verdadero que la misma verdad: el de que los seres vivos no habían cambiado
materialmente desde su creación. Lamarck consiguió doblarlo, pero no lo rompió.
Cuvier, según los documentos, creyó con vigor en la inmutabilidad de las
especies, aunque él más que nadie debiera no haberlo hecho. Su trabajo le
permitió observar que las antiguas formas, las fósiles, se diferenciaban de las
vivas, y que las discrepancias aumentaban cuanto mayor era la antigüedad de los
restos. Además, demostró que algunas especies habían desaparecido para siempre.
Con ello destrozó otro dogma más verdadero que la misma verdad: que la
extinción era algo imposible. ¿Por qué estuvo ciego a la realidad? Jamás lo
sabremos.
¿Leyó Cuvier el libro de Malthus? También lo
ignoramos, como asimismo ignoramos si la lectura hubiera alterado su
pensamiento. No obstante, hay que decir, porque es justo, que, a pesar de todos
los progresos científicos efectuados a finales del siglo XVIII y principios del
XIX, y a pesar de las controversias que motivaron incluso cuando sus ideas
motoras se hallaban lejos de ser algo concreto, se necesitaba aún una clave
para resolver el enigma del cambio de las especies. Esa clave, aunque no lo
imaginase, estuvo en la mano de un clérigo inglés, Thomas Malthus.
Y ya sobre el final, les traigo, nuevamente, esta noticia: La dirección electrónica desde donde podrán bajar el Boletín de Novedades en la Ciencia y en la Tecnología 155.
Hela aquí: https://www.dropbox.com/scl/fi/u0itfaman0yc2tnfed9zw/CyT-155.docx?dl=0&rlkey=scr86ini1vlosfurzi52jahmq
Recuerden que, la manera de operar es copiando el enlace y pegándolo en la ranura de direcciones, luego Enter.
Y, ahora si, los saludo: ¡Hasta la próxima!
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