domingo, 25 de diciembre de 2022

La Teoría de la Evolución. Sus precursores. Nota 3.

 

THOMAS MALTHUS:

«LA VIDA ES UNA LUCHA EN LA QUE SOBREVIVEN LOS MÁS APTOS»

 Bien amigos, completamos con esta entrega la revista de los pensadores que, con su obra, sentaron las bases para el sugimiento de la Teoría de la Evolución. Lo hacemos siempre de la mano de Maitland y Edey y su libro, La cuestión esencial.

Otro de los hombres del siglo XVII que influirían en las concepciones evolutivas del XIX, no se dedicó al estudio de la naturaleza, sino que fue un ejemplo temprano de lo que ahora llamamos científico social. Thomas Malthus (1766-1834), clérigo inglés, se preocupó mucho de los oprimidos y desvalidos. También lo hacían otros religiosos, aunque con motivaciones distintas de la suya. Los intereses de estos eran parroquiales. Realizaban buenas obras, pronunciaban sermones aleccionadores al respecto, visitaban a los pobres y comprometían al hidalgo local en el auxilio de los menesterosos. Malthus, si viviera en la actualidad, describiría sin duda aquellos desvelos como una cura de urgencia, como atender heridas y traumas con un botiquín elemental. Pero, él anhelaba llegar a la fuente de los trastornos. Como a muchos de sus paisanos, le consternó la ferocidad de la revolución habida al otro lado del canal de la Mancha. Como la mayoría de los europeos la veían, era fruto directo de la conducta increíblemente indiferente de una aristocracia ególatra, que no había prestado la más mínima atención a las masas. La reforma económica y los derechos del hombre —explosivas filosofías sociales— habían nacido de la injusticia francesa. Bien que fracasaran en desviar su rumbo fatal, generaron por vez primera en Europa un análisis meticuloso de la condición humana total. Apoyándose en este fondo; Malthus publicó su Essay on the Principies of Population (Ensayo sobre los principios de la población).


Experto matemático, percibió una siniestra relación entre la cantidad de alimento disponible y el número de bocas que rodeaban la mesa. Señaló que los animales tenían una fecundidad amenazadora. Inútil era que los alimentos se produjeran cada vez con mayor rapidez, pues los comensales aumentaban más aprisa. Expresó esto en una fórmula: la población tiende a crecer en proporción geométrica, y el sustento se acrecienta en proporción aritmética. Corolario: hay un enorme e incesante exceso de comedores; una firme amenaza de hambre; y poblaciones controladas en último término por ésta. Eso, a juicio de Malthus, significaba que habría lucha continua de los seres por la comida existente. Sólo los más fuertes sobrevivirían en la contienda.

Imaginemos, por ejemplo, un nogal ya adulto. Cada temporada se carga de nueces que, si todas ellas se transformaran en un nogal, el mundo sería un bosque de dichos árboles. Sin embargo, las semillas, una vez en el suelo, deben luchar contra depredadores, condiciones climáticas, lugar donde cayeron (propicio o no), condición en que se encuentran, etc. Es decir, solo algunas sobreviven y, normalmente, son las más aptas.

Este principio, tan fácil de entender, tan observado en todas partes, prendió al instante en las mentes. La vida era lucha. El cachorro más débil de la camada era apartado de la teta materna. El pajarillo más endeble del nido era pateado por sus hermanos. De las orugas que despojaban la fronda de una mata en un día, la última en llegar se empequeñecía. El campesino sin ánimo perdía su hacienda y andaba al garete. Incluso entre las malas hierbas del jardín, las vigorosas agotaban a las débiles.

Malthus, profeta de calamidades para la condición humana, cayó en descrédito entre los sociólogos y demógrafos del siglo XX, cuando se observó que la cantidad de alimentos crecía más de prisa que la población en los países desarrollados. Ha resucitado en las décadas próximas a nosotros. Hoy abundan las doctrinas neomalthusianas en un planeta cuya población ha alcanzado los ocho mil millones en el año 2022.

Este estallido de la humanidad procede de la inauguración de nuevas fuentes de alimentos, de la intensiva obtención de nuevas cosechas con plantas cada vez más selectas y perfeccionadas, de la gran utilización de los abonos químicos, de la mecanización de la labranza, de la roturación de tierras marginales en cantidad creciente y de los programas sanitarios que reducen la mortalidad infantil. Los críticos de Malthus piensan que susodicho estallido es consecuencia natural de los avances tecnológicos en el siglo XX. No ha de preocupar, porque nuevos progresos técnicos, más comida y la autorregulación deliberada de los nacimientos por quienes practiquen el control de la natalidad, evitarán que la Tierra llegue a estar intolerablemente atestada.

Bobadas, exclaman los neomalthusianos. El modelo de Malthus quizá fuese tosco, pero no incorrecto en lo básico. En las partes más pobladas del mundo, en las que el nivel de vida es bajísimo, se encuentra el índice más alto de nacimientos... y hambre a gran escala. La agricultura marginal desaparece pronto por culpa de la erosión y las tempestades de polvo. Las selvas tropicales no pueden desmontarse con propósitos agrícolas a causa de su somera capa de humus y las grandes lluvias. El suelo roturable del planeta disminuye a razón de millares de hectáreas al día, precisamente en el momento en que las naciones industrializadas comprueban que no se dispone de inagotables recursos de petróleo, materia con que se elaboran los abonos artificiales, de los que dependen para obtener cosechas óptimas. Cuando se agote el oro negro, ¿qué harán los ocho mil millones de personas? O, lo que viene más al caso, ¿qué hace ahora mismo casi la mitad de ellos? Está ya peligrosamente subalimentada.

No es éste, lugar para proyectar a Malthus al siglo XXI. Se trata de una cuestión complicada. No obstante, nos recuerda una verdad biológica elemental que Malthus tocó con acierto: quienes comen propenden a reproducirse en exceso, siempre y cuando no encuentren las trabas que fuere. La suya —el hambre— parece ahora la respuesta parcial y simplista en exceso a una cuestión que los estudios de la conducta y la ecología han revelado como algo mucho más intrincado.

Lo que procedió de Malthus, y siguió camino adelante hasta donde Darwin pudo recogerlo, fue la noción de lucha: la supervivencia de los más aptos. El concepto causó honda impresión. Ante todo, como se indicó más arriba, por ser obvio. En segundo lugar, porque convenía a las actitudes sociales de las clases elevadas de Europa. Ello era verdad en Inglaterra, y más verdadero en la Inglaterra del siglo XIX. Entonces se dedicaba con energía a edificar un imperio mundial a expensas de las «razas menores», de cultura «inferior» y de «inferior» color de tez. Para las clases altas británicas, que capitaneaban aquel intenso esfuerzo colonial, Malthus tenía razón a todas luces. Sus miembros eran los más aptos y, por tanto, los supervivientes. Habían demostrado su aptitud superviviendo, y su supervivencia se explicaba con la aptitud hereditaria. No es más que un círculo vicioso, sin validez probatoria. Pero lo aprovecharían los seguidores de Darwin, que quisieron usar sus teorías en beneficio propio. Ese uso se llegó a conocer con el nombre de darwinismo social.

Detengámonos a considerar el caudal inmenso de conocimientos actuales en biología y ciencias que conciernen a la Tierra; repasemos el arsenal de instrumentos y técnicas de laboratorio que nos asisten en la labor de comprobar nuestras ideas sobre el parentesco de las criaturas, su estructura auténtica y sus funciones más imperceptibles, y nos abrumará la complejidad de la ciencia. En contraste, las consecuencias científicas del siglo XVIII nos parecen más bien ingenuas, casi lastimosamente primitivas.

Con todo, tenían entidad. Cuando estamos inseguros de los principios básicos, debemos cercioramos de que, para entenderlos, poseemos algunos datos, aun cuando sean elementales. Tenemos que empezar de manera ordenada en alguna parte. Se ha dicho que el primer paso en la ciencia es distinguir una cosa de otra. ¿Importa, para comprender el universo, no confundir una margarita con un botón de oro? Así lo creyó Linneo. Y así se ha comprobado. De sus esfuerzos se derivó el presente eslabonamiento ordenado de todos los seres vivos, hazaña en verdad excepcional.

También fue excepcional el difícil, el doloroso abandono de la creencia de que el mundo tenía poca edad. Aquella convención temporal, estrecha y precisa, cedió de mala gana el paso a los inexorables hallazgos de la geología. Los «días» bíblicos de la Creación se convirtieron en figurativos; se dilataron. Tres franceses, Buffon, Lamarck y Cuvier, lo entendieron así. Y si uno de ellos, Cuvier, se vio preso en la red del catastrofismo, fue, por lo menos, un catastrofismo que miraba, más allá del diluvio de Noé, a otra era perdida en la profundidad del tiempo, y a otra aún más honda, y a otra. No le correspondió contar todas.

En suma, el tiempo había sido desencadenado intuitivamente por aquellos tres sabios, y de forma lógica y demostrable por el escocés Hutton. Nos referimos a una cosa diciendo que es el «evangelio», para denotar que se trata de una verdad que no admite discusión, del género por la que juramos, aquella que sentimos en el tuétano de los huesos, la última a la que renunciaríamos. Esa clase de verdad, creencia universal que habían hecho embarrancar la tradición, el prejuicio y la fe, debía ser puesta a flote y formulada de nuevo. A comienzos del siglo XIX esa misión se había cumplido.

En cuanto a la inmutabilidad de las especies, estaba irresuelta en su mayor parte. Buffon no le había prestado crédito, después había creído en ella y luego la había rechazado. Lamarck la desdeñó sin vacilar, pero la justificación de su desdén no podía considerarse satisfactoria. Lo esencial es que, con la idea de que las especies no eran inmutables, preparó algo merecedor de ser discutido con sensatez y respeto. Expresó un pensamiento que anidó en otras mentes y que hubo de batallar con otro dogma, más verdadero que la misma verdad: el de que los seres vivos no habían cambiado materialmente desde su creación. Lamarck consiguió doblarlo, pero no lo rompió. Cuvier, según los documentos, creyó con vigor en la inmutabilidad de las especies, aunque él más que nadie debiera no haberlo hecho. Su trabajo le permitió observar que las antiguas formas, las fósiles, se diferenciaban de las vivas, y que las discrepancias aumentaban cuanto mayor era la antigüedad de los restos. Además, demostró que algunas especies habían desaparecido para siempre. Con ello destrozó otro dogma más verdadero que la misma verdad: que la extinción era algo imposible. ¿Por qué estuvo ciego a la realidad? Jamás lo sabremos.

¿Leyó Cuvier el libro de Malthus? También lo ignoramos, como asimismo ignoramos si la lectura hubiera alterado su pensamiento. No obstante, hay que decir, porque es justo, que, a pesar de todos los progresos científicos efectuados a finales del siglo XVIII y principios del XIX, y a pesar de las controversias que motivaron incluso cuando sus ideas motoras se hallaban lejos de ser algo concreto, se necesitaba aún una clave para resolver el enigma del cambio de las especies. Esa clave, aunque no lo imaginase, estuvo en la mano de un clérigo inglés, Thomas Malthus.

Y ya sobre el final, les traigo, nuevamente, esta noticia: La dirección electrónica desde donde podrán bajar el Boletín de Novedades en la Ciencia y en la Tecnología 155.
 Hela aquí: https://www.dropbox.com/scl/fi/u0itfaman0yc2tnfed9zw/CyT-155.docx?dl=0&rlkey=scr86ini1vlosfurzi52jahmq
 Recuerden que, la manera de operar es copiando el enlace y pegándolo en la ranura de direcciones, luego Enter.

 Y, ahora si, los saludo: ¡Hasta la próxima!

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Del odio entre clanes

En 1945, el general Dwight D. Eisenhower, comandante supremo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, al encontrar a las víctimas de los...