domingo, 6 de noviembre de 2022

Eloísa y Abelardo

 

Eloísa y Abelardo, una historia de amor en la Edad Media con todos los ingredientes de un drama. Hubo amor, sexo, violencia, indiferencia, todo.

  Esta legendaria historia de amor, queridos amigos, aconteció en el siglo XII e inspiró a numerosos autores medievales y románticos. El alto precio que los amantes debieron pagar por su pasión les convirtió durante siglos en modelo y referente del amor prohibido, perseguido y castigado.

Pierre Abelard era un joven de origen noble, nacido en 1079 en Paláis, Alta Bretaña, que consagró su vida a los estudios de filosofía y teología. Adquirió notable prestigio enseñando en instituciones universitarias. Destacó en lógica, así como en la dialéctica y la poesía. Tuvo, sin embargo, que hacer algunos sacrificios, pues de él se esperaba que fuera un gran militar como su padre; y para evadir ese destino tuvo que renunciar a su herencia y a sus tierras.

Eloísa por su parte, tenía 22 años menos que Abelardo, y era una mujer hermosa y huérfana, por lo cual quedó bajo la tutela de su tío Fulberto. Era una mujer muy culta y, a pesar de que se tiene menos información de ella, sabemos que hablaba al menos tres idiomas: hebreo, latín y griego, lo que era una excepción para la época. Entonces, ¿cómo dos personas tan diferentes llegaron a crear esta historia?

Todo comienza con Fulberto, canónigo de París y tío de Eloísa. Al conocer a Abelardo, le encarga la educación de su sobrina Eloísa, dejándolo entrar en su casa no solo para educar a la muchacha, sino también para cuidarla, ya que Abelardo en aquella época contaba con una gran fama como maestro y como persona. Abelardo, sin conocerla, aceptó la misión y sus intenciones de educar y cuidar de la sobrina del canónigo eran sinceras… ¡hasta que conoció a la joven y quedó deslumbrado! Para ese entonces Eloísa era una joven adolescente de 17 años que combinaba su belleza con una fuerte personalidad y agudeza intelectual que, sin duda, impresionaron profundamente a Abelardo.

Sin dudas, el aprendizaje fue el nexo inicial entre los dos. Sin embargo, Abelardo, un hombre apuesto y carismático, al parecer también era un gran seductor. Así pues, lo que empezó con la educación de Eloísa, rápidamente se transformó en una relación amorosa.

  En su autobiografía, titulada sugerentemente Historia calamitatum, Abelardo reconocía que “intercambiaban más besos que ideas sabias. Mis manos se dirigían más a sus senos que a los libros...”

Como dato de color, digamos que, la Edad Media, era una regla que los educadores debían practicar el celibato (seguramente, tratando de evitar lo que aquí sucedió), pero Abelardo no pudo resistirse a la muchacha y buscó empeñosamente seducirla (esto demostraría, estimados amigos, que, tratándose del sexo, de poco valen la Teología y la Filosofía). Abelardo mismo lo narra diciendo:

“Bajo el pretexto de estudio pasamos nuestras horas en la felicidad del amor, y el aprendizaje nos dio las oportunidades secretas que nuestra pasión ansiaba. Nuestro discurso fue más de amor que de los libros que se abrían ante nosotros; nuestros besos eran mucho más numerosos que nuestras palabras razonadas.

Y así se desarrolló esta relación amorosa de forma secreta, lo que llevó a Abelardo al desequilibrio emocional, desequilibrio que lo llevó, a su vez, a la desconcentración. Su relación con Eloísa comenzó a afectar su vida profesional; empezó a sentirse agobiado en sus estudios, sin energía para el aprendizaje, sus clases empezaron a perder inspiración y sus poemas se centraban ahora en el amor.

Pronto sus estudiantes empezaron a darse cuenta de lo que ocurría y dedujeron que el amor se había apoderado de él, así que los rumores de un posible romance entre Abelardo y Eloísa empezaron a correr por París. El rumor de un romance se esparcía rápidamente, pero estos rumores no llegaban a Fulberto, el único que parecía no enterarse de nada, pues su confianza en su amada y admirada sobrina era muy fuerte. Sin embargo, el rumor llegó finalmente a él, y aquí Abelardo escribió: «¡Oh, cuán grande fue el dolor del tío cuando se enteró de la verdad, y qué amargo fue el dolor de los amantes cuando nos vimos obligados a separarnos

  La historia de amor entre Abelardo y Eloísa duró cuatro años, pero debido a que el tío se enteró de lo ocurrido los amantes tuvieron que separarse. No obstante, la separación no duró mucho, pues poco tiempo después Eloísa descubrió que estaba embarazada y al enterarse Abelardo de la noticia, huyeron y se refugiaron con la familia de él, con la que permanecieron hasta que nació el bebé, al que llamaron Astrolabio. El niño, sin embargo, falleció poco después.

Abelardo decidió enviar a su esposa al convento de Argenteuil, para mantenerla segura. Pero Fulberto, sintiéndose traicionado, enfureció y decidió vengarse. Los buscó y encontró, vengándose de Abelardo de forma cruel:  Sobornó a dos funcionarios para que, durante la noche, dejaran entrar a unos atacantes a la habitación donde dormía Abelardo…, ¡y lo castraran! Esto ocasionó que Abelardo pensara en una vida de reclusión, dedicada a Dios, pues, para él, esta era la única alternativa que su orgullo le permitiría. Dedicó el resto de su vida a la enseñanza en distintos centros religiosos. Eloísa, por su parte, se retiró al convento de Paracleto, del que llegaría a convertirse en abadesa.

Anulada toda posibilidad de unión, la pareja inició una prolongada correspondencia que ya forma parte de los clásicos de la Literatura Epistolar, en la que las palabras sustituyeron los encuentros carnales, aunque, desde luego, Abelardo nunca más fue el mismo.

La trágica historia de Abelardo y Eloísa termina cuando este muere y 21 años más tarde lo hace ella, pidiendo que sea enterrada junto a su amor. 

  Los restos de Eloísa y Abelardo reposan en el cementerio de Père Lachaise, en París.

 

Veamos ahora un par de cartas de los amantes, una de Eloísa y la respuesta de Abelardo.

Las únicas cartas de Eloísa que han llegado hasta la posteridad son las dirigidas a Abelardo. Abelardo tomó los hábitos, pero obligó a Eloísa a profesar antes que él. Esta carta, como todas las de Eloísa, nos muestra las torturas que sufre en el claustro la joven enamorada.

 

ELOISA (principios del siglo XII)

 

A ABELARDO

A su dueño y más bien su padre; a su esposo y más bien su hermano; su sierva y más bien su hija; su esposa y más bien su hermana.

La carta que has enviado últimamente a uno de tus amigos para consolarlo, mi bien amado, ha llegado por casualidad hasta mí. Un vistazo sobre los primeros caracteres me bastó para reconocer de inmediato que era tuya, y puse tanto fervor en leerla como amor por la mano que la ha escrito. Quería, al menos, encontrar en sus palabras alguna imagen del que la ha escrito. ¡Ay!, casi todos los detalles de esta carta estaban llenos de amargura, pues sólo contenían el relato doloroso de nuestra conversión, y de tus cruces continuas, ¡oh mi único bien!

Has cumplido con demasiada fidelidad la promesa que hacías a ese amigo al principio de tu carta y ha debido de convencerse que sus penas no eran nada o que eran leves comparadas a las tuyas. Has expuesto primeramente las persecuciones dirigidas contra ti por tus maestros y la indigna traición que se infligió a tu cuerpo; luego, al llegar a tus condiscípulos Alberic de Reims y Lotulfe de Lombardía, has trazado sus celos aborrecibles y su excesivo encarnizamiento.

 No has olvidado ni sus sugestiones enemigas ni la hoguera que devoró tu gloriosa obra de teología, ni esa especie de prisión cuyas puertas se cerraron sobre ti. Luego vienen los ardides de los abates y de tus pérfidos hermanos, y la boca calumniadora de tus envidiosos, y el rumor suscitado a los lejos por el nombre de Paracleto dado, contra la costumbre, a tu oratorio. En fin, las intolerables e incesantes vejaciones con que te abruma ese cruel depredador y esos detestables monjes que todavía llamas tus hijos, son los últimos trazos que completan este triste cuadro.

 Nadie, supongo, podría leer o escuchar sin llorar una historia tan conmovedora. ¡Recuerdos demasiado fieles que han renovado todos mis dolores! Tus peligros, que representas siempre crecientes, no han hecho sino aumentarlos. Todas estamos reducidas a temer por tu vida y cada día nuestros corazones inquietos y nuestros pechos trémulos esperan como última noticia la noticia de tu muerte.

 En nombre de Cristo, que todavía parece protegerte para su servicio, y de quien somos las muy insignificantes siervas al mismo tiempo que las tuyas, ¡ah!, te lo suplicamos, dígnate escribirnos frecuentemente.

 Dinos qué naufragios te sacuden aún, necesitamos saberlo. Aparte de nosotras nada te queda en el mundo; déjanos nuestra parte en tus dolores y en tus alegrías. Los corazones heridos hallan algunos consuelos en la piedad que inspiran; un fardo sostenido por muchos se lleva más fácilmente y parece más liviano. Si esta tempestad llega a calmarse un poco, escríbenos en seguida, nunca estaremos bastante tranquilizadas. Cualquiera sea el contenido, las cartas no pueden dejar de hacernos bien, pues nos probarán al menos que conservas nuestro recuerdo.

 ¡Cuán dulce es recibir una carta de un amigo ausente! Séneca nos lo enseña por su propio ejemplo cuando escribe a Lucilius: "Me escribís a menudo y os lo agradezco; pues os presentáis ante mí de la única manera que os es posible. Nunca recibo una de vuestras cartas sin que estemos inmediatamente juntos". Si los retratos de nuestros amigos ausentes engañan dulcemente nuestras miradas, y suavizan las nostalgias de la ausencia con un vano fantasma de consuelo, cuánta mayor alegría debemos sentir recibiendo las cartas que nos traen la marca verdadera del amigo ausente.

 Gracias al cielo aun te queda ese medio de devolvernos tu presencia; la envidia no te lo prohibe, ninguna dificultad se opone a ello; que las dilaciones, te lo suplico, no provengan de tu negligencia.

 Escribiste a tu amigo un largo consuelo en, vista de su desgracia, es verdad, pero refiriéndote a las tuyas. Recordándolas con exactitud, para consolarlo, has acrecentado nuestra desolación; queriendo suavizar sus heridas, has abierto nuevas llagas en nuestro dolor y has agrandado las antiguas. Cura, por favor, los males que has hecho, puesto que viertes el bálsamo sobre los que otros han causado. Has adormecido las penas de un amigo, de un compañero, y has saldado la deuda de la amistad y de una relación íntima; pero tu obligación hacia nosotros es aún más sagrada; pues no sentimos amistad por ti sino culto y adoración; no somos tus compañeras sino tus hijas y si hay un nombre más dulce y más santo es el que nos conviene.

 En cuanto a la importancia de la deuda que tú tienes, para con nosotras ¿habrá que apoyarla con pruebas y testimonios como una cosa dudosa? Aunque todo el mundo se callara, los hechos hablan con fuerza. Después de Dios eres el único fundador de este retiro, el único arquitecto de este oratorio, el único creador de esta congregación. No has construído sobre una base extraña; todo lo que está aquí es obra tuya. Esta soledad, frecuentada tan sólo por bestias feroces y ladrones, nunca había conocido morada humana, nunca había poseído una sola casa. Sobre las mismas madrigueras de las bestias feroces, sobre las guaridas de los bandoleros, allí donde nunca se había oído el nombre del Señor, elevaste un divino tabernáculo y dedicaste un templo al Espíritu Santo. Para esa obra nada pediste a la riqueza de los reyes ni de los príncipes, aunque hubieras podido pedirlo todo y obtenerlo todo; pero preferiste que todo lo que se hiciera sólo pudiera atribuírsete a ti. Los clérigos o los escolares, viniendo en muchedumbre a escuchar tus enseñanzas, te proporcionaban todo lo necesario; y los que vivían de los beneficios de la iglesia, acostumbrados más bien a recibir que a dar ofrendas, los que hasta entonces sólo habían tenido manos para tomar y no para dar, se tornaban importunos y pródigos en sus liberalidades.

Esos tratados numerosos y extendidos que los santos Padres han compuesto con tanto fervor para instruir, para alentar, o hasta para consolar a las religiosas, tus excelentes luces los conocen mejor que nuestra debilidad. Y no es sin un penoso asombro que he advertido tu largo olvido por los principios tan tiernos de nuestra conversión. ¡Oh mi dueño!, nada ha podido conmoverte en nuestro favor, ni la caridad cristiana, ni tu amor hacia nosotras, ni los ejemplos de los santos Padres. Me has abandonado en mi fe y en el triste decaimiento de mi corazón. Tu voz no ha regalado mi oído, tus cartas no han consolado mi soledad.

 Sin embargo, has de conocer toda la santidad de los deberes que tu compromiso te impone. ¿Acaso el sacramento del matrimonio no nos ha unido el uno al otro? ¿Y qué derechos me faltan para tu afecto, si es verdad que a la faz del cielo y de la tierra me he consumido por ti de un amor sin límites?

 Querido, querido, tú lo sabes y nadie lo ignora, perdiéndote lo he perdido todo; el crimen infame que te ha arrebatado a mi ternura también me ha desprendido de mí misma; pero pensando en ti, la enormidad de mi pérdida se borra en el incomparable dolor que siento por haberte perdido. Cuando más punzantes son mis penas más reclaman un consuelo eficaz. Y sólo de ti lo espero para que el manantial de mis penas destile también la ventura de la curación. Sólo tú puedes entristecerme, alegrarme o adormecer mis sufrimientos. Sólo tú estás obligado a hacerlo, pues he colmado, puedo decirlo, la medida de tus voluntades y antes de contrariarlas en lo que fuere, he tenido el valor de perderme a mí misma para obedecerte. He ido más lejos aún; y, por un maravilloso esfuerzo, mi amor se atrevió en su delirio hasta el punto de sacrificar, sin echarse nunca atrás, el único objeto de sus votos ardientes. Por orden tuya, efectivamente, tomé con otro corazón otra vestidura, para mostrarte con ese sacrificio ostentoso, que eras el único dueño de mi cuerpo, así como de mi corazón.

 Nunca, Dios lo sabe, he buscado nada en ti que no fuera tú mismo. A ti, sólo a ti, no a tus bienes, amaba. No he consultado los derechos del matrimonio, ni los gananciales, ni mis placeres o mis voluntades; son los tuyos, bien lo sabes, que me he dedicado a satisfacer.

 Aunque el nombre de esposa sea juzgado más santo y más sólido, otro hubiera sido dulce a mi corazón, el de tu querida; y, lo diré sin chocarte, el de tu concubina o de tu instrumento de placer; esperando que, cuanto más pequeña y humilde me hiciera, más me elevaría en gracia y en favor junto a ti, y que, limitada a ese papel, estorbaría menos tus gloriosos destinos. Te agradezco que no hayas olvidado por completo mis sentimientos a ese respecto en la carta dirigida a tu amigo para su consuelo. No has desdeñado recordar algunos de los motivos por los cuales yo me esforzaba en desviar ese fatal himeneo; pero has pasado bajo silencio casi todas las razones que me ha-cían preferir el amor al casamiento, la libertad a los lazos indisolubles. Tomo a Dios por testigo que si Augusto, amo supremo del universo, me hubiera ofrecido el insigne honor de su alianza, poniendo para siempre a mis pies el imperio del mundo, habría aceptado con más alegría y orgullo el nombre de tu cortesana que el título de emperatriz. Pues ni las riquezas ni el poder constituyen la superioridad de un hombre: uno es el resultado de la fortuna; otro, el del mérito.

 La mujer que se casa más a gusto con un rico que con un pobre, y que busca en un marido el rango más que a él mismo, que esa mujer lo sepa, está en venta. Sin duda aquella que la pendiente de semejante cálculo conduce al matrimonio, puede pretender el precio de la venta, no una tierna gratitud, pues es indiscutible que persigue la fortuna y no a la persona de su marido y que todavía lamenta no poder prostituirse a un comprador más rico. Encontramos la prueba más clara de esta verdad en las palabras de Aspasia, tal como las cuenta Esquines, discípulo de Sócrates. Esa mujer filósofa queriendo reconciliar a Jenofonte con su esposa terminó sus exhortaciones con el razonamiento siguiente: "Desde el momento en que habéis comprendido este punto, que no haya sobre la tierra hombre mejor ni mujer más amable, sabed, pues, reconocer y saborear sin turbación esta felicidad que os es comúnmente conferida: la de ser, vos el marido de la mejor de las mujeres, vos, la mujer del mejor de los maridos".

 Sin duda, he aquí una moral que es más santa que la filosófica. Ya no es la filosofía la que habla, es la misma sabiduría. Respetable error, dichoso engaño en los esposos, cuando una perfecta simpatía protege contra toda violación los deberes del matrimonio, menos por la continencia de los cuerpos que por el pudor atento de las almas.

 Pero lo que el error enseña a otras mujeres, la verdad más manifiesta me lo había demostrado. Esas cualidades que sólo los ojos de una esposa pueden descubrir en su marido se destacaban en ti de una manera tan victoriosa que no daba cabida a mi imaginación; te veía con los ojos del mundo entero. De manera que mi amor era más verdadero, pues estaba lejos de descansar sobre el error. ¿Qué reyes, qué filósofos, podían igualar tu renombre? ¿Qué comarca, qué ciudad, qué pueblo no te llamaba con sus impacientes deseos? ¿Aparecías en público?: cada cual se precipitaba para verte y, alargando el cuello, seguía tu partida con sus ojos ávidos. ¿Qué esposa, qué virgen no ardía por ti en tu presencia y no se encendía al verte? ¿Qué reina, qué princesa no ha envidiado mis alegrías o mi lecho?

 Poseías sobre todo dos talentos que debían conquistar a todas las mujeres: quiero decir el encanto de la palabra y el de la voz. Creo que esos adornos nunca se habrán encontrado en otro filósofo a un grado semejante. Es por eso por lo que, para descansar de tus trabajos filosóficos, compusiste, como jugando, una cantidad de versos y de cantos de amor, cuyos pensamientos poéticos y gracias musicales encontraron eco en todas partes. Tu nombre volaba de boca en boca y tus versos permanecían grabados en la memoria de los más ignorantes por la suavidad de tus melodías. ¡Cuánto ha suspirado por ti el corazón de las mujeres!: pero, como la mayor parte de esos versos cantaban nuestros amores, mi nombre no tardó en ser célebre y los celos de las mujeres se inflamaron.

 ¿Qué ventajas del espíritu o del cuerpo no embellecían tu juventud? ¿Qué mujer, entonces celosa de mi felicidad, hoy que me veo privada de tantas delicias, no sentirá lástima por mi infortunio? ¿Quién, hombre o mujer, podría negarme su compasión? Hasta el odio se enternecería sobre mi suerte.

 ¡Cuán caro te he costado! Y no obstante soy completamente inocente, tú lo sabes. El crimen no está en el hecho sino en la intención. La justicia no pesa el acontecimiento que lo ha dirigido. Sólo tú has conocido mis sentimientos y sólo tú puedes juzgarlos. Entrego todo a tu balanza, abandono todo a tu testimonio.

 Dime, únicamente, si puedes, ¿por qué desde que hicimos nuestros votos, que resolviste sin consultarme, me has descuidado tanto, me has olvidado tanto?; ¿por qué no me ha sido dado obtener ni tu presencia para templar mi coraje, ni siquiera una carta para hacerme soportar tu alejamiento? Dilo, te lo ruego, si puedes, o si no diré yo lo que pienso y lo que todo el mundo sospecha. La concupiscencia más que la ternura te arrojó a mis brazos; el ardor de la sangre más que el amor. Una vez tus deseos apagados, toda esa complacencia apasionada desapareció.

 Lo que aquí expreso, mi bien amado, no es tanto mi conjetura sino la de todos; no es un temor personal sino una opinión establecida, ni un sentimiento particular sino un pensamiento general. Pluguiera a Dios que esta opinión fuera mía y que tu amor encontrara algunos defensores cuya voz disminuyera un poco la hinchazón de mi dolor. Pluguiera a Dios que yo pudiera imaginar razones para excusarte y persuadirme que mi recuerdo te es aún necesario.

 Piensa, te lo suplico, en lo que te pido. Es tan poca cosa y te costará tan poco. Puesto que me escamotean tu presencia, las palabras pueden expresar deseos, que ellas me devuelvan al menos la dulzura de tu imagen. Las palabras no te faltan; ¿cómo, pues, podré creerte generoso en los actos, si me veo obligada a acusar tu avaricia en las palabras? Hasta ahora yo había creído merecer mucho de tu parte, pues había hecho mucho por ti y aun perseveraba en una sumisión absoluta. No es la devoción, es una orden de tu boca que arrojó mi juventud a los rigores claustrales. ¿Me habré sacrificado en vano si no lo tienes en cuenta? ¿Me recompensará Dios? No, sin duda, puesto que está bien claro que no he hecho nada por amor a Él.

 Cuando fuiste hacia Dios, te seguí; ¿qué digo?, te precedí. Como preocupado por el recuerdo de la mujer de Lot que miró detrás de sí, me amortajaste antes que a ti en la investidura y los votos sagrados, consagraste mi esclavitud antes que la tuya. Esta desconfianza, la única que me has demostrado, me penetró, lo confieso, de dolor y de vergüenza. A mí, que, sin titubear, Dios lo sabe, te habría seguido o precedido hasta en los ardientes abismos de la tierra si tal hubiese sido tu placer. Pues mi corazón no estaba conmigo sino contigo. Y hoy, más que nunca, si no está contigo, no está en ninguna parte, puesto que no puede existir sin ti. Por lo tanto, debes ser indulgente con él, te lo suplico, y él encontrará que eres indulgente si consientes en compadecerlo, si le devuelves favor por favor, poco por mucho, palabras por actos. Pluguiera a Dios, mi bien amado, que tu ternura fuera menos confiada; si estuvieras me-nos seguro, serías más solícito conmigo. Por haberte dado demasiada seguridad me he expuesto a tu negligencia; recuerda, por favor, lo que he hecho por ti y piensa en lo que me debes.

 En las mágicas horas de nuestros arrebatos de amor se ha podido dudar si yo seguía el impulso de mi corazón o el instinto del placer. Ahora el fin explica el comienzo. He matado mis sentidos para obedecer tu voluntad. Toda mi ambición ha sido la de convertirme así, y por encima de todo, en tu propiedad. ¿Cuál no será tu injusticia si a medida que los sacrificios aumentan, la gratitud disminuye y hasta se borra por entero, sobre todo cuando te pido una cosa tan fácil? ¡Ay!, ¿es acaso demasiado?

 Por ese mismo Dios al que te has consagrado, te suplico que me restituyas tu presencia dentro de lo posible, es decir, por la virtud consoladora de alguna carta. Reanimada de esta manera me dedicaré con más fervor al servicio divino. Antaño, cuando querías arrastrarme a los goces mundanos, me visitabas sin cesar por medio de tus cartas; día a día tus cantos ponían a tu Eloísa en todas las bocas; en todos los lugares, en todas las casas repercutía mi nombre. ¿No emplearías mejor tu elocuencia llevándome hoy hacia el cielo que impulsándome antaño a placeres profanos? Una vez más, recuerda tus deberes, considera lo que pido; y termino esta larga carta con un corto final:

 Adiós. Lo eres todo para mí.

 Eloísa

 

ABELARDO (1079 - 1142)

Podemos pensar, estimados amigos, que Abelardo, el filósofo, el teólogo, había hallado, naturalmente después de la mutilación, la paz de los sentidos. Hecho para el estudio y la meditación, poseedor del don de la oratoria y con una capacidad excepcional para atraerse discípulos, hubiera sido completamente feliz en el claustro de no mediar las persecuciones de teólogos adversarios. Sus cartas a Eloísa y su "Carta a un amigo" constituyen su correspondencia.

 En las cartas dirigidas a Eloísa advertimos, tristemente, su total indiferencia sexual y quizá sentimental, su desdén, casi su fastidio, por la persistencia del amor de ella. Eludiendo contestar a sus gritos de angustia, Abelardo prodiga santos consejos, da normas para regir una comunidad. O sea, todo, menos lo que necesitaba Eloísa…

 

A ELOISA

A Eloísa su bien amada hermana en Jesucristo, Abelardo su hermano también en Jesucristo.

 Si, desde que hemos abandonado el mundo por la religión, no te he hecho oír todavía la voz que exhorta y que consuela, no lo imputes a mi negligencia. La confianza absoluta que me inspiras es la única causa. No he creído que semejante socorro fuera necesario para aquella que el Señor ha enriquecido con todos los dones de la gracia y que, por el ascendiente de su palabra y de su ejemplo, es capaz de enderezar a los que se extravían, de sostener a los que tambalean, de calentar a los que se enfrían.

 Hace tiempo que tienes la costumbre de cumplir esta misión, puesto que se remonta a la época en que eras una hermana priora que obedecía a una abadesa. Si ahora velas por tus hijas con la misma dedicación con que antes velabas por tus hermanas, eso basta para que mis exhortaciones y mis preceptos me parezcan completamente superfluos. Sin embargo, si tu humildad no comparte mi opinión, y si en las cosas que se refieren a Dios quieres ser dirigida por mis enseñanzas, dime sobre qué punto debo escribirte, para que te ilumine hasta donde Dios me conceda el poder.

 Agradezco al cielo que despierta en vuestros corazones una conmovedora inquietud sobre la eminencia y la gravedad de mis peligros, y te hace participar de mi aflicción. Por el sufragio de vuestras oraciones obtendré, sin duda, que la Divina Compasión me proteja y arroje a Satanás a mis pies. Con esta esperanza particularmente me apresuro a enviarte la fórmula de oración que me has pedido encarecidamente, hermana y muy querida antaño en el siglo, mil veces más querida a esta hora en Jesucristo. Recita esta fórmula y, para expiar mis demasiado grandes y demasiado numerosas transgresiones, para conjurar los peligros que me acechan cada día, inmola al Señor un perpetuo sacrificio de oraciones.

 En cuanto al favor que Dios y sus santos conceden a los ruegos de los fieles, y sobre todo de las mujeres, por aquellos a quienes aman, y de las esposas por sus maridos, encontramos frecuentemente testimonios y ejemplos. Convencido de su eficacia el Apóstol nos advierte que oremos sin cesar. Leemos que el Señor dice a Moisés: "Déjame; que mi furor aumente". Y a Jeremías: "Cesa de orar por ese pueblo y no te opongas a mí". Con esas palabras Dios mismo muestra claramente que las oraciones de los santos ponen a su propia ira un freno que la aplaca y le impide que el castigo iguale la iniquidad. La justicia lo conduce naturalmente a la venganza; pero las súplicas de los fieles lo inclinan a favor del pecador y lo retienen a pesar de Él por una especie de violencia. Será dicho en efecto a quien ruegue: "Déjame y no te opongas a mi voluntad". El Señor ordena que no se ore por los impíos. A pesar de esta prohibición, el justo reza y obtiene de Dios lo que pide, y cambia la sentencia del juez irritado; pues se agrega a propósito de Moisés: "Y fue aplacada la venganza que Dios quería hacer recaer sobre su pueblo".

 Está escrito a propósito de las obras de Dios. "Él dijo y fueron". Pero aquí se cuenta que dijo que su pueblo había merecido la aflicción; y, no obstante, detenido por la virtud de la oración, no cumplió lo que había dicho. Mira, pues, cuán grande es el poder de la oración, si rogamos en el sentido que nos ha sido ordenado, puesto que el profeta no dejó de obtener orando lo que Dios le había prohibido que pidiera, y lo apartó de lo que había pronunciado. Otro profeta le dijo: "En el día de la ira, acuérdate Señor de tu misericordia".

 Que escuchen, que se instruyan los príncipes de la tierra, que persiguen con más obstinación que justicia las infracciones hechas a sus decretos y que temblarían de ser tachados de débiles si fueran misericordiosos, y de mentirosos si, cambiando algo a sus edictos, no cumplieran el contenido de una ley imprudente, aunque corrigiesen sabiamente las palabras por los efectos. Puede comparárseles a Jefté, que hizo un voto insensato y lo cumplió más locamente aun matando a su hija única.

 Quien desee ser un miembro del Eterno dice con el Salmista: "Cantaré ante ti, Señor, tu misericordia y tu justicia". "La misericordia, tal como está escrito, inclina el platillo de la sentencia", reflexionando en esta amenaza de la Escritura: "¡Sentencia sin misericordia contra quien no tiene misericordia!".

 Penetrado por esta máxima, el mismo Salmista se dejó convencer por las súplicas de la esposa de Nabal. Había jurado destruir al marido de esa mujer y toda su casa; pero el juramento pronunciado en la justicia se perdió en la misericordia. David, pues, prefirió la oración a la justicia, y el crimen del marido fue borrado por las súplicas de la esposa.

 Que este ejemplo, hermana mía, fortalezca tu ternura y sea para ella una prenda de seguridad. Si los ruegos de esa mujer fueron tan poderosos para un hombre, no dudes más de lo que los tuyos pueden obtener para mí del Altísimo. Dios, que es nuestro Padre, ama sin duda a sus hijos más tiernamente que lo que David amaba a esa mujer suplicante. El rey de Israel pasaba por ser un hombre piadoso y misericordioso; pero Dios es la piedad y la misericordia. Aún más, la mujer que suplicaba a David pertenecía al mundo profano y la santidad de una profesión religiosa no había hecho de ella la esposa de Dios.

 Si tu intercesión no bastara para liberarme, la santa comunidad de las vírgenes y de las viudas que están contigo conseguirá lo que no sería concedido a tus ruegos aislados. En efecto, el que es la Verdad dijo a sus discípulos: "Cuando dos o tres estén reunidos en mi nombre, estaré en medio de ellos". Y otra vez: "Si dos de vosotros estáis completamente de acuerdo en lo que pedís, Dios os lo concederá". Después de estas palabras, ¿quién podría desconocer el poder de una oración reiterada cuando se alza desde una santa congregación hasta el trono de Dios? Si, como lo afirma el Apóstol, "la oración asidua de un solo justo tiene mucha fuerza", ¿qué no podremos esperar de esa multitud de almas piadosas confundidas en un mismo deseo?".

 Has visto, querida hermana, en la Homilía treinta y ocho de San Gregorio, los efectos maravillosos que la oración de algunos hombres produjo sobre su hermano a pesar de su resistencia y de su incredulidad. Su cuerpo agonizante, su infeliz alma atormentada por todas las angustias de una muerte próxima, su desesperación profunda, ese amargo asco de la vida con el cual exhortaba a sus hermanos para que no oraran, todos esos preciosos detalles no habrán escapado a tus estudiosas observaciones. Puedan impulsaros a ti y a tus santas hermanas a caminar con más seguridad en las vías de la oración a fin de que yo os sea conservado vivo por Aquel que, según el testimonio de San Pablo, concedió a las mujeres el recobrar a sus muertos por la resurrección.

 Hojead el antiguo y el nuevo Testamento; encontraréis que los grandes milagros de resurrección fueron mostrados únicamente o de preferencia a mujeres, y que es por ellas o en ellas, que fueron cumplidos. El antiguo Testamento cuenta que dos muertos fueron resucitados por el ruego materno, uno por Elías, el otro por su discípulo Eliseo. El evangelio sólo contiene tres ejemplos de resurrecciones operadas por el Señor delante de mujeres, y que confirman de la manera más solemne la palabra del apóstol, citada más arriba: "Las mujeres recobraron a sus muertos por la resurrección".

 Efectivamente, en las puertas de la ciudad de Naim, resucitó y devolvió a su madre al hijo de una viuda, conmovido por su dolor. Resucitó también a Lázaro, a quien quería, por las apremiantes súplicas de sus hermanas Marta y María; concedió la misma gracia a la hija del jefe de la sinagoga, a pedido del padre; y también esta vez "las mujeres recobraron a sus muertos por la resurrección"; pues habiendo resucitado había reconquistado su propio cuerpo a la muerte, así como las demás el cuerpo de sus parientes. Pocas personas habían unido sus oraciones; y, no obstante, esas resurrecciones les fueron concedidas. ¡Ah!, ¡cuán fácilmente vuestra oración, con todas las voces de vuestra piedad, obtendrá la conservación de mi vida! Viudas y vírgenes, os habéis inmolado todas en un sacrificio precioso del Señor. Tanta abnegación y pureza no pueden dejar de encontrarlo propicio. Y quizá la mayor parte de los que fueron devueltos a la vida no eran fieles: no se lee que la viuda de Naim, cuyo hijo resucitó el Señor, sin que ella lo hubiera pedido, tuviera fe. Pero en lo que a nosotros respecta, además de vivir en la comunión de una fe completa, estamos por añadidura unidos por los mismos votos religiosos.

 Quiero dejar de lado aquí tu congregación monástica, en la cual un gran número de vírgenes y viudas llevan devotamente el yugo del Señor; es a ti sola a quien vengo a implorar, a ti, cuya santidad es sin duda todopoderosa junto a Dios, tú, que más que nadie me debes tu socorro sobre todo en las crueles pruebas de la adversidad que me abruma. Acuérdate siempre, pues, en tus oraciones, de aquel que te pertenece especialmente, y persevera en tu oración con un corazón confiado, pues pensarás que tu ruego es justo y que a ese título será mejor acogido por aquel a quien hay que rogar.

 Escucha, te lo suplico, con el oído del corazón, lo que has oído a menudo con el del cuerpo. Está escrito en los Proverbios: "La mujer que vela, es una corona para su marido". Y más adelante: "El que ha encontrado una buena mujer, ha encontrado un gran bien y ha recibido del Señor un manantial de alegría". Y en otro lugar: "Una casa y riquezas son dadas por los padres; pero sólo el Señor da una mujer prudente".

 Y en el Eclesiastés:

"El marido de una mujer buena es dichoso."

 Y algunas líneas más adelante:

 "La mujer virtuosa es un don excelente."

 Y según la autoridad apostólica:

 "El marido infiel es santificado por la mujer fiel."

 La gracia divina ha permitido que Francia, nuestro país, haya tenido una feliz experiencia de esta verdad. La oración de Clotilde fue más provechosa que las prédicas de los santos, para convertir a Clodoveo, su esposo, a la fe de Cristo, y el reino entero no tardó en sentirse subyugado por la fe divina, a fin de que el ejemplo que bajaba desde las regiones elevadas de la realeza sirviera sobre todo para provocar en los rangos elevados del país una gran perseverancia en la oración. Esta perseverancia nos es ardientemente recomendada por las parábolas del Señor:

 "Si perseveráis en golpear, os digo que, si el otro no os da porque es vuestro amigo, se alzará, asimismo, a causa de su impunidad, y os dará todos los panes que necesitéis."

 Es por decirlo así, por esta importunidad de la oración, que Moisés ablandó la severidad de la Justicia Divina y cambió la terrible sentencia.

 Sabes, querida y bien amada, qué expresiva ternura tu convento entero me demostraba antes, cuando yo estaba presente. Para terminar las horas canonicales, las hermanas tenían por costumbre ofrecer cada día una oración especial por mí al Señor. Después de salmodiar la antífona y el responso agregaban las oraciones y la colecta.

 Si el Señor me entrega en manos de mis perseguidores y caigo bajo sus golpes, o si, lejos de ti, cualquier otro accidente me hace tocar la meta a la cual se encamina la carne, amortajado o abandonado, que mi cuerpo, te lo suplico, sea transportado por tus cuidados a vuestro cementerio. El espectáculo de mi tumba invitará, con una advertencia diaria a nuestras hijas y nuestras hermanas en Jesucristo, a derramar para mí sus oraciones ante el Señor. No veo para un alma contrita y arrepentida de sus pecados un asilo más seguro y más saludable que el lugar particularmente consagrado al verdadero Paracleto o Consolador y especialmente decorado con su nombre. Y no creo que haya para una sepultura cristiana, un lugar más adecuado, entre los fieles, que los claustros apacibles de mujeres consagradas al servicio de Dios. Son mujeres quienes se ocuparon de la sepultura del Salvador, quienes ungieron su cuerpo de perfumes preciosos, quienes precedieron y siguieron su terrenal despojo, quienes velaron con fervor alrededor de su sepulcro, quienes deploraron con lágrimas la muerte del esposo, tal como está escrito: "Las mujeres, sentadas junto a la tumba, se lamentaban Morando al Señor". Por eso fueron las primeras en ser consoladas por la aparición y las palabras del Ángel que les anunció la resurrección de Cristo; y merecieron gozar inmediatamente después las alegrías de su resurrección, verlo aparecerse dos veces y tocarlo con sus propias manos.

 En fin, lo que te pido por encima de todo, es que emplees en la salvación de mi alma esa tierna inquietud que los peligros de mi cuerpo te han inspirado. Así podrás demostrarme, cuando esté muerto, cuánto me has querido en vida, concediéndome el socorro especial y particular de tus oraciones.

 Vive, así como tus hermanas, vive y acuérdate de mí en Jesucristo.

 ABELARDO

 

 Bien, hasta aquí nuestro tema de hoy. Quiero, antes de despedirme decirles que la dirección que les mandé para descargar el boletín de novedades en ciencia y tecnología, no opera clickeando directamente sobre él, sino, copiándolo y pegándolo en la ranura de direcciones y dando Enter.

Ahora si:

¡Hasta la próxima!

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