Eloísa y Abelardo, una historia de amor en la Edad Media con todos los ingredientes de un drama. Hubo amor, sexo, violencia, indiferencia, todo.
Esta legendaria historia de amor, queridos amigos, aconteció en el siglo XII e inspiró a numerosos autores medievales y románticos. El alto precio que los amantes debieron pagar por su pasión les convirtió durante siglos en modelo y referente del amor prohibido, perseguido y castigado.Pierre Abelard era un joven de origen noble,
nacido en 1079 en Paláis, Alta Bretaña, que consagró su vida a los estudios de
filosofía y teología. Adquirió notable prestigio enseñando en instituciones
universitarias. Destacó en lógica,
así como en la dialéctica y la poesía. Tuvo, sin embargo, que hacer algunos
sacrificios, pues de él se esperaba que fuera un gran militar como su padre; y
para evadir ese destino tuvo que renunciar a su herencia y a sus tierras.
Eloísa por su parte, tenía 22 años menos que
Abelardo, y era una mujer hermosa y
huérfana, por lo cual quedó bajo la tutela de su tío Fulberto.
Era una mujer muy culta y, a pesar de que se tiene menos información de ella,
sabemos que hablaba al menos tres idiomas: hebreo, latín y griego, lo que era
una excepción para la época. Entonces, ¿cómo dos personas tan diferentes llegaron a crear esta historia?
Todo comienza con Fulberto, canónigo de París y
tío de Eloísa. Al conocer a Abelardo, le encarga la educación de su sobrina
Eloísa, dejándolo entrar en su
casa no solo para educar a la muchacha, sino también para cuidarla,
ya que Abelardo en aquella época contaba con una gran fama como maestro y como
persona. Abelardo, sin conocerla, aceptó la misión y sus intenciones de educar
y cuidar de la sobrina del canónigo eran sinceras… ¡hasta que conoció a la
joven y quedó deslumbrado! Para ese entonces Eloísa era una joven adolescente
de 17 años que combinaba su belleza con una fuerte personalidad y agudeza
intelectual que, sin duda, impresionaron
profundamente a Abelardo.
Sin dudas, el aprendizaje fue el nexo inicial
entre los dos. Sin embargo, Abelardo, un hombre apuesto y carismático, al parecer también era un gran seductor.
Así pues, lo que empezó con la educación de Eloísa, rápidamente se transformó
en una relación amorosa.
Como dato de color, digamos que, la Edad Media, era
una regla que los educadores debían practicar el celibato (seguramente,
tratando de evitar lo que aquí sucedió), pero Abelardo no pudo resistirse a la
muchacha y buscó empeñosamente seducirla (esto demostraría, estimados amigos,
que, tratándose del sexo, de poco valen la Teología y la Filosofía). Abelardo mismo
lo narra diciendo:
“Bajo el pretexto de estudio pasamos nuestras
horas en la felicidad del amor, y el aprendizaje
nos dio las oportunidades secretas que nuestra pasión ansiaba.
Nuestro discurso fue más de amor que de los libros que se abrían ante
nosotros; nuestros besos eran mucho más
numerosos que nuestras palabras razonadas”.
Y así se desarrolló esta relación amorosa de forma
secreta, lo que llevó a Abelardo al desequilibrio emocional, desequilibrio que
lo llevó, a su vez, a la desconcentración. Su relación con Eloísa comenzó a afectar su vida profesional;
empezó a sentirse agobiado en sus estudios, sin energía para el aprendizaje,
sus clases empezaron a perder inspiración y sus poemas se centraban ahora en el
amor.
Pronto sus estudiantes empezaron a darse cuenta de
lo que ocurría y dedujeron que el amor se había apoderado de él, así que los rumores de un posible romance entre
Abelardo y Eloísa empezaron a correr por París. El rumor de un
romance se esparcía rápidamente, pero estos rumores no llegaban a Fulberto, el
único que parecía no enterarse de nada, pues su confianza en su amada y admirada
sobrina era muy fuerte. Sin embargo, el rumor llegó finalmente a él, y aquí
Abelardo escribió: «¡Oh,
cuán grande fue el dolor del tío cuando se enteró de la verdad, y qué amargo fue el dolor de los amantes cuando
nos vimos obligados a separarnos!»
La historia de amor entre Abelardo y Eloísa duró cuatro años, pero debido a que el tío se enteró de lo ocurrido los amantes tuvieron que separarse. No obstante, la separación no duró mucho, pues poco tiempo después Eloísa descubrió que estaba embarazada y al enterarse Abelardo de la noticia, huyeron y se refugiaron con la familia de él, con la que permanecieron hasta que nació el bebé, al que llamaron Astrolabio. El niño, sin embargo, falleció poco después.
Abelardo decidió enviar a su esposa al convento de
Argenteuil, para mantenerla segura. Pero Fulberto, sintiéndose traicionado,
enfureció y decidió vengarse. Los buscó y encontró, vengándose de Abelardo
de forma cruel: Sobornó a dos
funcionarios para que, durante la noche, dejaran entrar a unos atacantes a la
habitación donde dormía Abelardo…, ¡y lo castraran! Esto ocasionó que
Abelardo pensara en una vida de reclusión, dedicada a Dios, pues, para él, esta
era la única alternativa que su orgullo le permitiría. Dedicó el resto de su
vida a la enseñanza en distintos centros religiosos. Eloísa, por su parte, se
retiró al convento de Paracleto, del que llegaría a convertirse en abadesa.
Anulada toda posibilidad de unión, la pareja
inició una prolongada correspondencia que ya forma parte de los clásicos de la
Literatura Epistolar, en la que las palabras sustituyeron los encuentros
carnales, aunque, desde luego, Abelardo nunca más fue el mismo.
La trágica historia de Abelardo y Eloísa termina
cuando este muere y 21 años más tarde lo hace ella, pidiendo que sea enterrada
junto a su amor.
Veamos ahora un par de cartas de los amantes, una
de Eloísa y la respuesta de Abelardo.
Las únicas cartas de Eloísa que han llegado hasta
la posteridad son las dirigidas a Abelardo. Abelardo tomó los hábitos, pero
obligó a Eloísa a profesar antes que él. Esta carta, como todas las de Eloísa,
nos muestra las torturas que sufre en el claustro la joven enamorada.
ELOISA (principios del siglo XII)
A ABELARDO
A su dueño y más bien su
padre; a su esposo y más bien su hermano; su sierva y más bien su hija; su
esposa y más bien su hermana.
La carta que has enviado últimamente a uno de tus
amigos para consolarlo, mi bien amado, ha llegado por casualidad hasta mí. Un
vistazo sobre los primeros caracteres me bastó para reconocer de inmediato que
era tuya, y puse tanto fervor en leerla como amor por la mano que la ha
escrito. Quería, al menos, encontrar en sus palabras alguna imagen del que la
ha escrito. ¡Ay!, casi todos los detalles de esta carta estaban llenos de
amargura, pues sólo contenían el relato doloroso de nuestra conversión, y de
tus cruces continuas, ¡oh mi único bien!
Has cumplido con demasiada fidelidad la promesa
que hacías a ese amigo al principio de tu carta y ha debido de convencerse que
sus penas no eran nada o que eran leves comparadas a las tuyas. Has expuesto
primeramente las persecuciones dirigidas contra ti por tus maestros y la indigna
traición que se infligió a tu cuerpo; luego, al llegar a tus condiscípulos
Alberic de Reims y Lotulfe de Lombardía, has trazado sus celos aborrecibles y
su excesivo encarnizamiento.
No has
olvidado ni sus sugestiones enemigas ni la hoguera que devoró tu gloriosa obra
de teología, ni esa especie de prisión cuyas puertas se cerraron sobre ti.
Luego vienen los ardides de los abates y de tus pérfidos hermanos, y la boca
calumniadora de tus envidiosos, y el rumor suscitado a los lejos por el nombre
de Paracleto dado, contra la costumbre, a tu oratorio. En fin, las intolerables
e incesantes vejaciones con que te abruma ese cruel depredador y esos
detestables monjes que todavía llamas tus hijos, son los últimos trazos que
completan este triste cuadro.
Nadie,
supongo, podría leer o escuchar sin llorar una historia tan conmovedora.
¡Recuerdos demasiado fieles que han renovado todos mis dolores! Tus peligros,
que representas siempre crecientes, no han hecho sino aumentarlos. Todas
estamos reducidas a temer por tu vida y cada día nuestros corazones inquietos y
nuestros pechos trémulos esperan como última noticia la noticia de tu muerte.
En nombre
de Cristo, que todavía parece protegerte para su servicio, y de quien somos las
muy insignificantes siervas al mismo tiempo que las tuyas, ¡ah!, te lo
suplicamos, dígnate escribirnos frecuentemente.
Dinos qué
naufragios te sacuden aún, necesitamos saberlo. Aparte de nosotras nada te
queda en el mundo; déjanos nuestra parte en tus dolores y en tus alegrías. Los
corazones heridos hallan algunos consuelos en la piedad que inspiran; un fardo
sostenido por muchos se lleva más fácilmente y parece más liviano. Si esta
tempestad llega a calmarse un poco, escríbenos en seguida, nunca estaremos
bastante tranquilizadas. Cualquiera sea el contenido, las cartas no pueden
dejar de hacernos bien, pues nos probarán al menos que conservas nuestro
recuerdo.
¡Cuán dulce
es recibir una carta de un amigo ausente! Séneca nos lo enseña por su propio
ejemplo cuando escribe a Lucilius: "Me escribís a menudo y os lo
agradezco; pues os presentáis ante mí de la única manera que os es posible.
Nunca recibo una de vuestras cartas sin que estemos inmediatamente
juntos". Si los retratos de nuestros amigos ausentes engañan dulcemente
nuestras miradas, y suavizan las nostalgias de la ausencia con un vano fantasma
de consuelo, cuánta mayor alegría debemos sentir recibiendo las cartas que nos
traen la marca verdadera del amigo ausente.
Gracias al
cielo aun te queda ese medio de devolvernos tu presencia; la envidia no te lo
prohibe, ninguna dificultad se opone a ello; que las dilaciones, te lo suplico,
no provengan de tu negligencia.
Escribiste
a tu amigo un largo consuelo en, vista de su desgracia, es verdad, pero
refiriéndote a las tuyas. Recordándolas con exactitud, para consolarlo, has
acrecentado nuestra desolación; queriendo suavizar sus heridas, has abierto
nuevas llagas en nuestro dolor y has agrandado las antiguas. Cura, por favor,
los males que has hecho, puesto que viertes el bálsamo sobre los que otros han
causado. Has adormecido las penas de un amigo, de un compañero, y has saldado
la deuda de la amistad y de una relación íntima; pero tu obligación hacia
nosotros es aún más sagrada; pues no sentimos amistad por ti sino culto y adoración;
no somos tus compañeras sino tus hijas y si hay un nombre más dulce y más santo
es el que nos conviene.
En cuanto a
la importancia de la deuda que tú tienes, para con nosotras ¿habrá que apoyarla
con pruebas y testimonios como una cosa dudosa? Aunque todo el mundo se
callara, los hechos hablan con fuerza. Después de Dios eres el único fundador
de este retiro, el único arquitecto de este oratorio, el único creador de esta
congregación. No has construído sobre una base extraña; todo lo que está aquí
es obra tuya. Esta soledad, frecuentada tan sólo por bestias feroces y
ladrones, nunca había conocido morada humana, nunca había poseído una sola
casa. Sobre las mismas madrigueras de las bestias feroces, sobre las guaridas
de los bandoleros, allí donde nunca se había oído el nombre del Señor, elevaste
un divino tabernáculo y dedicaste un templo al Espíritu Santo. Para esa obra
nada pediste a la riqueza de los reyes ni de los príncipes, aunque hubieras podido
pedirlo todo y obtenerlo todo; pero preferiste que todo lo que se hiciera sólo
pudiera atribuírsete a ti. Los clérigos o los escolares, viniendo en
muchedumbre a escuchar tus enseñanzas, te proporcionaban todo lo necesario; y
los que vivían de los beneficios de la iglesia, acostumbrados más bien a recibir
que a dar ofrendas, los que hasta entonces sólo habían tenido manos para tomar
y no para dar, se tornaban importunos y pródigos en sus liberalidades.
Esos tratados numerosos y extendidos que los
santos Padres han compuesto con tanto fervor para instruir, para alentar, o hasta
para consolar a las religiosas, tus excelentes luces los conocen mejor que
nuestra debilidad. Y no es sin un penoso asombro que he advertido tu largo
olvido por los principios tan tiernos de nuestra conversión. ¡Oh mi dueño!, nada
ha podido conmoverte en nuestro favor, ni la caridad cristiana, ni tu amor
hacia nosotras, ni los ejemplos de los santos Padres. Me has abandonado en mi
fe y en el triste decaimiento de mi corazón. Tu voz no ha regalado mi oído, tus
cartas no han consolado mi soledad.
Sin
embargo, has de conocer toda la santidad de los deberes que tu compromiso te
impone. ¿Acaso el sacramento del matrimonio no nos ha unido el uno al otro? ¿Y
qué derechos me faltan para tu afecto, si es verdad que a la faz del cielo y de
la tierra me he consumido por ti de un amor sin límites?
Querido,
querido, tú lo sabes y nadie lo ignora, perdiéndote lo he perdido todo; el
crimen infame que te ha arrebatado a mi ternura también me ha desprendido de mí
misma; pero pensando en ti, la enormidad de mi pérdida se borra en el incomparable
dolor que siento por haberte perdido. Cuando más punzantes son mis penas más
reclaman un consuelo eficaz. Y sólo de ti lo espero para que el manantial de
mis penas destile también la ventura de la curación. Sólo tú puedes
entristecerme, alegrarme o adormecer mis sufrimientos. Sólo tú estás obligado a
hacerlo, pues he colmado, puedo decirlo, la medida de tus voluntades y antes de
contrariarlas en lo que fuere, he tenido el valor de perderme a mí misma para
obedecerte. He ido más lejos aún; y, por un maravilloso esfuerzo, mi amor se
atrevió en su delirio hasta el punto de sacrificar, sin echarse nunca atrás, el
único objeto de sus votos ardientes. Por orden tuya, efectivamente, tomé con
otro corazón otra vestidura, para mostrarte con ese sacrificio ostentoso, que
eras el único dueño de mi cuerpo, así como de mi corazón.
Nunca, Dios
lo sabe, he buscado nada en ti que no fuera tú mismo. A ti, sólo a ti, no a tus
bienes, amaba. No he consultado los derechos del matrimonio, ni los
gananciales, ni mis placeres o mis voluntades; son los tuyos, bien lo sabes,
que me he dedicado a satisfacer.
Aunque el
nombre de esposa sea juzgado más santo y más sólido, otro hubiera sido dulce a
mi corazón, el de tu querida; y, lo diré sin chocarte, el de tu concubina o de
tu instrumento de placer; esperando que, cuanto más pequeña y humilde me
hiciera, más me elevaría en gracia y en favor junto a ti, y que, limitada a ese
papel, estorbaría menos tus gloriosos destinos. Te agradezco que no hayas
olvidado por completo mis sentimientos a ese respecto en la carta dirigida a tu
amigo para su consuelo. No has desdeñado recordar algunos de los motivos por
los cuales yo me esforzaba en desviar ese fatal himeneo; pero has pasado bajo
silencio casi todas las razones que me ha-cían preferir el amor al casamiento,
la libertad a los lazos indisolubles. Tomo a Dios por testigo que si Augusto,
amo supremo del universo, me hubiera ofrecido el insigne honor de su alianza,
poniendo para siempre a mis pies el imperio del mundo, habría aceptado con más
alegría y orgullo el nombre de tu cortesana que el título de emperatriz. Pues
ni las riquezas ni el poder constituyen la superioridad de un hombre: uno es el
resultado de la fortuna; otro, el del mérito.
La mujer
que se casa más a gusto con un rico que con un pobre, y que busca en un marido
el rango más que a él mismo, que esa mujer lo sepa, está en venta. Sin duda
aquella que la pendiente de semejante cálculo conduce al matrimonio, puede
pretender el precio de la venta, no una tierna gratitud, pues es indiscutible
que persigue la fortuna y no a la persona de su marido y que todavía lamenta no
poder prostituirse a un comprador más rico. Encontramos la prueba más clara de
esta verdad en las palabras de Aspasia, tal como las cuenta Esquines, discípulo
de Sócrates. Esa mujer filósofa queriendo reconciliar a Jenofonte con su esposa
terminó sus exhortaciones con el razonamiento siguiente: "Desde el momento
en que habéis comprendido este punto, que no haya sobre la tierra hombre mejor ni
mujer más amable, sabed, pues, reconocer y saborear sin turbación esta
felicidad que os es comúnmente conferida: la de ser, vos el marido de la mejor
de las mujeres, vos, la mujer del mejor de los maridos".
Sin duda,
he aquí una moral que es más santa que la filosófica. Ya no es la filosofía la
que habla, es la misma sabiduría. Respetable error, dichoso engaño en los
esposos, cuando una perfecta simpatía protege contra toda violación los deberes
del matrimonio, menos por la continencia de los cuerpos que por el pudor atento
de las almas.
Pero lo que
el error enseña a otras mujeres, la verdad más manifiesta me lo había
demostrado. Esas cualidades que sólo los ojos de una esposa pueden descubrir en
su marido se destacaban en ti de una manera tan victoriosa que no daba cabida a
mi imaginación; te veía con los ojos del mundo entero. De manera que mi amor
era más verdadero, pues estaba lejos de descansar sobre el error. ¿Qué reyes,
qué filósofos, podían igualar tu renombre? ¿Qué comarca, qué ciudad, qué pueblo
no te llamaba con sus impacientes deseos? ¿Aparecías en público?: cada cual se
precipitaba para verte y, alargando el cuello, seguía tu partida con sus ojos
ávidos. ¿Qué esposa, qué virgen no ardía por ti en tu presencia y no se
encendía al verte? ¿Qué reina, qué princesa no ha envidiado mis alegrías o mi
lecho?
Poseías
sobre todo dos talentos que debían conquistar a todas las mujeres: quiero decir
el encanto de la palabra y el de la voz. Creo que esos adornos nunca se habrán
encontrado en otro filósofo a un grado semejante. Es por eso por lo que, para
descansar de tus trabajos filosóficos, compusiste, como jugando, una cantidad
de versos y de cantos de amor, cuyos pensamientos poéticos y gracias musicales
encontraron eco en todas partes. Tu nombre volaba de boca en boca y tus versos
permanecían grabados en la memoria de los más ignorantes por la suavidad de tus
melodías. ¡Cuánto ha suspirado por ti el corazón de las mujeres!: pero, como la
mayor parte de esos versos cantaban nuestros amores, mi nombre no tardó en ser
célebre y los celos de las mujeres se inflamaron.
¿Qué
ventajas del espíritu o del cuerpo no embellecían tu juventud? ¿Qué mujer,
entonces celosa de mi felicidad, hoy que me veo privada de tantas delicias, no
sentirá lástima por mi infortunio? ¿Quién, hombre o mujer, podría negarme su
compasión? Hasta el odio se enternecería sobre mi suerte.
¡Cuán caro
te he costado! Y no obstante soy completamente inocente, tú lo sabes. El crimen
no está en el hecho sino en la intención. La justicia no pesa el acontecimiento
que lo ha dirigido. Sólo tú has conocido mis sentimientos y sólo tú puedes juzgarlos.
Entrego todo a tu balanza, abandono todo a tu testimonio.
Dime,
únicamente, si puedes, ¿por qué desde que hicimos nuestros votos, que
resolviste sin consultarme, me has descuidado tanto, me has olvidado tanto?; ¿por
qué no me ha sido dado obtener ni tu presencia para templar mi coraje, ni
siquiera una carta para hacerme soportar tu alejamiento? Dilo, te lo ruego, si
puedes, o si no diré yo lo que pienso y lo que todo el mundo sospecha. La
concupiscencia más que la ternura te arrojó a mis brazos; el ardor de la sangre
más que el amor. Una vez tus deseos apagados, toda esa complacencia apasionada
desapareció.
Lo que aquí
expreso, mi bien amado, no es tanto mi conjetura sino la de todos; no es un
temor personal sino una opinión establecida, ni un sentimiento particular sino
un pensamiento general. Pluguiera a Dios que esta opinión fuera mía y que tu
amor encontrara algunos defensores cuya voz disminuyera un poco la hinchazón de
mi dolor. Pluguiera a Dios que yo pudiera imaginar razones para excusarte y
persuadirme que mi recuerdo te es aún necesario.
Piensa, te
lo suplico, en lo que te pido. Es tan poca cosa y te costará tan poco. Puesto
que me escamotean tu presencia, las palabras pueden expresar deseos, que ellas
me devuelvan al menos la dulzura de tu imagen. Las palabras no te faltan;
¿cómo, pues, podré creerte generoso en los actos, si me veo obligada a acusar
tu avaricia en las palabras? Hasta ahora yo había creído merecer mucho de tu
parte, pues había hecho mucho por ti y aun perseveraba en una sumisión
absoluta. No es la devoción, es una orden de tu boca que arrojó mi juventud a
los rigores claustrales. ¿Me habré sacrificado en vano si no lo tienes en
cuenta? ¿Me recompensará Dios? No, sin duda, puesto que está bien claro que no
he hecho nada por amor a Él.
Cuando
fuiste hacia Dios, te seguí; ¿qué digo?, te precedí. Como preocupado por el
recuerdo de la mujer de Lot que miró detrás de sí, me amortajaste antes que a
ti en la investidura y los votos sagrados, consagraste mi esclavitud antes que
la tuya. Esta desconfianza, la única que me has demostrado, me penetró, lo
confieso, de dolor y de vergüenza. A mí, que, sin titubear, Dios lo sabe, te
habría seguido o precedido hasta en los ardientes abismos de la tierra si tal
hubiese sido tu placer. Pues mi corazón no estaba conmigo sino contigo. Y hoy,
más que nunca, si no está contigo, no está en ninguna parte, puesto que no
puede existir sin ti. Por lo tanto, debes ser indulgente con él, te lo suplico,
y él encontrará que eres indulgente si consientes en compadecerlo, si le
devuelves favor por favor, poco por mucho, palabras por actos. Pluguiera a
Dios, mi bien amado, que tu ternura fuera menos confiada; si estuvieras me-nos
seguro, serías más solícito conmigo. Por haberte dado demasiada seguridad me he
expuesto a tu negligencia; recuerda, por favor, lo que he hecho por ti y piensa
en lo que me debes.
En las
mágicas horas de nuestros arrebatos de amor se ha podido dudar si yo seguía el
impulso de mi corazón o el instinto del placer. Ahora el fin explica el
comienzo. He matado mis sentidos para obedecer tu voluntad. Toda mi ambición ha
sido la de convertirme así, y por encima de todo, en tu propiedad. ¿Cuál no
será tu injusticia si a medida que los sacrificios aumentan, la gratitud
disminuye y hasta se borra por entero, sobre todo cuando te pido una cosa tan
fácil? ¡Ay!, ¿es acaso demasiado?
Por ese
mismo Dios al que te has consagrado, te suplico que me restituyas tu presencia
dentro de lo posible, es decir, por la virtud consoladora de alguna carta.
Reanimada de esta manera me dedicaré con más fervor al servicio divino. Antaño,
cuando querías arrastrarme a los goces mundanos, me visitabas sin cesar por
medio de tus cartas; día a día tus cantos ponían a tu Eloísa en todas las
bocas; en todos los lugares, en todas las casas repercutía mi nombre. ¿No
emplearías mejor tu elocuencia llevándome hoy hacia el cielo que impulsándome
antaño a placeres profanos? Una vez más, recuerda tus deberes, considera lo que
pido; y termino esta larga carta con un corto final:
Adiós. Lo
eres todo para mí.
Eloísa
ABELARDO (1079 - 1142)
Podemos pensar, estimados amigos, que Abelardo, el
filósofo, el teólogo, había hallado, naturalmente después de la mutilación, la
paz de los sentidos. Hecho para el estudio y la meditación, poseedor del don de
la oratoria y con una capacidad excepcional para atraerse discípulos, hubiera
sido completamente feliz en el claustro de no mediar las persecuciones de
teólogos adversarios. Sus cartas a Eloísa y su "Carta a un amigo"
constituyen su correspondencia.
En las cartas
dirigidas a Eloísa advertimos, tristemente, su total indiferencia sexual y
quizá sentimental, su desdén, casi su fastidio, por la persistencia del amor de
ella. Eludiendo contestar a sus gritos de angustia, Abelardo prodiga santos
consejos, da normas para regir una comunidad. O sea, todo, menos lo que
necesitaba Eloísa…
A ELOISA
A Eloísa su bien amada
hermana en Jesucristo, Abelardo su hermano también en Jesucristo.
Si, desde
que hemos abandonado el mundo por la religión, no te he hecho oír todavía la
voz que exhorta y que consuela, no lo imputes a mi negligencia. La confianza
absoluta que me inspiras es la única causa. No he creído que semejante socorro
fuera necesario para aquella que el Señor ha enriquecido con todos los dones de
la gracia y que, por el ascendiente de su palabra y de su ejemplo, es capaz de
enderezar a los que se extravían, de sostener a los que tambalean, de calentar
a los que se enfrían.
Hace tiempo
que tienes la costumbre de cumplir esta misión, puesto que se remonta a la
época en que eras una hermana priora que obedecía a una abadesa. Si ahora velas
por tus hijas con la misma dedicación con que antes velabas por tus hermanas,
eso basta para que mis exhortaciones y mis preceptos me parezcan completamente
superfluos. Sin embargo, si tu humildad no comparte mi opinión, y si en las
cosas que se refieren a Dios quieres ser dirigida por mis enseñanzas, dime
sobre qué punto debo escribirte, para que te ilumine hasta donde Dios me conceda
el poder.
Agradezco
al cielo que despierta en vuestros corazones una conmovedora inquietud sobre la
eminencia y la gravedad de mis peligros, y te hace participar de mi aflicción.
Por el sufragio de vuestras oraciones obtendré, sin duda, que la Divina Compasión
me proteja y arroje a Satanás a mis pies. Con esta esperanza particularmente me
apresuro a enviarte la fórmula de oración que me has pedido encarecidamente,
hermana y muy querida antaño en el siglo, mil veces más querida a esta hora en
Jesucristo. Recita esta fórmula y, para expiar mis demasiado grandes y
demasiado numerosas transgresiones, para conjurar los peligros que me acechan
cada día, inmola al Señor un perpetuo sacrificio de oraciones.
En cuanto
al favor que Dios y sus santos conceden a los ruegos de los fieles, y sobre
todo de las mujeres, por aquellos a quienes aman, y de las esposas por sus
maridos, encontramos frecuentemente testimonios y ejemplos. Convencido de su
eficacia el Apóstol nos advierte que oremos sin cesar. Leemos que el Señor dice
a Moisés: "Déjame; que mi furor aumente". Y a Jeremías: "Cesa de
orar por ese pueblo y no te opongas a mí". Con esas palabras Dios mismo
muestra claramente que las oraciones de los santos ponen a su propia ira un
freno que la aplaca y le impide que el castigo iguale la iniquidad. La justicia
lo conduce naturalmente a la venganza; pero las súplicas de los fieles lo
inclinan a favor del pecador y lo retienen a pesar de Él por una especie de
violencia. Será dicho en efecto a quien ruegue: "Déjame y no te opongas a
mi voluntad". El Señor ordena que no se ore por los impíos. A pesar de
esta prohibición, el justo reza y obtiene de Dios lo que pide, y cambia la
sentencia del juez irritado; pues se agrega a propósito de Moisés: "Y fue
aplacada la venganza que Dios quería hacer recaer sobre su pueblo".
Está
escrito a propósito de las obras de Dios. "Él dijo y fueron". Pero
aquí se cuenta que dijo que su pueblo había merecido la aflicción; y, no
obstante, detenido por la virtud de la oración, no cumplió lo que había dicho.
Mira, pues, cuán grande es el poder de la oración, si rogamos en el sentido que
nos ha sido ordenado, puesto que el profeta no dejó de obtener orando lo que
Dios le había prohibido que pidiera, y lo apartó de lo que había pronunciado.
Otro profeta le dijo: "En el día de la ira, acuérdate Señor de tu
misericordia".
Que
escuchen, que se instruyan los príncipes de la tierra, que persiguen con más
obstinación que justicia las infracciones hechas a sus decretos y que temblarían
de ser tachados de débiles si fueran misericordiosos, y de mentirosos si,
cambiando algo a sus edictos, no cumplieran el contenido de una ley imprudente,
aunque corrigiesen sabiamente las palabras por los efectos. Puede comparárseles
a Jefté, que hizo un voto insensato y lo cumplió más locamente aun matando a su
hija única.
Quien desee
ser un miembro del Eterno dice con el Salmista: "Cantaré ante ti, Señor,
tu misericordia y tu justicia". "La misericordia, tal como está
escrito, inclina el platillo de la sentencia", reflexionando en esta
amenaza de la Escritura: "¡Sentencia sin misericordia contra quien no
tiene misericordia!".
Penetrado
por esta máxima, el mismo Salmista se dejó convencer por las súplicas de la
esposa de Nabal. Había jurado destruir al marido de esa mujer y toda su casa;
pero el juramento pronunciado en la justicia se perdió en la misericordia.
David, pues, prefirió la oración a la justicia, y el crimen del marido fue
borrado por las súplicas de la esposa.
Que este
ejemplo, hermana mía, fortalezca tu ternura y sea para ella una prenda de
seguridad. Si los ruegos de esa mujer fueron tan poderosos para un hombre, no
dudes más de lo que los tuyos pueden obtener para mí del Altísimo. Dios, que es
nuestro Padre, ama sin duda a sus hijos más tiernamente que lo que David amaba
a esa mujer suplicante. El rey de Israel pasaba por ser un hombre piadoso y
misericordioso; pero Dios es la piedad y la misericordia. Aún más, la mujer que
suplicaba a David pertenecía al mundo profano y la santidad de una profesión
religiosa no había hecho de ella la esposa de Dios.
Si tu
intercesión no bastara para liberarme, la santa comunidad de las vírgenes y de
las viudas que están contigo conseguirá lo que no sería concedido a tus ruegos
aislados. En efecto, el que es la Verdad dijo a sus discípulos: "Cuando
dos o tres estén reunidos en mi nombre, estaré en medio de ellos". Y otra
vez: "Si dos de vosotros estáis completamente de acuerdo en lo que pedís,
Dios os lo concederá". Después de estas palabras, ¿quién podría desconocer
el poder de una oración reiterada cuando se alza desde una santa congregación
hasta el trono de Dios? Si, como lo afirma el Apóstol, "la oración asidua
de un solo justo tiene mucha fuerza", ¿qué no podremos esperar de esa multitud
de almas piadosas confundidas en un mismo deseo?".
Has visto,
querida hermana, en la Homilía treinta y ocho de San Gregorio, los efectos
maravillosos que la oración de algunos hombres produjo sobre su hermano a pesar
de su resistencia y de su incredulidad. Su cuerpo agonizante, su infeliz alma
atormentada por todas las angustias de una muerte próxima, su desesperación
profunda, ese amargo asco de la vida con el cual exhortaba a sus hermanos para
que no oraran, todos esos preciosos detalles no habrán escapado a tus
estudiosas observaciones. Puedan impulsaros a ti y a tus santas hermanas a
caminar con más seguridad en las vías de la oración a fin de que yo os sea
conservado vivo por Aquel que, según el testimonio de San Pablo, concedió a las
mujeres el recobrar a sus muertos por la resurrección.
Hojead el
antiguo y el nuevo Testamento; encontraréis que los grandes milagros de
resurrección fueron mostrados únicamente o de preferencia a mujeres, y que es
por ellas o en ellas, que fueron cumplidos. El antiguo Testamento cuenta que
dos muertos fueron resucitados por el ruego materno, uno por Elías, el otro por
su discípulo Eliseo. El evangelio sólo contiene tres ejemplos de resurrecciones
operadas por el Señor delante de mujeres, y que confirman de la manera más solemne
la palabra del apóstol, citada más arriba: "Las mujeres recobraron a sus
muertos por la resurrección".
Efectivamente, en las puertas de la ciudad de
Naim, resucitó y devolvió a su madre al hijo de una viuda, conmovido por su
dolor. Resucitó también a Lázaro, a quien quería, por las apremiantes súplicas
de sus hermanas Marta y María; concedió la misma gracia a la hija del jefe de
la sinagoga, a pedido del padre; y también esta vez "las mujeres
recobraron a sus muertos por la resurrección"; pues habiendo resucitado
había reconquistado su propio cuerpo a la muerte, así como las demás el cuerpo
de sus parientes. Pocas personas habían unido sus oraciones; y, no obstante,
esas resurrecciones les fueron concedidas. ¡Ah!, ¡cuán fácilmente vuestra
oración, con todas las voces de vuestra piedad, obtendrá la conservación de mi
vida! Viudas y vírgenes, os habéis inmolado todas en un sacrificio precioso del
Señor. Tanta abnegación y pureza no pueden dejar de encontrarlo propicio. Y
quizá la mayor parte de los que fueron devueltos a la vida no eran fieles: no
se lee que la viuda de Naim, cuyo hijo resucitó el Señor, sin que ella lo
hubiera pedido, tuviera fe. Pero en lo que a nosotros respecta, además de vivir
en la comunión de una fe completa, estamos por añadidura unidos por los mismos
votos religiosos.
Quiero
dejar de lado aquí tu congregación monástica, en la cual un gran número de
vírgenes y viudas llevan devotamente el yugo del Señor; es a ti sola a quien
vengo a implorar, a ti, cuya santidad es sin duda todopoderosa junto a Dios,
tú, que más que nadie me debes tu socorro sobre todo en las crueles pruebas de
la adversidad que me abruma. Acuérdate siempre, pues, en tus oraciones, de
aquel que te pertenece especialmente, y persevera en tu oración con un corazón
confiado, pues pensarás que tu ruego es justo y que a ese título será mejor
acogido por aquel a quien hay que rogar.
Escucha, te
lo suplico, con el oído del corazón, lo que has oído a menudo con el del
cuerpo. Está escrito en los Proverbios: "La mujer que vela, es una corona
para su marido". Y más adelante: "El que ha encontrado una buena
mujer, ha encontrado un gran bien y ha recibido del Señor un manantial de
alegría". Y en otro lugar: "Una casa y riquezas son dadas por los
padres; pero sólo el Señor da una mujer prudente".
Y en el
Eclesiastés:
"El marido de una mujer buena es
dichoso."
Y algunas
líneas más adelante:
"La
mujer virtuosa es un don excelente."
Y según la
autoridad apostólica:
"El
marido infiel es santificado por la mujer fiel."
La gracia
divina ha permitido que Francia, nuestro país, haya tenido una feliz
experiencia de esta verdad. La oración de Clotilde fue más provechosa que las
prédicas de los santos, para convertir a Clodoveo, su esposo, a la fe de
Cristo, y el reino entero no tardó en sentirse subyugado por la fe divina, a
fin de que el ejemplo que bajaba desde las regiones elevadas de la realeza
sirviera sobre todo para provocar en los rangos elevados del país una gran
perseverancia en la oración. Esta perseverancia nos es ardientemente
recomendada por las parábolas del Señor:
"Si
perseveráis en golpear, os digo que, si el otro no os da porque es vuestro
amigo, se alzará, asimismo, a causa de su impunidad, y os dará todos los panes
que necesitéis."
Es por
decirlo así, por esta importunidad de la oración, que Moisés ablandó la
severidad de la Justicia Divina y cambió la terrible sentencia.
Sabes,
querida y bien amada, qué expresiva ternura tu convento entero me demostraba
antes, cuando yo estaba presente. Para terminar las horas canonicales, las
hermanas tenían por costumbre ofrecer cada día una oración especial por mí al
Señor. Después de salmodiar la antífona y el responso agregaban las oraciones y
la colecta.
Si el Señor
me entrega en manos de mis perseguidores y caigo bajo sus golpes, o si, lejos
de ti, cualquier otro accidente me hace tocar la meta a la cual se encamina la
carne, amortajado o abandonado, que mi cuerpo, te lo suplico, sea transportado
por tus cuidados a vuestro cementerio. El espectáculo de mi tumba invitará, con
una advertencia diaria a nuestras hijas y nuestras hermanas en Jesucristo, a
derramar para mí sus oraciones ante el Señor. No veo para un alma contrita y
arrepentida de sus pecados un asilo más seguro y más saludable que el lugar particularmente
consagrado al verdadero Paracleto o Consolador y especialmente decorado con su
nombre. Y no creo que haya para una sepultura cristiana, un lugar más adecuado,
entre los fieles, que los claustros apacibles de mujeres consagradas al
servicio de Dios. Son mujeres quienes se ocuparon de la sepultura del Salvador,
quienes ungieron su cuerpo de perfumes preciosos, quienes precedieron y
siguieron su terrenal despojo, quienes velaron con fervor alrededor de su
sepulcro, quienes deploraron con lágrimas la muerte del esposo, tal como está
escrito: "Las mujeres, sentadas junto a la tumba, se lamentaban Morando al
Señor". Por eso fueron las primeras en ser consoladas por la aparición y
las palabras del Ángel que les anunció la resurrección de Cristo; y merecieron
gozar inmediatamente después las alegrías de su resurrección, verlo aparecerse
dos veces y tocarlo con sus propias manos.
En fin, lo
que te pido por encima de todo, es que emplees en la salvación de mi alma esa
tierna inquietud que los peligros de mi cuerpo te han inspirado. Así podrás
demostrarme, cuando esté muerto, cuánto me has querido en vida, concediéndome
el socorro especial y particular de tus oraciones.
Vive, así
como tus hermanas, vive y acuérdate de mí en Jesucristo.
ABELARDO
Bien, hasta
aquí nuestro tema de hoy. Quiero, antes de despedirme decirles que la dirección
que les mandé para descargar el boletín de novedades en ciencia y tecnología,
no opera clickeando directamente sobre él, sino, copiándolo y pegándolo en la
ranura de direcciones y dando Enter.
Ahora si:
¡Hasta la próxima!
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