Si hay algo que siempre admiré de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fue los así llamados Palacios de los Pioneros. Se trataba de instituciones, cada ciudad importante tenía la suya, en las que se recibía a niños en edad escolar, se analizaban sus talentos e inclinaciones y se los educaba, en las áreas donde se destacaban, por los mejores exponentes de la actividad en la URSS. Las susodichas áreas podían ir desde el Ajedrez a la Danza, desde la Física a la Filosofía. ¡Imaginen ustedes, queridos amigos, ser formado en lo que a uno le gusta por los mejores exponentes del tema!
Y admiré siempre los
Palacios de los Pioneros porque soy un convencido de que en la niñez y en la
adolescencia el ser humano necesita de una guía que lo lleve de la mano por el
camino correcto enseñándole a sortear las amenazas que le podrían hacer perder
el rumbo.
¡Una buena guía es
vital para obtener éxito en la vida!
Solo por poner un
ejemplo, de la infinidad que tenemos disponibles, consideremos el caso de
boxeadores que llegaron a ser campeones mundiales gracias a la paciente y
dedicada guía que le brindaron sus entrenadores. Éxito que, sin los tales
entrenadores no hubieran alcanzado nunca.
¡Guía, mis queridos
amigos, guía en todos los ámbitos de la vida en los que se desempeñará el aspirante!
Ahora bien, veamos cómo se trataba este tema en los lejanos tiempos de la Grecia antigua.
Los griegos de la Antigüedad se preocupaban por los niños desde el mismo momento en que la futura madre sabía o sospechaba que estaba embarazada. Para que el parto no tuviese problemas, el filósofo Platón recomendaba a las gestantes hacer ejercicio, mientras que su discípulo Aristóteles las animaba a alimentarse de manera adecuada. Llegado el momento del nacimiento, la costumbre griega prescribía que únicamente otras mujeres acompañasen a la parturienta.
En una comedia de
Aristófanes titulada Asambleístas, la protagonista, Praxágora,
justifica a su marido su ausencia en una determinada ocasión debido a que
estaba ayudando a una amiga durante su parto. Era excepcional que un
hombre –ni siquiera el esposo– estuviese presente en ese momento. En
cuanto al lugar donde se daba a luz, el más adecuado era el gineceo o zona de
la casa reservada a las mujeres, ya que solía ser la más resguardada y servía
para mantener la privacidad del momento.
A los cinco días del
parto se celebraban las Anfidromias, una fiesta familiar en la
que el padre corría alrededor del fuego doméstico con su hijo en brazos,
mostrándolo a sus parientes. Era entonces cuando le daba el nombre, que
generalmente era el mismo que el del abuelo. Las familias más
acomodadas organizaban unos días después una celebración más solemne, que
incluía un banquete y un sacrificio.
En la tradicional sociedad griega se valoraba más tener un hijo que una hija; el varón estaba mejor considerado porque se pensaba que podría ayudar a la economía familiar de forma más decisiva que una chica. Asimismo, en el mundo griego eran especialmente apreciados –se les consideraba un regalo divino– los hijos únicos, los primogénitos o los que nacían de padres mayores, puesto que estos últimos podrían estar atendidos por un familiar directo durante sus años de vejez.
En Atenas, hasta los seis años de edad niños y
niñas pasaban la mayor parte del tiempo dentro del gineceo, en compañía de las
mujeres de la casa. Platón dedicó cierta atención a escribir sobre los juegos infantiles, ya que pensaba que tenían una gran importancia para moldear la personalidad y el desarrollo del talento individual. Recomendó,
por ejemplo, que un niño que en el futuro tuviese que ser campesino o albañil
practicase con juguetes relacionados con su actividad como adulto. Por su
parte, Aristóteles recomendaba que los niños que todavía estaban con las
mujeres en el gineceo no recibiesen ninguna enseñanza ni realizasen esfuerzos
físicos; en lugar de eso, había que animarlos a que sus juegos "imitasen
las actividades serias de la vida futura". Sin embargo, esta estricta
educación moral no era la regla.
Los niños griegos se entretenían con los típicos juegos infantiles, como el de "la gallinita ciega", que los griegos llamaban "la mosca de bronce". En
él, el niño que tenía los ojos tapados había de atrapar a sus compañeros al
tiempo que decía: "Voy a cazar una mosca de bronce". Los amiguitos lo
rodeaban dándole manotazos y gritando: "Vas a cazar, pero no pillarás
nada".
Las madres desarrollaban una relación muy estrecha con sus hijos, pues eran ellos los que justificaban su papel en la comunidad familiar. Eso no significa que pecaran de "sobreprotectoras". En el caso de Esparta, las madres presionaban a sus hijos a que cumplieran sus deberes militares hasta la muerte; "[vuelve] con él o encima de él", les decían al entregarles el escudo antes de partir hacia el combate; quizá por eso las nodrizas espartanas eran muy apreciadas en toda Grecia.
En cambio, la relación con el padre era más distante. No es casual que éste llamara al hijo pais, el mismo término que se utilizaba para los esclavos, reflejo de la autoridad absoluta que el padre de familia ejercía sobre su heredero; las mujeres, en cambio, llamaban a sus hijos teknon, "criatura". Con el tiempo, sin embargo, la disciplina paterna se hizo bastante laxa. Por ejemplo, hacia 420 a.n.e., en la comedia Las nubes, de Aristófanes, se presentaba a un anciano llamado Estrepsíades que se quejaba de que su mujer lo estaba arruinando por permitir que el hijo de ambos comprase caballos extremadamente caros.
Por otra parte, a partir de los seis o siete años los niños empezaban a ir a la escuela y quedaban entonces bajo la autoridad de un tutor o "pedagogo", aunque hubo escritores,
como Jenofonte y Plutarco, que recomendaron que se contratase a estos pedagogos
tan pronto como finalizase la lactancia y el pequeño comprendiese el habla. El
pedagogo acompañaba al niño a la escuela, pero a menudo también ayudaba en la
formación del pequeño. Plutarco señaló que el pedagogo ideal tenía que ser
serio, digno de confianza, griego y sin defectos físicos, pues decía que
"si vives con un lisiado, aprendes a cojear" (!!).
Es destacable el papel que los niños tuvieron en la religión griega, sin duda porque simbolizaban la pureza y este valor era fundamental para entrar al servicio de un templo. Los coros infantiles fueron un elemento fundamental dentro de las celebraciones religiosas; diez coros de cincuenta niños cada uno competían en las representaciones de coros ditirámbicos en el festival ateniense de las Dionisias urbanas.
En ciertos cultos los niños llegaron a servir como celebrantes; sabemos que tanto en Patras como en Egira, la sacerdotisa de Artemisa debía ser una doncella por debajo de la edad de contraer matrimonio, y en Egio, en el Peloponeso, el sacerdote de Zeus era elegido, en origen, entre los niños que habían ganado un concurso de belleza. Junto a la pureza y a la belleza, el hecho de ser niño solía conllevar otro beneficio ritual dentro de la religión griega: no estar contaminado con la cercanía de la muerte. Por ese motivo, los niños que cortaban las ramas de los olivos sagrados con que se confeccionaban las coronas de los vencedores olímpicos eran amphithaleis, es decir, aquellos cuyos padres no habían fallecido y mantenían, por tanto, el favor divino.
Algunos, niños fallecidos en tierna edad fueron venerados en calidad de héroes, seres intermedios entre los dioses y los mortales. Como tales, se les atribuían grandes poderes, quizá porque habían fallecido mucho antes de la edad natural y habían adquirido así un carácter vengativo, como demuestran las tablillas de execración en las que eran invocados. Pausanias narró la historia de Sosípolis, un héroe-bebé que ayudó a los eleos cuando fueron atacados por los arcadios, pues su madre, movida por las visiones que había tenido en sueños, lo entregó a los generales eleos para que lo pusieran a la cabeza de su ejército. Cuando se acercaron los arcadios, Sosípolis se convirtió en serpiente y los puso en fuga.
Como vemos, lejanas (en el tiempo) civilizaciones se han ocupado seriamente del tema de educar y guiar al infante. Cosa que, lamentablemente se olvida en ocasiones.
Bien, me despido hasta la próxima, queridos amigos.
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