domingo, 21 de agosto de 2022

¿Somos conscientes? Addendum 2.



Bueno, queridos amigos, parece que las notas acerca de si somos conscientes no cesan de provocar respuestas y preguntas de parte de ustedes. Y una pregunta recurrente es: En qué lugar queda el alma en la hipótesis vertida en ellas. De manera que me decidí, un poco en contra de la filosofía de policromiadeideas, a otorgarle al tema una nota más, en la que me referiré, ya que estamos, al alma y al lugar que ocupa en la hipótesis de las notas.

Comencemos por reconocer que es un tema que ha ocupado al humano desde siempre y mucho se ha dicho al respecto, por ejemplo:

* El alma es inmortal y migra pasando de una forma de vida a otra. Pitágoras. Uno se pregunta cómo habrá hecho Pitágoras para llegar a semejante contundencia.

* He diseccionado muchos cadáveres y nunca he hallado un alma. Rudolf Virchow, médico, 1821 - 1902. ¡Prudente el empirista! Ni afirma ni niega, aporta un dato de su experiencia.

* Mi alma, por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta de mi cuerpo. René Descartes. René, por su parte, se decanta porque sí existe un alma ¡y gracias a ella él es lo que es! Nuevamente, uno se asombra de la contundencia con que se proclama la idea.

* La Metafísica y la Teología tratan de demostrar la existencia del alma; sin embargo, la hipótesis de una unidad esencial de ese tipo resulta irrelevante para la Psicología. William James, filósofo y psicólogo, 1842 - 1910. ¡Otra postura, la hipótesis es irrelevante!

¿Y será como pinta la obra de Shakespeare Much ado about nothing? ¿O no será así y el alma es ese hálito inmortal que refieren las religiones?

Se puede apreciar que el tema presenta las más variadas aristas y que lejos se está de llegar a un punto en común.

Así pues, me decidí a motorizar una búsqueda de lo que se ha dicho y se dice acerca del alma, para luego establecer qué lugar ocupa en la hipótesis vertida en ¿Somos conscientes?

Y comenzaré, con la ayuda de Steve Ayan, redactor de la revista científica Gehirn und Geist, a estructurar la siguiente breve historia del concepto de alma:
 

La idea de una esencia humana imperecedera es más antigua que la filosofía occidental. Ya en las pinturas de las cuevas de Lascaux, situadas al sudoeste de Francia y que datan de hace más de 15.000 años, el alma de los muertos se re­presentaba como un pájaro. El fi­lósofo naturalista y místico de los números Pitágoras de Samos (ha­cia 570-510 a.n.e.) fue uno de los primeros pensadores occidentales en formular una teoría de la reen­carnación y el renacimiento, la cual ya contaba con una larga tra­dición budista e hinduista. Los pensadores de la Grecia clásica ha­blaban de la psique, derivada de la palabra en griego antiguo psyché («aliento»). En español, la palabra alma proviene del latín anima, en referencia a un «soplo vital». Por ello, exhalarlo implicaba la muer­te. A diferencia del alemán, que utiliza la misma palabra para refe­rirse al alma y a la mente (Geist), el español usa un vocablo para cada concepto. Las connotaciones de ambos son dispares, a pesar del origen conceptual que puedan compartir.

En su diálogo Fedón o Sobre el alma, Platón (hacia 428-348 antes de nuestra era) describe cómo su mentor Sócrates (469-399 a.n.e.) argumenta en pro de la inmortalidad e incorporeidad del alma después de beberse un vaso con la mortal cicuta. El idealismo platónico se caracteriza por una representación del alma que incluye la capacidad cognitiva: De esta ma­nera, los humanos solo tienen acce­so a la esfera de las «ideas puras» a través de ella.

Por el contrario, Aristóteles (384-322 a.n.e.), discípulo de Platón, se re­fería a la psique como «principio vi­tal», diferenciándola del intelecto, de la mente (nous). La sede del alma solía atribuirse al corazón (siguiendo en esto la tradición egipcia). Solo el médico Alcmeón (finales del siglo VI - principios del siglo V antes de nuestra era) reco­noció el cerebro como órgano responsable del alma.

En la Edad Moderna influyó sobre todo René Descartes (1596-1650) con sus enseñanzas sobre dos sustancias: la corporal (res extensa) y la cognitiva (res cogitans). Esta doctrina se conoce como dualismo sustancial. Un enfoque actual y extendido de esta idea es el dualismo de propiedades, según el cual lo mental consiste en un pro­ducto o efecto secundario de los procesos neuronales. El filósofo australiano David Chalmers es el principal representante de esta perspectiva.

La contracorriente más relevan­te del dualismo es el monismo. Esta doctrina argumenta que todo es cuerpo y que el alma constituye otra manera (subjetiva) de descri­birlo. El filósofo Daniel Dennett es un representante destacado de este enfoque.

En todas las variantes de repre­sentación del alma que se han dado a lo largo de diferentes épocas y culturas, ha predominado la idea de una esencia inmortal en el concepto del sí mismo humano. Es ahora cuando más pensadores se alejan de ella.



Interesante, ¿Verdad? Volveré, más adelante, sobre un concepto allí vertido.

Sin embargo, no contento con ello, decidí ampliar el tema con el auxilio de dos interesantes pensadores contemporáneos: Christof Koch, presidente y director científico del Instituto Allen de Ciencias del Cerebro, en Seattle y con la filósofa Katja Crone.

Lo que obtuve fue lo siguiente:


«A diferencia de cualquier otra entidad empírica de la Naturaleza, la presencia de la mente le resulta inmediatamente obvia a sí misma, pero le es opaca a todos los observadores externos.»

—George Makari, Soul Machine, 2015

En contraste con entes materiales como un huevo, un perro o el cerebro, consciencia, mente y alma son constructos históricos dotados de un universo de significados religiosos, metafísicos, culturales y cien­tíficos y acompañados de una batería de presunciones subyacentes, algunas enunciadas con claridad, pero otras ignoradas por completo. Estos significados se van adap­tando a los tiempos a causa de guerras y revoluciones, catástrofes, comercio y tratados, inventos y descubrimien­tos. Christof Koch nos cuenta que George Makari, psiquiatra e historiador, se propone arrojar luz sobre esta evolución histórica. En su libro Soul machine: The invention of the modern mind, publicado en noviembre de 2015, describe cuán elusivas resultan las nociones de consciencia, mente y alma, las cuales filósofos, teólogos, estudiosos y médicos buscan domeñar con conceptualizaciones, definiciones, cosificaciones, negando o redefiniendo estos términos a través de los tiempos para enfrentarse con el misterio de nues­tra vida interior.

Descartes, Locke y Hobbes

La búsqueda sistemática de respuestas se remonta a Aristóteles (384-322 a.n.e.), considerado el primero de los biólogos, taxonomistas, embriólogos y evolucionistas. En su Acerca del alma (De Anima) ofrece una clasificación de los seres vivos y expone su noción del alma (psyché), que significa, para él, la esencia de una cosa. Un organismo es definido por su alma. Todos los seres vivos poseen almas, de cualidades peculiares. El alma vegetativa da cuerpo a la fuerza vital, que diferencia la materia viva (ya se trate de plantas, animales o personas) de la inanimada (las piedras, por ejemplo). El alma vegetativa es sostén de la nutrición, el crecimiento y la reproducción. El alma sen­sitiva, en cambio, faculta la percepción a través de los sentidos, del dolor y del placer, de la memoria, la imagi­nación y la emoción. Es común en los animales y los hu­manos. Tanto el alma vegetativa como la sensitiva son corpóreas y, por consiguiente, mortales. El alma racional, exclusiva de los humanos, es responsable del intelecto, el pensamiento y el razonamiento. El alma racional consti­tuye la esencia del ser humano. Para Aristóteles, aunque el alma racional es inmaterial, no puede existir con independencia del cuerpo. Es sabido que Sócrates y Platón diferían de Aristóteles en este punto, pues abogaban por la inmortalidad del alma una vez fallecido el cuerpo.

Tomás de Aquino (1225-1274), fraile dominico y filó­sofo escolástico, volcó estas ideas clásicas griegas en moldes acordes con las doctrinas cristianas, tesis que ejercieron una gran influencia durante toda la Edad Media. Según Aquino, todo individuo humano se encuentra integrado por una terna de almas: un alma nutriente, común a todos los organismos; un alma sensible (o apetitiva), característica de los animales y las personas, y un alma racional, la cual es inmortal, depositaria de los rasgos divinos de la humanidad y que eleva a la persona sobre el mundo natural, material. El alma ra­cional no podía enfermar, por su cualidad de inmaterial, pero sí ser poseída por el Diablo o algunos de sus demo­níacos servidores. La medicina no podía sanar a los que sufrían esa fatalidad; en cambio, la autoridad eclesiásti­ca sí sabía ayudarlos. Salvaba las almas inmortales de un modo u otro, como demuestra la muerte en la hoguera de decenas de miles de brujas y brujos.

Esta filosofía tomista constituyó durante cuatro siglos la narrativa intelectual dominante en la cristiandad, tan­to de nobles como de campesinos. Ofrecía alivio al fati­gado y consuelo al moribundo; justificaba el derecho divino y el poder absoluto de la monarquía. Sin embargo, las encarnizadas guerras de religión entre cristianos que acontecieron durante la primera mitad del siglo XVII, en nombre de la «única fe verdadera», llevaron a una gene­ralizada crítica de estas verdades recibidas.

Filósofos, sabios, médicos, escritores y revolucionarios de la Ilustración inglesa, escocesa, francesa y alemana metamorfosearon a lo largo de dos siglos el alma racional hacia un ente mecanicista, natural y desacralizado, des­cribe Makari. Este proceso engendró la psicología, la neurología y la psiquiatría, así como nuestro conocimien­to actual de que hemos evolucionado desde los simios.

Todo comenzó con René Descartes (1596-1650), un francés solitario, y Thomas Hobbes (1588-1679), un inglés radical y sin pelos en la lengua. Descartes es uno de los padres de la ciencia moderna: Vinculó el álgebra y la geometría, con lo que nos legó las coordenadas cartesia­nas. Sustituyó las apolilladas formas y causas finales de los escolásticos («la madera arde porque existe en ella una forma inherente que busca arder») y las sustituyó por causas mecánicas. En concreto, sostuvo que las ac­ciones y los movimientos de los animales y los humanos se deben a partículas de diversas formas que chocan y se empujan entre sí y se mueven de un lado a otro. Nada más y nada menos.

Descartes postulaba que todo cuanto existe bajo el sol está formado por una de dos sustancias. Lo tangible y dotado de extensión espacial es res extensa («sustancia extensa»). Lo intangible, lo que no puede verse y no posee extensión, es cosa pensante, res cogitans. Solo la sustancia pensante faculta a los humanos para razonar, hablar y decidir libremente. El dualismo cartesiano dividía al mundo en dos magisterios. Uno, el mecanicista, debía ser el campo de juego de los filósofos experimentales, los precursores de los científicos y clínicos modernos. El otro, el teológico, estaba destinado al dominio del alma inmortal e inmaterial. De este modo, el filósofo francés ampa­raba el dogma cristiano y la autoridad eclesiástica.

Esa dicotomía le supuso a Descartes la enemistad de Hobbes, autor del famoso Leviatán, un osado manifiesto materialista que se considera el fundamento de la filosofía política occidental. Para Hobbes, todo estaba formado por materia. No había necesidad alguna de una sustancia pensante especial. La materia podía pensar. El grueso del Leviatán es un argumento en pro de la monarquía abso­luta y no tanto de la autoridad religiosa, para prevenir la sangría de las guerras de religión europeas (entre 1524 y 1648). No obstante, Hobbes fue tenido por blasfemo y sus libros, quemados.


John Locke (1632-1704), filósofo y médico inglés, atri­buyó al alma racional un carácter más natural todavía en su Ensayo sobre el entendimiento humano. Lo escribió en Holanda, durante el exilio, y se publicó por vez prime­ra en una edición abreviada en francés. El empirismo de Locke contribuyó a convertir el alma en algo más cercano a la mente moderna, el escenario de nuestra experiencia subjetiva. La mente se encuentra poblada de ideas que proceden del exterior, de las sensaciones, puesto que, al fin y al cabo, la mente al nacer es una hoja en blanco, una tabula rasa. Las ideas de Dios, de la justicia, de las mate­máticas o la idea del propio ser o de los objetos cotidianos, trátese de útiles, máquinas, animales o personas, no son innatas. Por el contrario, se aprenden por experiencia, por reflexión y por asociación. El modo en que la mente podía llevar a cabo tales tareas constituía para Locke un misterio, como también lo fue para Descartes, Hobbes y para todos los demás. A la luz de la mecánica y la química de su época, resultaba inexplicable que la mera materia cerebral pudiera pensar, razonar o hablar. Locke postuló que Dios había implantado fuerzas activas en la materia cerebral.

John Locke

Descartes, Hobbes, Locke, Baruch Spinoza y otros pensadores radicales compartían el desprecio por la su­perstición. Makari cita una entrada del diario de Locke: «Las tres grandes cosas que gobiernan la humanidad son la razón, la pasión y la superstición. La primera rige solo a unos pocos; las dos últimas las comparte la mayoría de la humanidad y la poseen en sus cambios. Pero la supers­tición, con más poder, produce el mayor daño». El «gran inquisidor», de Fyodor Dostoievski, a dos siglos de dis­tancia, comprendía perfectamente esta disposición mental: «Las tres únicas fuerzas capaces de conquistar y conservar cautivas para siempre las conciencias de estos débiles rebeldes, para su propia felicidad... son el milagro, el misterio y la autoridad». Dos siglos después, en nues­tros días, la humanidad sigue combatiendo estas fuerzas.

En las postrimerías del siglo XVII, la mente había perdido muchos de sus atributos celestiales y pasado a formar parte de la naturaleza. Ahora podía sufrir las corrupciones que padece todo lo material, podía volverse disfuncional, enfermar o sufrir melancolía (una dolencia de amplia difusión). También podía ser falible y formar asociaciones equivocadas que conducían a errores de cognición, lo que explicaría la creciente marea de fanáticos, entusiastas y profetas religiosos: anabaptistas, metodistas, adventistas, cuáqueros y otros autoproclamados mensajeros de la di­vinidad, que recorrían el mundo predicando su especial interpretación de Dios y de la Biblia. Quizá no era Dios quien hablaba por su boca, sino que, sencillamente, se engañaban. De igual manera, tal vez los brujos no estuvie­ran posesos; tal vez solo fuesen enfermos o locos. Y no tendrían que haber sido quemados.

Si las mentes de las personas podían desequilibrarse, ¿sería posible devolverles el equilibrio? ¿Podrían curarse? ¿De qué modo? ¿Encerrándolas en manicomios? ¿Cómo distinguir a los locos de los excéntricos? Estas preguntas apasionaron al Reino Unido a causa del estrafalario comportamiento del rey Jorge III, el soberano que perdió las colonias americanas y cuya salud mental provocó una crisis política por su locura y por el debate sobre cómo podría devolvérsele el juicio. Todavía hoy suenan los ecos de estas controversias sobre quién ha de ser culpado de los atentados en masa: los individuos perturbados, la posesión de armas o los factores culturales.

Siempre muy lentamente, con un sinfín de pasos atrás, conforme los decenios sumaban un siglo y luego dos, las explicaciones religiosas de comportamientos idiosincrá­sicos se convirtieron en explicaciones clínicas, con sus asilos mentales concomitantes y sus médicos especialis­tas para tratar a los afectados, quienes ya no eran consi­derados diablos ni seres tocados por Dios, sino pacientes que necesitaban ayuda.

El astrónomo y filósofo prusiano Immanuel Kant (1724-1804) hizo más que ningún otro para sondear y delimitar lo que la mente puede conocer y lo que la razón puede deducir sobre el mundo. Con precisión de bisturí, sostuvo que nuestra mente no podrá jamás penetrar la auténtica naturaleza de las cosas.

De espíritus y profanos

Las posesiones y los exorcismos habían servido de prue­ba visible de la realidad del mundo espiritual. Si estas materias eran de carácter profano, sujetas a la medicina y la razón, ¿dónde quedaría la justificación divina de los derechos absolutos de la monarquía?

Makari concluye a mediados del siglo XIX, con una semblanza de los médicos Franz Joseph Gall (1758-1828) y su ayudante Johann Spurzheim (1776-1832). Gall, ba­sándose en la disección sistemática de cerebros humanos y de animales, formuló una descripción materialista, concienzudamente fundamentada, en la que el cerebro era en exclusiva el órgano de la mente; un órgano que no es homogéneo, sino un agregado de partes y, en consecuencia, de diferentes «funciones». Sostenía que su número era 27, asignadas una por una a distintas regiones del cerebro. Cada individuo hereda un conjunto peculiar de órganos, al­gunos más pequeños, otros más grandes, lo cual explica las diferencias entre unos y otros. Estas teorías, que veían en el cerebro una máquina para producir pensamientos y recuerdos, chocaban con los sentimientos religiosos y la moralidad pública de su tiempo. Al final, el médico tuvo que abandonar su Viena natal y establecerse en el París posrevolucionario.

Gall y Spurzheim aseguraban que a partir de los de­talles de curvatura, forma y tamaño del cráneo podían inferir el tamaño e importancia del órgano subyacente y diagnosticar el carácter mental del individuo examina­do. Su método frenológico adquirió una inmensa popu­laridad, pues era del agrado de la creciente clase media gracias a su apariencia científica, refinada y moderna. La frenología se empleó para clasificar a criminales, lunáti­cos y eminencias; también a los famosos (o infames). No obstante, la técnica acabó sin el prestigio de un método científico serio; poco a poco fue languideciendo hasta comienzos del siglo XX.

Aunque no existe relación discernible entre la mor­fología externa del cráneo y el tamaño y la función del tejido neural subyacente, la insistencia de Gall sobre la ubicación de funciones cognitivas específicas en la corteza cerebral encontró apoyo en 1848, en los trabajos del neurólogo parisino Paul Broca (1824-1880). Este médico expuso un caso de referencia: un paciente in­capaz de hablar, con la curiosa excepción de que solo podía pronunciar la sílaba tan. Se demostró que el ce­rebro del enfermo (quien se acabaría conociendo en la literatura médica como «Tan-Tan») había sufrido una lesión en el lóbulo frontal izquierdo. Broca dedujo que la función del habla se encontraba en estrecha relación con dicha región. El análisis de un segundo paciente reforzó su convicción de que un área circunscrita a la corteza cerebral (la tercera circunvolución del lóbulo frontal inferior izquierdo, hoy llamada área de Broca) era responsable del habla productiva, la conducta humana por excelencia.

De Descartes al paradigma computacional

Las ideas cartesianas arraigaban en la incapacidad del filósofo francés para concebir procedimientos y meca­nismos que explicasen la inteligencia, el razonamiento y el lenguaje. Nadie en el siglo XVII podía soñar que la aplicación automática («sin mente») de una infinidad de instrucciones, minuciosamente detalladas y ejecutadas paso a paso (lo que ahora llamamos un algoritmo pu­diera conseguir que una máquina computadora jugase al ajedrez, reconociese rostros, etiquetase fotografías o tradujese páginas de Internet. Descartes tuvo que apelar a una sustancia misteriosa, etérea, que, de alguna nebu­losa manera, efectuaba el pensar y el razonar.

En la moderna concepción de la mente computacional, todo contenido sobrenatural ha sido lixiviado por el baño ácido de la Ilustración: si no hay cerebro, no hay mente. No obstante, nuestra comprensión del entramado de consciencia, mente y alma no ha alcanzado en absoluto su definitivo apogeo. Seguirá evolucionando a la par que científicos, clínicos y filósofos, a quienes recientemente se han sumado ingenieros, buscan una talla cada vez más precisa de sus articulaciones naturales, por usar una hermosa metáfora platónica.

Makari describe cómo estos conceptos se han ido formando y determinando por contingencias históricas y culturales, según modos que la ciencia, normalmente, opta por dejar de lado.


Nuevamente: Muy interesante, ¿Verdad?

Sin embargo, queda la duda acerca de qué tiene que decir la Filosofía sobre el alma. Para averiguarlo, dirijámonos a Dortmund para entrevistar a Katja Crone, profesora de Filosofía en la Universidad TU de Dortmund. Principalmente trabaja en temas relacionados con la Filosofía de la Mente. Su investigación se centra en la autoconciencia, la identidad personal, la cognición social y la intencionalidad colectiva. También ha trabajado en la filosofía de Kant y Fichte.  Veamos:

— ¿Qué papel desempeña el alma en el pen­samiento contemporáneo?

— Ninguno. Este término prácticamente ha desaparecido de la filosofía actual. Aunque el concepto de alma cuen­ta con una larga historia, a lo largo de ese recorrido ha emergido de muy diversas maneras, hasta que hoy en día ya ha pasado de moda.

— ¿No existe ningún argumento para que aceptemos la esencia inmortal del ser humano?

— De manera aislada, todavía pueden encontrarse posicio­nes emparentadas con el concepto tradicional de alma. Principalmente el sustancialismo. No obstante, en la actualidad resulta raro toparse con un enfoque que de­fienda la existencia de un mundo espiritual junto al corporal, de un ámbito para el ser inmaterial. De haber­lo, el alma casi ni aparece, porque se trata de un concep­to sobrecargado de creencias.

— No obstante, en el pensamiento cotidiano el alma se halla tan presente como antes. ¿Por qué nos cuesta tanto abandonar la idea de que los humanos poseemos una parte inmortal?

— Como es natural, la separación entre cuerpo y mente nos parece, en principio, plausible. Si indago los orígenes de mis distintos estados mentales, no me parece que tengan nada de corporal per se; los percibo como algo subjetivo. Sin embargo, los conocimientos de la neurociencia cognitiva y las reflexiones filosóficas nos están llevando cada vez más hacia un cambio de planteamiento.

— ¿En qué sentido?

— Hoy sabemos con mayor precisión que el cerebro lleva a cabo funciones mentales y cómo lo hace. Ese conoci­miento repercute en la manera en la que reflexionamos sobre los procesos de nuestra mente. La idea de que más allá de esos mecanismos neurofisiológicos pueda existir algo puramente espiritual e inmaterial resulta difícil de argumentar. Incluso el hecho de que las personas interactuemos no significa de ninguna manera que el alma se encuentre flotando en algún lugar entre nosotros o que sea capaz de sobrevivir a la muerte del cerebro.

Tales creencias pueden resultar interesantes desde un punto de vista intuitivo, lo que no implica que no se puedan modificar.

— ¿Deberían cambiar?

— En mi opinión, la idea de un alma es del todo prescin­dible. Nos las podemos arreglar perfectamente sin ella. Por supuesto que la visión dualista cuenta con una larga historia y hemos aprendido, tanto cultural como individualmente, a pensar así. Pero la idea del alma también se ha ido transformando una y otra vez en el pasado.

— ¿Qué cambios ha sufrido con el tiempo?

— En un inicio, el alma era mucho más que la consciencia. En la antigua Grecia, en la época de Aristóteles, no abarcaba simplemente funciones mentales como la percepción, los sentimientos, el pensamiento y la volun­tad, sino que comprendía un principio vital general, precisamente aquello que nos convierte en seres vivos. Desde entonces, hemos obtenido muchos más conoci­mientos sobre la fisiología del cuerpo y ya no necesitamos el constructo del alma para explicar las funciones vitales.

Y es obvio que el concepto de alma continuará transfor­mándose.

— Usted habla de transformación, no de desaparición.

— Creo que expulsar este término del lenguaje cotidiano no va a resultar tan fácil, así que continuaremos dispo­niendo de un concepto de alma. Solo que nos referimos a una cosa distinta a la de antes.

— ¿A qué?

— Actualmente ya empleamos esta palabra de manera simi­lar a psique, como resumen de todo tipo de rendimientos mentales, o bien en sentido figurado. Si hablo de «un evento sin alma», me refiero a un acontecimiento insípi­do, impersonal. Ello guarda poca relación con lo extrasensorial.

— ¿Cómo plantean los filósofos actuales el concepto clásico de alma?

— Los filósofos hablamos de la consciencia como una cua­lidad determinada de los estados mentales. Sin embargo, el modo en que el cerebro los lleva a cabo y, por ejemplo, cómo se originan las circunstancias vitales subjetivas, como los qualia, representan aún hoy uno de los grandes retos de la neurociencia. Sin embargo, estoy convencida de que podremos resolverlos algún día. Para ello, las neurociencias no podrán prescindir de la filosofía, pues­to que esta pone a su disposición explicaciones concep­tuales y argumentos. El conocimiento de que existe una base física de los procesos de la consciencia debería convertirse, poco a poco, en un bien común de la sociedad.

— ¿No necesitamos una instancia mental que nos confiera identidad?

— Tradicionalmente, el alma también representaba aquello que nos hace individuos, como el núcleo de nuestra autoconsciencia. Cada persona posee una representación de sí misma como unidad personal con características deter­minadas. Ello nos es necesario para tener capacidad de acción. Sin embargo, esta instancia no se halla oculta y desunida de nuestros procesos corporales, sino que es una parte o un producto de los mismos.

— Con frecuencia se afirma que el yo es una ilusión.

— Esa afirmación la encuentro exagerada. Si digo «yo», me refiero a mí misma como persona, y esta persona es real. Lo que me distingue como persona puede ser más flexi­ble, cambiante y polifacético de lo que a mí me parece, pero eso no lo convierte en una ilusión. Resulta más apropiado hablar de una construcción del cerebro.

— ¿Reflexionar sobre el cuerpo, el yo y la conscien­cia no nos involucra en un continuo de contra­dicciones?

— No podemos separar nuestros pensamientos de nuestra consciencia. Todo lo que pienso y quiero hacer forma parte de lo mismo. Dicho de otro modo, sus fuentes no se pueden reconocer de manera subjetiva. El primer motor inmóvil se remonta a Aristóteles. El filósofo creía que debía existir un núcleo completamente libre e incon­dicional en nosotros. Pero estamos imbuidos en una comunidad, interiorizamos reglas y desarrollamos pre­ferencias, de manera que nuestra voluntad siempre se encuentra enclavada en un contexto social y cultural. El libre albedrío puede interpretarse como que el mundo se halla determinado de manera causal pero que nosotros aún somos libres. Es lo que se denomina compatibilismo. Ser libre significa actuar de acuerdo con las convicciones y los motivos propios. Por el contrario, la libertad total sería equiparable a la falta de libertad.

— Desde hace siglos, el alma cumple también una función moral. Debemos «hacer el bien» para que vaya al cielo o se reencarne. ¿Sería posible pensar en una convivencia pacífica sin esa con­vicción?

— Curiosamente, Immanuel Kant ya se oponía a la exis­tencia de un alma en su Crítica de la razón pura. Sos­tenía que considerar la posibilidad de una sustancia inmaterial constituía una conclusión errónea de nues­tro razonamiento. Por el contrario, en su filosofía práctica, la ética del deber, sostenía que la ley moral entrañaba la existencia de una vida tras la muerte. Kant veía en ella un postulado necesario. Y si Kant podía vivir con esa contradicción, quizá nosotros también podamos.

— Pero, ¿se puede respetar un principio del que no se está convencido?

— En la actualidad nos ocurre algo similar con el libre al­bedrío. Su existencia también es teóricamente controver­tida, sin embargo, resulta indispensable en la práctica de la vida cotidiana.

— ¿Quedará el alma cada vez más arrinconada al ámbito de la fe a medida que se avance en el estu­dio del funcionamiento del cerebro?

— Lo está desde hace tiempo. El alma inmortal es un con­cepto teológico. Hay personas que se aferran al alma porque así lo quieren o porque les hace sentir bien. Creer o no en ella no puede fundamentarse de manera conclu­yente solo con argumentos.

— Algunas personas consideran la imagen neurocientífica del ser humano como algo desilusionan­te, incluso como una amenaza. ¿Qué le parece?

— Seguro que llevará un largo proceso deshacerse de la creencia en un alma y el más allá. Pero nosotros ya estamos atrapados en ese proceso. Ello no significa que en una sociedad pluralista no puedan existir otros puntos de vista. La ciencia contribuye a sustituir viejos enfoques, a los que a menudo nos sentimos apegados, por otros nuevos que resultan más explicativos y evitan los problemas de los anteriores. Así funciona el avance. No hay que tener miedo de ello.



Bien, el recorrido ha sido sumamente interesante e instructivo y he rescatado una serie de afirmaciones que, me parece, ameritan que me extienda en ellas. Vamos con la número uno:

1.- Un enfoque actual y extendido de esta idea es el dualismo de propiedades, según el cual lo mental consiste en un pro­ducto o efecto secundario de los procesos neuronales. Tomado de nuestra charla con Steve Ayan.

¿Qué por qué llamó mi atención? Porque es, justamente, lo que se sigue de la hipótesis expresada en las notas ¿Somos conscientes? Es decir, la actividad mental, el raciocinio, no es producto de un alma que anima los cuerpos materiales. Es un epifenómeno de la complejidad de una red neuronal.

¿Y qué es un epifenómeno? Pues, Epifenómeno (del griego antiguo ἐπί “sobre, además, junto a” y Φαινόμενoν “fenómeno, evento observable”) en filosofía es un fenómeno secundario que acompaña o sigue a un fenómeno primario sin constituir parte esencial de él y sin que aparentemente ejerza influencia sobre el mismo. En otras palabras, dada una red neuronal con una estructura umbral, aparece, como consecuencia, la conciencia, sin que haya sido el objetivo primario de dicha red y sin modificarla.

Esto, claramente, es aplicando la navaja de nuestro amigo Okham. Si se puede explicar la conciencia sin necesidad de un alma, no hay que considerarla… ¡al menos inicialmente!

¿Pero, así y todo, puede existir el alma, Martín?

Si, puede existir. Sin embargo, al no ser necesaria, no se incluye en la hipótesis inicial. Como he dicho antes, si, más adelante, se hace necesaria, se la incluirá.

2.- Para Hobbes, todo estaba formado por materia. No había necesidad alguna de una sustancia pensante especial. La materia podía pensar. Tomado del libro de George Makari.

Es notable que, en pleno siglo XVII, Hobbes haya tenido este pensamiento absolutamente moderno.

3.- El empirismo de Locke contribuyó a convertir el alma en algo más cercano a la mente moderna, el escenario de nuestra experiencia subjetiva. La mente se encuentra poblada de ideas que proceden del exterior, de las sensaciones, puesto que, al fin y al cabo, la mente al nacer es una hoja en blanco, una tabula rasa.

Y esto es exactamente lo que yo decía en las notas mencionadas cuando referí que la red neuronal nace como una tabula rasa y solo al crecer y acumular experiencias configura una extensa base de datos que permiten la aparición de la consciencia.

4.- Descartes, Hobbes, Locke, Baruch Spinoza y otros pensadores radicales compartían el desprecio por la su­perstición. Makari cita una entrada del diario de Locke: «Las tres grandes cosas que gobiernan la humanidad son la razón, la pasión y la superstición. La primera rige solo a unos pocos; las dos últimas las comparte la mayoría de la humanidad y la poseen en sus cambios. Pero la supers­tición, con más poder, produce el mayor daño». El «gran inquisidor», de Fyodor Dostoievski, a dos siglos de dis­tancia, comprendía perfectamente esta disposición mental: «Las tres únicas fuerzas capaces de conquistar y conservar cautivas para siempre las conciencias de estos débiles rebeldes, para su propia felicidad... son el milagro, el misterio y la autoridad». Dos siglos después, en nues­tros días, la humanidad sigue combatiendo estas fuerzas.
Y no cabe duda de que la superstición está vastamente extendida.

5.- De igual manera, tal vez los brujos no estuvie­ran posesos; tal vez solo fuesen enfermos o locos. Y no tendrían que haber sido quemados.

En la nota De Conductores y Conducidos, mencioné la posibilidad de que Juana de Arco no haya sido ni una bruja, ni una santa, tan solo una esquizofrénica.

6.- Cada individuo hereda un conjunto peculiar de órganos, al­gunos más pequeños, otros más grandes, lo cual explica las diferencias entre unos y otros. Estas teorías, que veían en el cerebro una máquina para producir pensamientos y recuerdos, chocaban con los sentimientos religiosos y la moralidad pública de su tiempo.

Claramente, la idea de que fuera el cerebro y no el alma lo que nos permitiera pensar va en contra de las creencias religiosas. Fíjense, queridos amigos, que ya los egipcios, hace cuatro mil años creían en un alma o espíritu que animaba el cuerpo y que lo sobrevivía. Lo llamaban el ka.

7.- En la actualidad nos ocurre algo similar con el libre al­bedrío. Su existencia también es teóricamente controver­tida, sin embargo, resulta indispensable en la práctica de la vida cotidiana. Tomado de Katja Crone.

Efectivamente, en mi cuento Mizuki del 3 de enero de 2022 podrán ustedes ver que el libre albedrío no es tan libre, después de todo.

8.- Otra duda expresada por ustedes, queridos amigos, es qué sucede después de la muerte. Creo que si han llegado hasta aquí, les debe haber quedado claro que, si la consciencia es un epifenómeno de una red neuronal compleja, munida de una buena base de datos, al desaparecer dicha red neuronal, desaparece la consciencia y, simplemente, no hay mas nada…


Bien, hasta aquí la nota de hoy. Espero haber satisfecho su curiosidad de ustedes.

¡Hasta la próxima!

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Del odio entre clanes

En 1945, el general Dwight D. Eisenhower, comandante supremo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, al encontrar a las víctimas de los...