Nací y crecí en una familia de entusiastas lectores. En mi casa paterna, vivíamos mis padres, mis hermanos, yo… ¡y los libros! Desde los clásicos de la literatura universal hasta la colección Robin Hood de libros para jóvenes, todos poblaban nuestras bibliotecas. ¡Cómo no recordar, de esta última, a ese estupendo escritor que fuera Emilio Salgari! Por ejemplo, El Corsario Negro, o sea el caballero de Ventimiglia, u otros títulos como Tarzán, o Bomba, el niño de la selva. ¡Ah, qué recuerdos, queridos amigos!
Por supuesto que, la
natural curiosidad de un niño me llevaba, en ocasiones, a elegir para su
lectura algún libro que mi madre juzgaba no apto para mi edad. Como la vez que,
alegre Nivi (o sea, yo), había seleccionado Sublime obsesión, de Lloyd
Douglas y mi madre, viéndome con él en las manos, simplemente me lo quitó
diciéndome: No, este no es para vos, y ningún escándalo. Misma suerte
corrió La Piel, de Curzio Malaparte.
Sin embargo, algunos
pasaban la “censura” materna como El tercer ojo, de Lobsang Rampa, que
leí a los 11 años, así como sus continuaciones El cordón de plata y El
médico del Tibet.
Y como si no fueran
suficientes libros, mi padre recibía periódicamente libros acabados de editar
por la Editorial Peuser, lo cual constituía un festín irresistible. ¡Cómo no
recordar libros como Las fieras cebadas de Kumaón, o Tesoros en el
fondo del mar! Este último me atrapó con las historias de cómo recuperar
valiosos tesoros de los naufragios que se han producido a lo largo de la historia.
Desde las investigaciones que realizaba el autor, en el Archivo de Indias, por
ejemplo, hasta la búsqueda concreta en el mar.
Y fue de esta Editorial Peuser el libro que un día
fue a dar a mis manos ávidas de lectura. Se trataba, luego supe, del Roman
de Renart. Un conjunto de poemas en francés datados entre
los siglos XII y XIII que parodian la épica y la novela
cortés. Están ambientados en una sociedad animal que imita a la humana, y su
principal protagonista es Renart, el zorro (de hecho, renart
significa zorro, en francés). Este personaje protagoniza una gran
cantidad de fábulas antropomórficas de toda Europa, así
los Reynard, Renard, Renart, Reinard, Reinecke, Reinhardus, y
otras muchas de sus variaciones fonéticas presentes en otras fábulas no serían
sino el mismo personaje. Sea por lo que sea, el libro me gustó mucho y las
aventuras del desfachatado Renarte hicieron las delicias de mi niñez.
Portada del libro con error de imprenta en el nombre de Isengrín
Sin duda, ustedes, doctos amigos, han oído relatar
muchas historias de aventuras; saben de Paris y como raptó a Helena, de Tristán
y como compuso la canción del Caprifolio, el cuento de Lino y la Oveja y muchas
fábulas y cantares; pero nada saben de la gran lucha, que no acabará nunca,
entre Renarte y su compadre Isengrín.
Pero, vamos por partes, la historia de Renarte
contiene muchos personajes. Para el episodio que les voy a relatar en esta nota
basta conocer a cuatro:
Renarte, el zorro. Como he dicho un desfachatado y
ventajero personaje que vive aprovechándose de los demás.
Isengrín, el lobo. Hombre sanguinario y violento, modelo
de todos aquellos que viven del asesinato y la rapiña.
Doña Hersinia, digna esposa de Isengrín, corazón lleno
de alevosía y rostro áspero y barroso.
Doña Ricarda, la bribona esposa de Renarte.
Hay que aclarar, empero, que nunca hubo un
verdadero parentesco entre lobo y zorro; solo cuando se visitaban o cuando
había entrambos comunidad de intereses y de empresas, el lobo se esforzaba en
tratar al zorro como buen sobrino y este lo llamaba tío y compadre.
Hay, desde luego, muchos personajes más a lo largo
de los episodios que componen la historia. Entre los cuales hay uno que aporta
un dato de color: Cantaclaro, el gallo. El dato de color es que, Chantecler (Cantaclaro,
en francés) fue un cabaret que funcionó en la ciudad de Buenos
Aires, Argentina en un edificio construido a tal efecto en la calle Paraná 440
a metros de la Avenida Corrientes, entre diciembre de 1924 y 1960, año en que
dejó de funcionar y fue demolido. Era propiedad del ciudadano francés
Charles Seguin y su concurrencia se nutría con artistas, políticos, turistas y
personas adineradas que concurrían para beber, comer, bailar y presenciar los
espectáculos, en los que primaban los vinculados al tango. ¿Le gustaba a
Seguin el Roman de Renart, como a mí?
Bien, basta de cháchara y vamos al hueso, les dejo
a continuación, la primera aventura de Renarte, que lleva por título:
De como Renarte se llevó,
de noche, los jamones de Isengrín
Renarte, una mañana, entró en la casa de su tío, con
la mirada turbia y el pelo erizado.
—¿Qué te pasa, buen sobrino? Parece que no estás
bien — dijo el dueño de casa —, ¿no estarás enfermo?
—En efecto, no me siento muy bien.
—¿No almorzaste todavía?
—No, pero ni siquiera tengo apetito.
—¡Vamos! ¡Pronto, tía Hersinia! Levántate en seguida
y prepárale a este querido sobrino un buen plato de riñones y de bazo; no lo
rehusará.
Hersinia se levanta de la cama y se dispone a obedecer.
Pero Renarte esperaba algo mejor de su tío; miraba tres espléndidos jamones
colgados del techo de la habitación; fue su aroma lo que lo atrajo.
—¡He ahí — dijo — unos jamones muy en peligro! ¿No
sabe usted, buen tío, que si uno de sus vecinos (sea quien fuere, pues todos
son iguales) llega a verlos, pretenderá una parte? En su lugar, tío, yo no
perdería un momento en sacarlos de allí y diría a gritos que me los han robado.
—¡Bah! — contestó Isengrín—, no hay peligro; y
podrá verlos quien quiera; nunca llegará a saber qué gusto tienen.
—¡Pero cómo! ¿Y si se los piden?
—No habrá pedido que valga; no daré nada a nadie;
sea quien fuere, sobrino, hermano; a nadie en el mundo.
Renarte no insistió; se comió los riñones y se despidió.
Pero al día siguiente volvió, a altas horas de la noche, frente a la casa de
Isengrín. Todos dormían. Sube al lecho, abre en él un agujero, lo agranda, se
desliza, llega hasta los jamones, se los lleva, regresa su casa, los corta en
tajadas y los esconde entre la paja de su colchón.
Entre tanto, llega el día; Isengrín abre los ojos:
¿Qué pasa? ¡El techo abierto, los jamones, sus adorados jamones, robados!
—¡Socorro! ¡Ladrones! ¡Hersinia! ¡Hersinia! ¡Estamos
perdidos!
Hersinia se despierta con sobresalto y se levanta
toda desgreñada:
— ¿Qué sucede? ¡Oh! ¡Qué desgracia! ¡Nosotros,
robados por los ladrones! ¿A quién nos iremos a quejar?
Ambos gritan, a cual más, pero no saben a quién
culpar; y se esfuerzan, en vano, por adivinar quién pudo ser el autor de
semejante atentado. En esto llega Renarte; había comido bien, tenía el aspecto
sereno, satisfecho:
— ¡Hola, buen tío!, pero, ¿qué le pasa? Me parece
que no se halla usted bien; ¿no estará enfermo?
— No es para menos; nuestros espléndidos jamones,
¿sabes?, ¡me los han robado!
— ¡Ajá! -contesta riendo Renarte
—, ¡está bien esto! ¡Sí!, es así como hay que decir; se los
han robado. ¡Muy bien! ¡Muy bien! Pero no basta, tío, hay que gritarlo en medio
de la calle, para que todo el vecindario se entere.
— ¡Pero si te digo la verdad! Me han robado los
jamones, esos lindos jamones.
— ¡Vamos! — contesta Renarte — No es a mí a quien
va a hacerle creer esto; hay, es cierto, un tal que se queja, pero sin que le
haya pasado nada. Sus jamones, los habrá usted puesto al resguardo de los que
van y vienen; y ha hecho muy bien, lo apruebo incondicionalmente.
— ¡Cómo!, mal bromista, ¿no quieres creerme?; te
digo que me han robado los jamones.
— Sí, diga no más, diga.
— No está bien ser así — interrumpe entonces Dona Hersinia
— y no creernos. Si los tuviésemos, sería para nosotros un placer convidarte,
bien lo sabes.
— Yo sólo sé que ustedes conocen muy
bien todas las artimañas. Sin embargo, esta vez no todo ha sido ganancia;
porque veo roto el techo de la casa; sin duda era necesario hacerlo, pero se
necesitará mucho gasto para arreglarlo. ¿Así que por allí entraron los ladrones,
no?; ¿es por allí por donde se fueron?
— ¡Pero si es la pura verdad!
— Ustedes no saben decir otra cosa.
— ¡Pobre de aquel, en todo caso — dijo Isengrín —,
que me robó, los jamones, si llego a descubrirlo!
— Renarte no contestó; hizo un atento saludo y se alejó riendo
con sorna. Y ésta fue la primera aventura, los primeros pasos de Renarte. Más
adelante lo hizo mejor, para desdicha de todos y, especialmente, de su querido
compadre Isengrín.
Ya lo saben, queridos amigos: ¡No alardeen de los
jamones que tienen en su bodega! ¡No vaya a ser que Renarte ande cerca!
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