domingo, 10 de octubre de 2021

El dragón en el garaje.

Bien, para redondear esta breve semblanza del filósofo Carl Sagan, veamos cuál era su punto de vista respecto de uno de los interrogantes capitales del ser humano, es decir: ¿Existe Dios?, ¿Hay vida después de la muerte?

Y digamos, así, de entrada, que Sagan era un ateo convencido. No creía ni en Dios, ni en la vida después de la muerte. Eso no le impidió ser muy respetuoso de las opiniones de los demás, aunque difirieran radicalmente de la suya. Lo que sí, siempre combatió el uso, en religión o en ciencia, del argumento ad ignorantiam. Y, detengámonos un poco en este concepto para ver de qué estamos hablando:

En Lógica, un argumento ad ignorantiam o argumentum ad ignorantiam, también conocido como llamada a la ignorancia, es una falacia informal que consiste en defender una proposición, argumentando que no existe prueba de lo contrario, o sea, ante la incapacidad de presentar pruebas convincentes de lo contrario. Quienes argumentan de esta manera no basan su argumento en el conocimiento, sino en la falta del mismo, es decir, en la ignorancia. ​Esta impaciencia con la ambigüedad suele criticarse con la frase: «la ausencia de prueba, no es prueba de ausencia»;​ es decir, se comete esta falacia cuando se infiere la verdad o falsedad de una proposición basándose en la ignorancia existente sobre ella.

Ejemplo:

· No se ha demostrado (hasta ahora) que A es falso,

· Por lo tanto, A es verdadero.

Y, para visualizar la crítica que Sagan hace de este procedimiento, veamos otra de sus parábolas que vamos a llamar: El dragón en el garaje. Se trata de una analogía utilizada por Sagan en su libro "El mundo y sus demonios".

Dice Sagan:

Supongamos que yo le hago a usted una aseveración como esta: «En mi garaje vive un dragón que escupe fuego por la boca». A lo mejor le gustaría comprobarlo, verlo usted mismo. A lo largo de los siglos ha habido innumerables historias de dragones, pero ninguna prueba real.

¡Qué oportunidad! —Enséñemelo —me dice usted.
Yo le llevo a mi garaje. Usted mira y ve una escalera, latas de pintura vacías y un triciclo viejo, pero el dragón no está.

—¿Dónde está el dragón? —me pregunta.

—Oh, está aquí —contesto yo moviendo la mano vagamente—. Me olvidé de decir que es un dragón invisible.

Usted me propone que cubra de harina el suelo del garaje para que queden marcadas las huellas del dragón.

—Buena idea —replico—, pero este dragón flota en el aire.

Entonces usted propone usar un sensor infrarrojo para detectar el fuego invisible.

—Buena idea, pero el fuego invisible tampoco da calor.

Sugiere, entonces pintar con spray el dragón para hacerlo visible.

—Buena idea, solo que es un dragón incorpóreo y la pintura no se le pegaría.

Y así sucesivamente. Yo contrarresto cualquier prueba física que usted me propone con una explicación especial de por qué no funcionará. Ahora bien, ¿Cuál es la diferencia entre un dragón invisible, incorpóreo y flotante que escupe un fuego que no quema y un dragón inexistente? Si no hay manera de refutar mi opinión, si no hay ningún experimento concebible válido contra ella, ¿Qué significa decir que mi dragón existe? Su incapacidad de invalidar mi hipótesis no equivale en absoluto a demostrar que es cierta. Las afirmaciones que no pueden probarse, las aseveraciones inmunes a la refutación son verdaderamente inútiles, por mucho valor que puedan tener para inspirarnos o excitar nuestro sentido de maravilla. Lo que yo le he pedido que haga es acabar aceptando, en ausencia de pruebas, lo que yo digo.

Hasta aquí la parábola donde, de nuevo, Sagan hace gala de su claridad. La analogía es similar a la tetera de Russell y al unicornio rosa invisible, que los invito a explorar.

Sagan murió el 20 de diciembre de 1996, a la edad de 62 años. En 1981 se casó, en segundas nupcias, con Ann Druyan, con quien lo vemos en la siguiente foto. Y no quisiera terminar sin traer a colación el testimonio de Druyan que esclarece el pensamiento de Sagan sobre los temas planteados al comienzo de este artículo:

«Cuando mi esposo murió, era tan famoso y conocido por no ser creyente, que muchas personas me preguntaron –y todavía me pasa a veces– si Carl había cambiado y se había convertido al final en un creyente en la vida después de la muerte. También me preguntaron con frecuencia si creo que lo volveré a ver. Carl se enfrentó a su muerte con coraje y tenacidad y nunca buscó refugio en ilusiones. La tragedia fue que los dos sabíamos que nunca nos volveríamos a ver.

 


No espero volver a reunirme con Carl. Pero lo más grandioso es que mientras estuvimos juntos, por casi 20 años, vivimos con una apreciación real de lo breve que es la vida y lo preciosa que es. Nunca trivializamos el significado de la muerte fingiendo que era algo más que una separación definitiva. Cada momento que estuvimos vivos y estuvimos juntos fue milagroso, pero no en el sentido de inexplicable o sobrenatural.

Sabíamos que habíamos sido beneficiados por el azar... Que el azar puro haya sido tan generoso y tan amable que nos pudimos encontrar, como Carl escribió tan bellamente en "Cosmos", ya sabes, en la inmensidad del espacio y la inmensidad del tiempo... que hayamos podido estar juntos durante veinte años. Eso es algo que me sostiene y que es mucho más significativo... la forma en que me trató y en que lo traté, la forma en la que nos cuidábamos el uno al otro y a nuestra familia mientras vivió. Esto es mucho más importante que la idea de que lo volveré a ver algún día.

No creo que vuelva a ver a Carl nunca más. Pero lo vi. Nos vimos el uno al otro. Nos encontramos el uno al otro en el cosmos, y eso fue maravilloso».

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